Revista Opinión

El quiosco de la gloria

Publicado el 13 junio 2023 por Manuelsegura @manuelsegura
El quiosco de la gloria

Hay un personaje en una de las novelas del malogrado Carlos Ruiz Zafón que lanza la advertencia de que, si alguna vez se pierde, lo busquen en una estación de tren. Alguien colgó el otro día en un grupo de Facebook, del que soy miembro, una foto que evocó mi pasado remoto. Debe de ser de finales de los sesenta. En ella se veía a tres mujeres y cinco hombres sonrientes y, al parecer, incluso diría que felices por sus rostros. 

Tuvo que hacerse en domingo o festivo, más que nada por el traje de chaqueta que viste uno de ellos. Y acaso llegado el verano, por los vestidos de ellas y la manga corta de los otros. Todos están alrededor de una pequeña mesa de madera y sobre esta hay un plato que se adivina con cascarujas y varios vasos de espumosa cerveza. Es en blanco y negro, algo lógico, porque no entendería que esa imagen fuese en color, desdibujando el encanto de la mágica nostalgia que, sin duda, tiene. El grupo está situado delante de un quiosco que durante años hizo las veces de cantina en la estación de ferrocarril de mi pueblo. Aquel local lo regentaba una mujer que desprendía gracia a borbotones. En la foto se la ve haciendo un gesto que recuerda al de una folclórica entregada ante su público más incondicional. Lleva un vestido estampado y el resto ríe su ocurrencia, al tiempo que, en ese mismo instante, el fotógrafo disparaba la cámara. 

Aquella mujer se llamaba Gloria -en el pueblo aún se antepone artículo al nombre propio: la Gloria- y la recuerdo como uno de esos seres a los que parecía que las desgracias mundanas lo esquivaban. Supongo que en su vida hubo sinsabores, pero ella supo capear el temporal a base de arte y salero. Sabía cómo tratar al personal, al tiempo que poseía una mano excelsa para la cocina. Si algo no he olvidado son las patatas asadas con ajo que preparaba a la fiel clientela. Suele ocurrirme que, pasados los años, cuando percibo ese olor tan característico, me retrotraigo a escenas contempladas en aquel quiosco durante mi niñez.

En las décadas de los sesenta y setenta, que yo ya viví, en pueblos como el mío, era común dejarse caer por la estación a ver pasar los trenes. Esto es algo que hoy pocos jóvenes entenderían y que, incluso, les produciría cierta hilaridad. Mi padre solía llevarme de la mano algunas tardes, durante los fines de semana, y era habitual que acabáramos merendando en la cantina. Con frecuencia también nos acompañaba mi madre. Había unas pocas mesas en la puerta, todas de madera, con esas sillas plegables de antaño, hechas del mismo material, que se utilizaban para los banquetes de bodas, bautizos y comuniones. Coincidíamos con ferroviarios y vecinos del pueblo que optaban por llegar hasta allí para probar lo que Gloria dispensaba con su habitual desparpajo, situada tras la barra.

Los trenes arribaban, algunos procedentes de la capital de España, y hacían parada camino de Cartagena, donde finalizaba el trayecto. En ese tiempo, más que suficiente porque entonces la vida no resultaba tan frenética como ahora lo es, los viajeros aprovechaban para bajar de los vagones y tomar un refrigerio. Cuando rememoro esa escena, confieso haberla vivido en primera persona y aclaro que no les estoy hablando de una película propia del neorrealismo. Decía con sabiduría uno de sus maestros, el director italiano Roberto Rossellini, que vivimos instalados en la queja porque nos hemos olvidado de todo lo que existió antes. Razón tenía el autor de ‘Roma, ciudad abierta’. Aquellos viajeros se contentaban con el exiguo surtido que ese local modesto, de escasos metros cuadrados, podía suministrarles y retornaban al tren dichosos y satisfechos para acabar, tras muchas horas, su recorrido en Murcia o en la ciudad portuaria. No es de extrañar que lo de aquel quiosco les supiera a gloria.

En la vieja estación, inaugurada a mediados del siglo XIX y hoy clausurada, fuí testigo de muchas llegadas. Sobre todo en verano, cuando las familias de las hermanas de mi padre solían hacerlo, procedentes de Madrid. Para nosotros constituía todo un acontecimiento ir a esperarlas a pie de andén. Recibir a mis tíos y primos significaba la confirmación de que, por fin, había llegado de verdad el verano y, con él, las vacaciones de bicicletas, mecedoras, juegos interminables y viajes a la playa. 

Porque hay veranos que llevaremos siempre encima, esos veranos que recordaremos, veranos que soñaremos vivir todavía a pesar de todo lo transcurrido. Los del cine al aire libre, de tomar el fresco en las puertas de las casas, los ventiladores, los polos de hielo y los cortes con sabor a turrón. Aquellos veranos de casi tres meses que nos parecían un desmesurado domingo, para que, al final, llegara septiembre en forma de lunes no menos desmesurado, con la implacable normalidad que implicaba la vuelta al colegio. Esos veranos de nuestra niñez que volaban, mientras los inviernos apenas caminaban, pero que ninguno duraba eternamente como todos hubiéramos deseado. Quizá por la incredulidad de recobrar tanto gozo en un tiempo desaparecido y casi abolido, que dijo Pavese. Quizá porque hoy es el mañana por el que nunca nos preocupábamos en aquel ayer, cuando éramos tan dichosos con tan poco.

[‘La Verdad’ de Murcia 13-6-2023]


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