Horacio Beascochea va, sin embargo, más allá. Nos cuenta con buena pluma, rebosante de nostalgia y poesía, las esperanzas de un pueblo de inmigrantes, enclavado en el medio de la llanura pampeana, supeditadas a los caprichos del ferrocarril, de la industria maderera y de la ciudad capital, que parece decretar su ocaso como un contrapunto previsible y certero.
El gato maulla a mi alrededor, en desacuerdo conmigo. Le rasco la cabeza y ronronea. Se echa a mis pies y se queda mirándome fijo. Me atrevo a leer en su mirada una solidaridad tácita, una tregua necesaria que deja las preguntas en el pasado y me sirve de sostén para comenzar de nuevo.