Revista Cultura y Ocio

El Temerario remolcado a dique seco / Bond sublimado

Por Calvodemora
El Temerario remolcado a dique seco / Bond sublimado
De Skyfall, la última de Bond, de la que me gusta casi todo, me quedo con la parte menos viril, la que no ofrece la violencia al uso o incluso la que no muestra al Bardem portentoso. Es justamente la parte de la trama en la que no existe tal trama y no se añaden elementos narrativos que la hacen avanzar. No sucede casi nada, pero lo que ocurre informa de algo relevante sin cuyo concurso (tal vez) no sería posible comprender lo demás, es decir, las persecuciones, la venganza, toda esa morosa deconstrucción del héroe que Sam Mendes y su equipo de guionistas priman a la hora de contarnos cómo es James Bond en el siglo XXI y hacia dónde camina la franquicia en entregas posteriores. Sucede cuando Bond (un austero y pragmatico Daniel Craig) acude a un museo para que Q, el clásico suminstrador de logística, le ponga al día sobre el nuevo material de derribo. Ahí observamos al héroe entregado a la contemplación del arte, ensimismado, embebecido, consciente (dolidamente consciente) de que como el Ulises del poema de Tennyson que cita M su vida naufraga y se iza en el desastre, se acomoda en el mal y encuentra asideros desde donde pujar de nuevo. El cuadro que observa, El HMS Temeraire remolcado a dique seco, pintado por William Turner, es en realidad una visión paralela de la historia del propio Bond. La gloria de la Marina Británica, el buque a vela insignia del Imperio, es retirado por una máquina de vapor, llevado a los astilleros para que acabe desmembrado. Ese espejo casual, en el que Bond no desea verse, marca el tono gris del film, su vocación épica (siendo a pesar de todo, en apariencia, la película menos épica de la saga)
El Bond íntimo de Mendes es un tipo con unas inquietudes que antes desconocíamos. Del Bond crepuscular de Mendes, el primero inscrito en esta lectura sentimental del espía, me quedo con cierta metafísica barata que, ya puestos, no difiere en demasía de la que uno pueda sacar a relucir en el día a día, sin entrar en honduras. Hermanados ya James Bond y un servidor, engullidos por el abismo, como escribió el poeta Tennyson, corazones heroicos de temple similar, veo la película como un actioner melodramático. Algo parecido a lo que Christopher Nolan ofreció en su trilogía de Batman. Algo parecido a lo que jamás logrará Ethan Hunt o Jason Bourne salvo que, a petición del graderío, vuelven los grandes poetas griegos y se les encomiende reescribir la épica bondiana.
No sé si a la salud del negocio le interesa un Bond introspectivo, pero no tengo ninguna duda sobre la bondad de esta revolucionaria idea a beneficio cinéfilo. En cierto sentido, con Skyfall, la serie de James Bond no incurre en la mecánica previsible de otros blockbusters y airea, privilegiando al iniciado, una especie de tour de force entre el pasado y el presente, entre la orfandad del personaje (ya vislumbrada en Quantum of Solace) y la respondabilidad del oficio que desempeña. Es cierto que el mito ha sido dejado a la deriva, pero lo ha hecho humano, cercano. Le han puesto delante un espejo y le han obligado a mirarse como nunca antes lo hizo. Lo han asesinado y lo han resucitado. La impostada epifanía pop del personaje ha mutado en un melodrama intimista.


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