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El poeta que se enamoró de la luna

Publicado el 30 abril 2014 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
Hacía, como mínimo, cinco o seis años que no estaba en Cáceres una Semana Santa entera y vera, entre unas cosas y otras. Cuando estoy demasiado tiempo en la tierra que me vio nacer me asfixio, cuando estoy mucho fuera la añoro, tal vez por ello hace algunas décadas que interioricé y aprehendí los versos del fénix de los Ingenios: no sé qué tiene la aldea / donde vivo y donde muero / que con venir de mí mismo / no puede venir más lejos. Aplíquese a la Semana de Pasión y a todo el resto del año litúrgico, con especial intensidad en algunas fechas concretas. ¿Me he vuelto eremítico como un amigo suele decir? Pues puede que sí o puede que ya lo fuera de siempre. La calle me ha gustado en exceso, pero siempre he preferido estar en casa, en la soledad de mis estancias, rodeado de los objetos que han configurado mi vida y existencia, a solas conmigo, a solas con Dios. Siento decir que en compañía puedo aburrirme, pero solo jamás me aburro y no porque esté encantado de conocerme (nada más lejos de la realidad) sino porque tengo todavía mucho que bucear en mis adentros para acabar de hacerlo y demasiadas parcelas en mi enciclopédica incultura que rellenar. Ya no hay animales en casa, sólo silencio, roto por las miles de aves que sobrevuelan el cielo de la ciudad antigua, miles de libros se amontonan en las librerías pidiendo que los lea o relea e infinidad de cachivaches reclaman un minuto de mi atención para llevarme al momento en que nos encontramos por vez primera o a retrotraerme generaciones. Las plantas dan algo de vida a esta casa que no se abre a cualquiera y pocos pueden decir que hayan traspasado su umbral. Mi casa es mi castillo interior, mi refugio, mi particular gruta en la que muero y renazco tantas y tantas veces. Cíclica, demasiado cíclica es la existencia.
Cíclica es la primavera y con ella la Pascua, que viene de la mano de su primer plenilunio, aunque no sea igual para todos. Para las Iglesias que siguen el calendario juliano se retrasa algunos años, en éste ha coincidido con la latina, que sigue, como todos sabemos, el gregoriano. Las orientales Iglesias de tradición joánica tienen la fecha invariable, el catorce de nisan, como marcó Adonai en el Éxodo y las Iglesias fundadas por el Discípulo Amado así lo siguen celebrando, por algo era hermano de Santiago y en algo se debería de notar. De lo que hagan los reformados con la fecha poco me importa, no por nada, sino porque representan lo peor del cristianismo exotérico que acabaría derivando en el iluminismo, el liberalismo y el marxismo, es decir, en el materialismo en cualquiera de sus formas, que, en el fondo y en la forma es lo que son los protestantes, a los que ahora se debe llamar evangélicos. No seré yo quien lo haga, me quedo con el esoterismo que subyace en nuestro origen oriental, rápidamente trasladado a este finis terraepor Santiago y San Pablo, cuyas enseñanzas pronto enraizarían cristianizando cultos milenarios, incluso prerromanos, y cuyas peculiaridades pervivirían intactas hasta que los reyes borgoñones trajeran en el siglo XI a sus benedictinos e introdujeran los, por entonces extraños, ritos romanos en esta Iberia, proceso que duraría unos cuantos siglos, quizá tantos como años tardó en extinguirse el calendario de la Era Hispánica. El caso ha sido siempre querer igualarnos con Europa, cuando ésta, de todos es sabido, empieza en los Pirineos, porque la piel de toro ha sido siempre mucho más que ella, ha sido primero ibérica y después mediterránea, aunque la transcendencia la lleváramos más allá de la Mar Océana. Este proceso de adaptación al Misal Romano fue lento, y bien puede compararse al de la romanización. Si pensamos que en pleno siglo IV, cuando el cristianismo se declara religión oficial del Imperio todavía existían en estas tierras cultos prerromanos sincréticos y que en en pleno dominio visigodo San Isidoro, en un Concilio Toledano, amenace con excomulgar a obispos y presbíteros que sigan prácticas mágicas paganas, nos hace reflexionar sobre la laxitud de los procesos de conversión y las pervivencias de cultos ancestrales fosilizados dentro de otros posteriores o directamente sincretizados en tiempos de Roma o cristianizados (por ser imposible su erradicación) por las jerarquías de esa Iglesia que, a partir de Nicea, comenzó una deriva levítica que más de un problema le ha causado en su historia, aunque menos mal que las velas de la nave las sopla el Paráclito, porque s no habría caído ya en el mar tenebroso.
Las festividades asociadas a los calendarios astrales perviven y son el centro de los momentos mistéricos álgidos del catolicismo. Inútil será abundar en esto que de todos es sabido, pero que más intenso se hace en la Pascua, donde coinciden los ciclos solares y lunares, en la explosión del renacimiento de la vida. Nunca hasta ahora me había parado a pensarlo, pero debe de ser extraño vivir estos momentos en el Hemisferio Sur, donde se celebra en pleno otoño el renacer. Quizá esto reafirme mi peregrina teoría de que el cristianismo es mediterráneo. El paroxismo ibérico de la muerte y el sufrimiento encuentra en estos días su más perfecta expresión. La sangre que ha marcado nuestra historia desde el paleolítico hasta hoy recorre calles y plazas hasta en el lugar más recóndito. Pero el viernes todo se detiene, como si la Resurrección poco o nada importara. Iberia se detiene en la muerte, en el sepulcro, no va más allá, o está, quizá, tan cansada de holocausto que necesita un descanso para comenzar los otros festejos abrileños y el mayo mariano. La Pasión es más plástica, dicen algunos, socorrida frase para camuflar nuestro amor por el exceso.
Todo esto se sucede bajo la luz de la luna llena, que en algunos momentos se alía con el plasticismo terreno y se camufla bajo alguna nube. La intensidad de las luces baja para que el efecto de luces y sombras se acentúe, entre perfumes de exorno floral e incienso propiciatorio iluminados por cirios que también aportan su aroma. El triunfo de la luz se da en la Vigilia Pascual (la más hermosa de las liturgias del año que se destroza suprimiendo lecturas, acortando pregones y letanías para no aburrir al pueblo fiel y llano en ese día tan vacío de procesiones y que está deseando irse a casa) en torno a la columna de fuego del cirio pascual. La columna de fuego que disipa las tinieblas, más potente ella que la propia luna llena, porque es Cristo, el sol sin ocaso, que vence a la muerte y renace en el agua y en la Eucaristía. Qué raros se me hacen esos dos días sin agua bendita, pero, sobre todo, sin sagrario ante el que postrarse. Cierto es que las procesiones me gustan, en su justa medida, pero si en algo estoy deseando que llegue esa semana es por la belleza del Triduo Sacro y por recorrer todos los Monumentos posibles para ver al Señor y decir eso tan infantil, que Abuela me enseñaba, de pedir a mi Ángel Custodio que visite por mí todos los sagrarios del mundo, especialmente los menos visitados, pero que tanto me llena.
No sé si es la luna llena del cambio de estación la que me afecta en exceso estos días (confieso que soy lunático) o es que al estar más inmerso en la piedad se acentúan ciertas sensaciones. Siempre que llegan estas fechas me echo a temblar y recuerdo aquel Martes Santo de 1995 cuando me llevaron a urgencias porque no podía respirar. Tras hacerme no sé cuántas pruebas un médico dijo que me viera un psiquiatra y, efectivamente, lo que parecía algo cardiovascular no era sino una somatización de una depresión que llamó la atención de aquella manera. Dos años de tratamiento, de psicoterapia, de medicación, pero aquella depresión se daría por zanjada por el inesperado mazazo de la muerte de Papá. A partir de ahí mis neuronas tuvieron otros vericuetos que recorrer y no precisamente los que causaron mi depresión, que quedó aparcada en un rinconcito y demasiado latente. Creo que me estoy desnudando en exceso... En cualquier caso, siento un escalofrío según se avecina la Semana Santa y un cierto miedo a que aquellas escenas se repitan. Este año me he armado de coraje y he visto el Martes Santo la procesión del Cristo del Amparo en el mismo lugar donde la vi antes de que me diera aquel ataque de ansiedad. He superado la prueba, pero me ha costado diecinueve años. No tantos me costó volver a pasar por delante de casa en la Calle Cortes (la sigo llamando “casa” aunque no lo sea) después de venderla tras la muerte de Papá. A los fantasmas hay que saber enfrentarse, en el momento que sea y en el que se está preparado. Yo no creo que no haya que volver donde se ha sido feliz, al contrario, hay que volver a los escenarios aunque los actores sean otros (lo que no debe intentarse es repetir la misma obra con distintos personajes) pero donde no se debe volver si no se está preparado es a donde se ha sido infeliz, a no ser que no quede otro remedio. Al comienzo de este post hablaba de mis gustos caseros y uno de los peajes que deben de pagarse es que uno se queda en el escenario del que ha desaparecido algún personaje. Y aunque para consolarnos digamos aquello de que a enemigo que huye puente de plata, la procesión va por dentro. Ahí sí que hay saetas y no en las estaciones de penitencia.
No pretendo ser poeta, pero me he atrevido a escribir y publicar versos e incluso hay gente a los que les gustan, de hecho mis poemarios están agotados, o sea, que o fueron tiradas cortas o realmente gustaron. Hace años que no publico ninguno, aunque haga sólo uno que se recitaron algunos de mis últimos, pero lo cierto es que continúo escribiendo versos, porque para mí es una necesidad y un querer decirme que aquí estoy. Cada vez se desnudan más mis versos, como se desnuda mi prosa y mis referentes se van a lecturas que hacía décadas no tocaba. Aunque ejerza de heraldista, en realidad me especialicé en un primer momento en Historia de China, y ése fue el tema de mi disertación de fin de carrera en la Universidad de Sussex. Su argumento, la Crisis de Manchuria, que traducida y ampliada me sirvió de memoria de licenciatura en la Autónoma de Madrid, aunque quien la dirigió (silencio su nombre) dijo que no tenía ni idea del tema más allá de la película del Último Emperador y que nos las íbamos a desear para encontrar un tribunal. Pero me empeñé y la saqué adelante. De haber seguido aquel camino hoy me iría fenomenal tal y como está el panorama internacional, pero mis sueños de ingresar en el cuerpo diplomático y mis estudios de relaciones internacionales de poco entonces sirvieron entre depresiones y muertes, aunque después sí que me hayan sido útiles. Quizá me lo hayan sido siempre, pero yo no me haya dado cuenta de ello. Al fin y al cabo me han formado y me han hecho como soy, que no sé si vale de algo, pero yo estoy contento con mi vida, porque es la que quiero y la que Dios ha querido para mí.
En esas relecturas de estos últimos tiempos (también leo cosas nuevas) he decidido retomar algunas de aquella Historia de China que un día estudiara a orillas del Canal de la Mancha y, parece que ha sido el plenilunio de primavera el que me ha inclinado a retomar los versos de Li Bo, ese poeta funcionario de la Dinastía Tang, que viajaba incansablemente, hechizado por las montañas y la luna, en un ambiente fundamentalmente confuciano, él no escondía sus simpatías taoistas y eso que las “religiones” (si es que así se las puede llamar desde un punto de vista occidental para entenderlo) del Lejano Oriente no son excluyentes entre sí, pero todavía no había llegado el momento en el que confucianismo, taoismo y budismo se dieran la mano, en algunos momentos compartiendo el mismo altar, en otros no tanto, dependiendo de la dinastía reinante, especialmente las llamadas bárbaras más dadas al sincretismo, algunas de las cuales incluirían entre las religiones de estado el nestorianismo, el maniqueísmo, el zoroastrismo o el islamismo. Me freno en mi divagación y prometo que algún día de éstos escribiré algo sobre las religiones del Libro en Oriente, porque no todo es cómo no han creído hacer creer, que ni siquiera contado, porque algunos, a fuerzas de velar, no saben ni siquiera en lo que creen, como para saber en lo que creen los demás. Uno de sus mejores divulgadores en la posteridad, el pintor Liang Kai, se liberó de obligaciones oficiales y se unió a la secta budista chan (ésa que aquí conocemos como zen por su nombre japonés). En ésa búsqueda de un recto conocimiento y un estilo sobrio y preciso inspiró su pincel en Li Bo, de quien nos ha dejado maravillosos retratos.
A diferencia de otros funcionarios de la época Li Bo nunca preparó oposiciones, y su superior intelecto le abría caminos. Allí donde iba le llamaban para escuchar sus versos, absolutamente frescos y espontáneos, en los que utilizaba los temas y versos entonces llamados antiguos, el llamado guti, porque le daban mayor flexibilidad a su pluma. Los pasados gloriosos, la melancolía, el fluir del tiempo, el placer de la diletancia y la embriaguez llenan su obra. Quizá no sea demasiado necesario explicar mi fascinación por él. Aclaro que en la antigua China el emborracharse no era un acto peyorativo, sino que se ensalzaba en los artistas a la hora de crear. El malditismo de la absenta, el alcohol o los psicotrópicos en las vanguardias de occidente no es nada nuevo, de hecho mucho se podría hablar de otros tiempos y otras maneras en esta civilización que nos ha tocado en suerte. El vino de arroz caliente que el poeta bebía en compañía del Emperdor Xuanzong estimulaban el flujo creativo. Du Fu, el otro gran poeta de la época decía que una sola taza de vino le bastaba a Li Bo para componer cien poemas.
Pero todo el mundo cae y a pesar de su amistad con el Emperador que le llevaría a presidir la Academia Hanlin de Chang'an, la revuelta de An Lushan, que casi termina con el Imperio Tang, sería el fin de su vida pública y el inicio de su reclusión. Paradojas de la vida, fue indultado años después y una noche de luna llena, borracho de vino de arroz, vio la luna reflejarse en el agua y comenzó a remar. En un momento dado se arrojó al agua queriendo abrazar la luna que tanto había amado y pereció ahogado. Años antes, en la cúspide de su fama, había escrito estos versos: Estaba sentado bebiendo y no me di cuenta de la obscuridad / hasta que pétalos que caían cubrieron mis ropas. / Ebrio, me levanté; caminé hacia el arroyo lunar. Los versos fueron proféticos, y dio una muerte digna a una vida consagrada a la belleza. Quizá cuando Liang Kai estudió su vida, quiso retirarse del mundo, influido por su búsqueda del silencio o asustado por la coherencia que conllevan acción y pensamiento y que marcaron hasta el fin al poeta que se enamoró de la luna llena.
El poeta que se enamoró de la luna

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