Revista Opinión

El reto de un país para todos: Diferencia cultural, justicia y convivencia política en Cataluña y España

Publicado el 08 noviembre 2014 por Polikracia @polikracia

Este domingo 9 de noviembre se celebrará, organizada por la Generalitat de Catalunya o al menos con su impulso, una nueva jornada en que se llama a la movilización en favor del reconocimiento de la soberanía e independencia de Cataluña. La movilización consistirá en que los participantes calquen en lo estético una jornada electoral y expresen su deseo no vinculante de que Cataluña sea una entidad política soberana o independiente.

En vísperas de este acontecimiento, que supone ir un paso más allá en la hoja de ruta de los movimientos por el derecho a decidir y la independencia, son posibles varias lecturas e interpretaciones, pero también cabe desarrollar diferentes reflexiones. Personalmente, encuentro sumamente interesante, en un momento en que la discusión se centra en el ámbito territorial de la democracia y sus instituciones, orientar el pensamiento hacia el cómo y el porqué de hacer política en democracia y no hacia el por quién y dónde se ejerce el poder de las instituciones.

En los últimos años, principalmente en Cataluña, se propone como respuesta política a las diferencias lingüísticas, culturales en general, identitarias -muchos dirían nacionales- y de voluntades políticas, el reconocimiento o la consecución de la soberanía de Cataluña, e incluso su independencia. Frente a esta tesis pesimista con respecto a la capacidad de una democracia liberal de ofrecer respuestas políticas a sus minorías, defiendo y llamo a que la respuesta política del Estado democrático existente sea justa y perceptible como legítima. Asimismo, critico la ruptura territorial que simplemente plantea como solución redefinir mayorías y minorías, por no responder a la raíz del problema social-o político si se quiere- ya que sólo redibuja los frentes de una confrontación y prepara su reedición.También la critico por infravalorar el ordenamiento constitucional y democrático.

Lo que nos recuerda implícitamenteel movimiento independentista al resto de ciudadanos españoles, si lo entendemos en clave política española y no sólo en clave política catalana, es que la democracia necesita del diálogo honesto con el otro, de la compresión recíproca de sus circunstancias y de no cesar de practicar ponernos en su lugar para enfocar con justicia los problemas que surgen de nuestra convivencia. Quizá quién realmente se la juega en este momento político no es la Cataluña de sus nacionalistas, sino la España de sus demócratas. Se la juega la Pell de Brau de Salvador Espriu. Se la juega una España que demostraría profundas limitaciones si no es capaz de articular desde la legalidad un marco de convivencia legítimo.

La legalidad es, exceptuando casos en que los derechos humanos más fundamentales corren el riesgo de ser violados, una condición necesaria, pero no suficiente. Buena parte del valor y la legitimación de nuestras democracias radica en que en ellas se puede materializar la lógica deliberativa, que nos permite entender los argumentos del otro y así cambiar o adaptar las normas que nos damos para la convivencia. Si, por contra, la democracia sirve para que el juego de mayorías excluya sistemáticamente de la influencia en las decisiones a algunas minorías, la está cavando su propia tumba al devenir una tiranía como la imaginó Tocqueville. Es necesario que existiendo una minoría catalana en la democracia española, la mayoría mire a los catalanes con justicia y tras algún “velo de la ignorancia” seamos capaces entre todos de establecer condiciones de convivencia que consideren nuestras diferencias culturales con arreglo a la justicia, de la misma manera que lo hemos de hacer con las mujeres, los ancianos, los jóvenes, el colectivo LGTB, los inmigrantes, etc.

En línea con lo expresado en el párrafo anterior, considero que en el caso catalano-español la independencia o la soberanía como posibilidad legal en el tiempo de acceder a ella por vía democrática, no suponen una solución al problema del trato a las minorías en democracia, que es justamente la clave en que se formula la demanda política rupturista, al entender que la mayoría no escuchará sus demandas. Cataluña no es Flandes, y tampoco es Quebec. Cataluña es en sí misma un espacio territorial que presenta diversidad lingüística, diferentes identidades nacionales y diferentes grados y compatibilidades de adscripción a estas identidades nacionales. No hay rastro de la justicia en el razonamiento de que la solución política pase por que el grupo que conforma una minoría en el Estado Español pase a ser una mayoría en unaRepública Catalana, que pudiese repetir las mismas tiranías de la mayoría, posibilidad a considerar especialmente cuando el proceso político soberanista exalta un nacionalismo inflamable y necesariamente excluyente.

Igualmente, cabe rechazar la ruptura no consensuada por la infravaloración que supone a nivel conceptual del Estado democrático de Derecho. Existe un abismo sutil entre entender el Estado democrático de Derecho como forma de organización independientemente de su población y creer en él como forma de organización para un grupo humano concreto, en este caso, una nación. Este abismo es la diferencia entre querer el Estado democrático por lo que supone para cada uno de sus ciudadanos, que es la forma de creerlo con veracidad en una clave racionalista heredera de la Ilustración, o creer en él porque servirá a los fines una idea que es precisamente reaccionaria con la Ilustración, la nación pre-política de Fichte, confrontada con la lógica de la importancia primordial de la humanidad en cada individuo de la que se deriva el Estado democrático de Derecho. ¿Democracia liberal porque así reconocemos la dignidad de cada persona o democracia liberal porque somos un grupo en concreto que secundariamente decidimos esto? He aquí la diferencia entre el compromiso primordial con la democracia liberal y un abanico de grados de compromiso en cualquier caso menores.

Para concluir me quiero referir al estado del reto de la convivencia que planteo, como vía entre un legalismo que niega la vitalidad de la democracia y la convicción autodeterminista que ignora consideraciones constitucionales fundamentales, tratando de superar el punto en común de ambos: no plantear desde una perspectiva justa la organización política de la sociedad. En catalán la palabra reto (repte) se parece a la palabra rapto (rapte), y esta es la palabra que describe el estado del reto. Ambos polos lo secuestran. Los espacios de opinión pública se encuentran separados herméticamente de tal manera que no hay suficiente intercambio de ideas, por lo que no hay diálogo posible. Se presenta al otro sin arreglo a la verdad asimilándolo a un traidor, un oportunista y un egoísta o como un ser encallado en el pasado, un ser impermeable e insensible a las demandas razonables o un antidemócrata nostálgico del autoritarismo -argumento este que, debido a su particular vileza,se ha de recordar, sería impensable emplear contra la República Francesa o la República Federal Alemana cuando ejerciesen su soberanía frente a sus régions o Bundesländer respectivamente si invadiesen su ámbito competencial. Se asume, ya no con convencimiento, sino acríticamente, el elevadísimo grado de verdad y bien en las demandas propias y se desconsideran las del otro.

Ante este escenario político, creo necesario centrar nuestras energías políticas en derretir las barreras para la interlocución, practicar conjunta y honestamente la deliberación, tomar en serio las instituciones de la democracia y entenderla como algo más que convertir al enemigo en el adversario(como propone Chantal Mouffe).

Sólo esta vía nos podría conducir a una convivencia por todos deseable.


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