Revista Cultura y Ocio

El rey de nada – @_vybra

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Las siete de la tarde y a lo lejos ya veo a Germán acercarse arrastrando el carrito donde guarda todas sus pertenencias. Desde aquí no percibo si sonríe o su rostro luce el ceño fruncido, pero sí que camina tan erguido como siempre y que el abrigo marrón de mi padre le queda como un guante.

Me gusta su porte. Es alto, sobrepasa escasamente el metro noventa y su constitución aún refleja que hace años fue un atleta. Apenas habla de su pasado. Todo lo que sé de él me lo ha regalado con cuentagotas en cada conversación compartida en el banco de este parque frente a mi trabajo.

Recuerdo la primera vez que le vi. Estaba de pie, rebuscando en su carro algo que jamás encontró y aún se pregunta si alguna vez le perteneció o solo creyó poseerlo. Su rostro sucio estaba decorado por el río de limpieza que las lágrimas dibujaban en su caída y su pelo negro parecía pintado por el brillante de sus canas.

Me acerqué a él, no sé por qué, y su mirada me paralizó completamente al tenerlo enfrente. Nunca le había visto, desconocía su nombre, edad o situación, pero sus ojos me miraban de un modo tan familiar que creí reconocerme en ellos. Me tendió la mano. Por inercia, alargué la mía y sonreí al ver sobre mis dedos una diminuta flor violeta. Al ver mi sonrisa, se relajó y dejó de buscar en su carro para preguntarme mi nombre.

— Me llamo Sonia.
— Encantado, soy Germán.
— Es un placer.

Y así, sin más conversación, me despedí para volver a mi trabajo.

Al día siguiente, en mi descanso, le busqué, o más bien le encontré, en el mismo lugar y rebuscando, de nuevo, entre las cosas de su carrito. Le invité a sentarse a mi lado y a compartir la comida que había preparado para ambos, con la esperanza de verlo de nuevo. Entre bocado y bocado, Germán me explicó que en esa plaza hacía un año habían matado a un hombre en una reyerta por amor; que unos metros más allá había vivido una espía británica y que los gatos jamás maullaban cerca de la fuente porque echaban de menos el agua que ya no brotaba de ella.

La hora de la comida se me pasó volando y, antes de volver, le pregunté a Germán si podía regresar al día siguiente a disfrutar de su compañía. No respondió, tan solo sonrió mientras me regalaba de nuevo una pequeña flor morada.

Esa comida juntos fue solamente la primera de otras tantas y ahora, mientras le tengo cada vez más cerca, me doy cuenta que desde ese día han pasado más de dos años en los que nos hemos hecho amigos. Nunca nos vemos fuera de la hora de la comida. Cuando salgo de mi turno nunca está y por más que he intentado saber dónde duerme no lo he conseguido y, a cambio de que dejara de preguntarle, Germán ha accedido a aceptar que le traiga ropa de abrigo, enseres de higiene o algún que otro capricho.

Por fin frente a mí.

— Buenas tardes, Germán. ¿Hoy vienes con apetito? He preparado moussaka.
— Buenas tardes, Sonia. Estoy hambriento.

Y así, con un breve saludo, toma asiento a mi lado y le entrego su ración de comida que los dos devoramos con prisa para disfrutar de lo que a ambos más nos gusta, la conversación de después.

Germán fue maestro, hace mucho tiempo. Daba clases en un colegio religioso del que fue despedido por su peculiar manera de enseñar, en la que el razonamiento era más importante que los dogmas y el debate pesaba más que la imposición.

No sé por qué razón terminó en su situación actual. Su única explicación al respecto fue que su vida se tiñó de mala suerte y perdió el rumbo sin poder encontrar de nuevo la dirección. Le incomoda hablar de él, así que con cada encuentro he ido aprendiendo que quien quiere hablar no necesita de preguntas.

Mientras nos sirvo un café calentito directo del termo, Germán ha colocado sobre su regazo un pequeño ajedrez y, con la calma propia de quien hace años que ha renunciado a la ira, coloca una a una las piezas en su posición.

Le miro, ensimismada por la dulzura de sus gestos, mientras mueve las piezas en una partida contra sí mismo.

Nunca he sabido jugar al ajedrez, he de reconocerlo, por lo que no sé si las mueve al azar o estoy siendo testigo de la batalla de un genio contra sí mismo.

Entre movimiento y movimiento, un trago al café y una explicación para mí.

— Sonia, estos chiquitines son los peones. Siempre, delante. Digamos que su pequeño tamaño no les ha servido de salvoconducto para librarse de la batalla. Son valientes, quizá unos suicidas que tiemblan de miedo, pero no dejan que este les derrote, ya que él no es su enemigo.

No sé qué decirle. Solo observo con el café calentándome los dedos. Ni siquiera bebo.
Sus manos siguen por el tablero y, tras moverlo, me muestra una pieza a la que ha llamado alfil.

— Mira, el alfil. Hay dos y para mí son comparables a unas delicadas bailarinas que se mueven despacio, con delicadeza, con paso firme y actitud serena. Parecen limitadas, eso es cierto, pero nunca debes menospreciar sus movimientos.

El viento sopla con fuerza hoy y, tras cederme su bufanda para cubrir mi cuello, Germán se bebe su café de un trago para seguir con el juego.

— Estos son los caballos y, al igual que en la naturaleza, sus movimientos por el tablero son más libres que los de sus anteriores compañeros. No campa libre, no puede hacerlo, porque, pese a ser una pieza, forma parte de un todo.

Tras sus palabras soy yo la que se bebe el café de un sorbo para que nada me distraiga de Germán, el tablero y su voz.

— Las torres, las estrategas. Ellas atacan sin olvidar lo que defienden y son poderosas, pero, como todos, también tienen punto débil.

Asiento, no por el ajedrez, ya que no juego, reviviendo en mi cabeza cada vez que me he sentido fuerte y he caído tras perder.

— Esta señora es la dama, la bella guerrera del tablero y aquella cuyo sacrificio puede decidir la partida. Ella protege sin perder de vista al rey. Es su escudo, su lanza y su fortaleza.

Germán guarda silencio. Su mirada parece buscar algo en el horizonte y sus ojos se llenan de agua al no encontrarlo, salvo en el recuerdo.
Dolido, o tal vez resignado, vuelve su atención al tablero para coger la última pieza y, con gesto firme, depositarla en mi mano.

— El rey, la pieza más importante del ajedrez. Sonia, todas las piezas lo protegen en todo momento. Esa es su misión y su batalla es defenderlo hasta la muerte. Todos los movimientos de las piezas son para que nada ataque la tranquilidad del rey mientras él, sabiéndose privilegiado, ve la partida en un segundo plano hasta verse atacado. ¿Parece que él es lo único que importa, verdad?, ¿que los sacrificios de las otras piezas no importan si él sigue en pie? Sí, tal vez sea así, pero en el ajedrez, como en la vida, cada pieza es importante. Rey solo hay uno, de ahí su importancia, pero sin ninguna pieza alrededor, es el rey de nada.

Tras decir eso, Germán recoge las piezas una a una y en silencio para devolverlas a su carrito. Como cada día, como despedida, Germán deja en mi mano una flor de color morada y se aleja mientras lo observo.

Hoy, sin que me diera cuenta, Germán ha dejado a mi lado la dama blanca. La cojo, pensando por un momento que fue casual su olvido para entender, minutos más tarde, que con su regalo también me ha nombrado la dama de su reino.

No puedo evitar sonreír con su gesto y de camino a mi puesto de trabajo pienso en aquellos que forman parte del ejército en la partida de mi vida sin adoptar la forma de peones, alfiles, caballos o torres.

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