Revista Viajes

El rockero que se enamoró de una hippie

Por Belilo @BeatrizLizana
mota

Fortaleza de La Mota en Alcalá la Real

–Si cierras los ojos te concentrarás más y mejor en la música. Siente la vibración de los djembés en tu cuerpo–. No podía. Unas trenzas de colores que se movían a latigazos me tenían hipnotizado, más que las cariocas que aquella hippie hacía bailar con sorprendente habilidad. Ni los círculos de fuego que se dibujaban en la oscuridad de la noche me desconcentraban de sus espasmos rítmicos. Se me antojaba un hada de pies desnudos.

Aún no me podía creer que estuviera en el Etnosur. Como rockero empedernido no le había dado ninguna credibilidad a este festival de música étnica, pero ya me estaba arrepintiendo de haberme perdido las quince ediciones anteriores. Sin duda volvería a cruzarme España entera. En otro coche compartido. Y sin dinero. Porque el Etnosur hay que vivirlo para entenderlo, ahora sí puedo decir que lo conozco en todo su contexto: pequeños recitales en plazas con encanto, circo para adultos y pequeños, comidas de todo el mundo reunidas en el piripao, grandes conciertos en el recinto ferial, talleres en edificios históricos, conferencias, mesas redondas, exposiciones, cine… Todo ello gratuito y repartido en diferentes localizaciones por todo el pueblo, muy bien integrado con la gente del lugar. Es un espectáculo de tres días para disfrutar con todos los sentidos, que se me está acabando. No sólo son las actividades, también me ha encandilado el entorno. Me gusta incluso su calor excesivo, seco, de interior. Alcalá la Real es una isla que asoma entre el mar de olivos que unen Jaén, Córdoba y Granada; como su festival, no entiende de fronteras.

La joven empezó a girar sobre sí misma y con ella su falda. Se le dibujaban las mismas olas que al derviche que bailó la noche anterior junto a aquella banda turca. Relajó la expresión de su cara y aumentó la velocidad en las vueltas. La tela se le despegaba del cuerpo peligrosamente hacia las bolas de fuego que aún mantenía en alto.

El rockero que se enamoró de una hippie

Cariocas de fuego

–¡Corre! ¡No quiero perderme la batucada!– gritó Daniel. Los músicos bajaron del escenario cargados con sus instrumentos dispuestos a mezclarse con el gentío. Y yo perdí de vista a mi hechicera. Se la comió la muchedumbre que avanzaba hacia el escenario: cientos de personas buscaban el mejor lugar para ver pasar el desfile. Tanta gente moviéndose levantó un polvo que, mezclado con el olor dulzón de la marihuana, me hizo toser y echarme media cerveza encima. El líquido bajó por mis piernas para acabar en el morro de un perro sediento; reí a carcajadas por las cosquillas que me producía el tacto suave de su lengua lamiéndome los dedos.

Conseguimos subirnos a la pequeña muralla que separaba el ferial de un colegio a fuerza de empujones. La visión era espectacular: unas quince personas tocaban tambores de todos los tamaños, cinco más andaban con calzas un metro por encima de la gente y en el centro estaba Marlui Miranda subida a una pequeña plataforma con ruedas. De fondo y en lo alto de la montaña, la fortaleza de La Mota iluminada. Un encuadre perfecto para sumar una fotografía más a mi recuerdo.

El desfile se iba desplazando lentamente por entre las más de cinco mil personas que asistían al espectáculo. “Por essa chuva a cair lá fora, na cara”. Con los brazos alzados al cielo, la voz de Marlui resonaba por encima de los tambores: invocaba a los dioses de la naturaleza. Y la escucharon. De pronto empezó a caer una fina lluvia que me supo deliciosa en aquella calurosa noche. “Por essa chuva a cair lá fora, na cara”. Allí estaba. Era ella. La reconocí por sus inexistentes zapatos y sus trenzas. Cogió mi mano y con ella se acarició la cara. Su sonrisa lo dijo todo. Llovió magia.

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