Revista Cultura y Ocio

El prototipo

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Viajando por las sierras del interior de Nicaragua, el carro se me quedó tirado en un camino de cabras, lejos de cualquier lugar civilizado. Un campesino me indicó que más adelante vivía don Moisés, un señor que sabía de mecánica, y fui a buscarlo. Encontré su casa en un claro en la espesura, en medio de los cerros, una casa grande, desangelada, de ladrillo rojo. Don Moisés era un hombre alto y delgado, de pelo escaso, largo y algo colocho, que le daba aspecto de demiurgo. Le conté mi problema y accedió a ayudarme.

Con una yunta de bueyes que le prestó su suegro, la ayuda de sus hijos y muchos sudores halamos el carro hasta su taller, que estaba instalado en la parte de atrás de la casa, bajo un techado de lámina sostenido por cuartones y costaneras de madera y cerrado por una malla metálica.

Me contó don Moisés que el taller no lo tenía como un negocio del que sacar provecho, sino por puro entretenimiento. Había aprendido mecánica en su juventud, cuando le dio por recorrer mundo. Se pateó Honduras, Guatemala y México y, al intentar cruzar la frontera con los Estados Unidos, lo detuvieron y lo devolvieron al otro lado de la raya, a Tijuana. Allí se quedó un tiempo, trabajando en múltiples oficios para ganarse la vida, hasta que recaló de mozo en un taller mecánico. Como era un joven curioso y avispado, aprendió con rapidez y en pocos años llegó a ser oficial. Cuando volvió a Nicaragua intentó montar, con el dinero que había ahorrado, un taller propio en Estelí, pero no tardó en darse cuenta de que no tenía paciencia para soportar a la mayoría de sus clientes, así que  vendió el negocio y se fue a vivir a los cerros donde había nacido.

Él consideraba la mecánica como un arte, no como una profesión, quizá por eso se llevó al caserío un deportivo muy viejo que desarmó por completo para construir con sus piezas, y con otras que iba consiguiendo poco a poco, un vehículo innovador. Llevaba enzarzado con el prototipo una sarta de años porque, cuando lo tenía casi terminado, siempre se le ocurría alguna mejora estructural que implicaba, generalmente, volver a desmontarlo. Aquel vehículo, que podría revolucionar el mundo del diseño automovilístico, lo tenía tapado don Moisés con unas lonas verdes, sucias y percudidas, para evitar que gallinas se le cagasen encima e hiciesen nido en sus cavidades. No tenía inconveniente en levantarlas para que los visitantes ocasionales pudiéramos contemplar su obra. A mí, aquel ingenio a medio construir me recordó a alguno de los coches que había visto en un museo de una ciudad francesa, o belga, no recuerdo, hace ya muchos años.

Después de haberme dado las explicaciones pertinentes, la mayoría de las cuales no entendí, pues soy obtuso para la mecánica, don Moisés volvió a tapar su prototipo con amoroso esmero y se puso manos a la obra con el arreglo de mi carro: tráiganme luz, muchachos, les urgió a sus hijos, que la tarde se va en un suspiro.


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