Revista Cultura y Ocio

El tiburón

Publicado el 03 marzo 2015 por Isabel Sanchez Coloma @peteryarek

Era un día negro, completamente negro, salvo por los relámpagos que volvían morado el cielo y los rayos que caían a la tierra y al mar. La olas, de mas de diez metros, chocaban con fuerza contra las rocas del fondo, y cubrían por completo la playa, de la que ya no se veía nada de la arena. El viento soplaba con fuerza, derribando los árboles mas flojos y llevándose las veletas que había en las casas. Era un día de miedo, un día que ya había sucedido, en cierto modo.

Max estaba sentado, como cada mañana, en el precipicio de rocas puntiagudas que se alzaba sobre la playa, mirando sin parpadear el va y ven de las olas. Estar allí sentado siempre le había tranquilizado, siempre le había hecho sentir, de algún modo, que formaba parte de la naturaleza y que la naturaleza formaba parte de él: en una ciudad tan grande y contaminada como la suya, aquello era un alivio. Pero aquella vez no. Aquella vez miraba al mar con miedo, como si este no fuese su viejo amigo, si no una fiera que buscase terminar con su vida. Max, desde pequeño, había estado enamorado del mar, y por eso se había hecho surfista. El poder estar en el agua, con su tabla, siguiendo las olas e intentando dominarlas le hacía sentirse único y vivo, le hacía sentir que la vida realmente valía la pena, pero ahora tenía pánico con solo acercarse a la arena. Su vida había sido maravillosa, hasta aquél fatídico día en el que se había topado con aquél ser.

Había sido en una mañana de primavera, una tormenta se acercaba a la ciudad, pero aun quedaban un par de horas de buen tiempo y oleaje moderado. Eran las nueve, y Max nadaba sobre su tabla, mar adentro, aunque no demasiado lejos, en busca de una buena ola que pudiese cabalgar. Estaba con Jhon y Ryan, sus dos mejores amigos. Los tres habían empezado a surfear a la vez, cuando apenas tenían cinco años: el padre de Ryan, surfista profesional, les había enseñado. Los tres iban nadando y riendo, hasta que se pararon para esperar a que viniese la ola perfecta, entonces había sucedido. Ryan había sido el primero en notar que algo no iba bien, y en asustarse:

Max no podía quitarse aquella escena de la cabeza. Había pasado hacía ya un mes, y seguía recordándolo como si lo estuviese viviendo en aquel momento. Nunca habían encontrado al tiburón, ni ningún trozo del cuerpo de sus amigos. No tenía nada. No había tumba, no tenía sitio adonde ir a llorar, mas que a aquel precipicio. Se sentía culpable, tendría que haber reaccionado cuando el monstruo tiró a Jhon al agua, tendría que haber ido tras él para devolverle a su tabla, tendría que haber golpeado al tiburón en el morro, como tantas veces le habían enseñado, o tendría que haber servido de cebo para que sus amigos pudiesen escapar, para que hubiesen tenido una oportunidad. Peor no había hecho nada. Había observado, quieto, como la bestia se comía a su amigo, y después había permitido que diese caza a Ryan. Era su culpa, todo era su culpa. Su padre le había dicho que no pasaba nada, que lo atraparían, que le darían caza al tiburón y vengarían a sus amigos, pero sabía que eso no iba a suceder, porque había mirado a los ojos al tiburón y este le había mirado. Había visto su sonrisa, y había sabido con certeza que este se estaba burlando de él, que le había quitado lo más preciado que tenía, para torturarle, y que cuando hubiese pasado el tiempo suficiente y volviese a meterse en el mar, volvería para comérselo a él. Pero no podía más, no podía vivir con esa idea, y mucho menos podía concederle al tiburón la oportunidad de terminar con aquello: no quería morir entre sus fauces, pero tampoco quería vivir sin volver a entrar en el océano, sin surfear. Se puso en pie y anduvo, lentamente, hacía su casa. Estaba completamente empapado. Llevaba puesta una camiseta de manga corta azul con la irónica frase de "Ocean Pacific", y unos pantalones vaqueros cortos, que chorreaban agua. Su pelo rubio estaba pegado a la cabeza, sin la característica cresta con la que se le solía ver cuando estaba fuera del agua. Sus chanclas resonaban, empapadas, sobre los charcos de agua. Para cuando llegó a su casa ya no quedaba ni una sola gota de él que estuviese seca. Abrió la puerta lentamente, y cerró de un portazo, sabiendo que no molestaría a nadie, pues sus padres estaban trabajando. Subió al cuarto de su padre, abrió el segundo cajón y cogió la pistola que este guardaba y que estaba siempre cargada, pero con el seguro puesto, por si alguien entraba en casa mientras dormían. Fue a su cuarto y cogió la carta que había encima del escritorio y que había escrito hacía ya una semana, y entró en el baño. Se quitó la ropa, para no mancharla, cosa absurda, pues nadie iba a volver a usarla, y se sentó dentro de la bañera. Puso la carta fuera, en el suelo, apuntó con el arma a su frente, y sin pensárselo dos veces, pues llevaba una semana dándole vueltas, apretó el gatillo, deseando en el último segundo que el tiburón se lo hubiese comido a él, y no a sus amigos. Para cuando sus padres llegaron, la bañera ya estaba completamente llena de la sangre de aquel chico de catorce años, al que el mar se lo había quitado todo, y le había perdonado la vida, y su cuerpo estaba completamente frío y blanco. Para cuando llegaron, para cuando quisieron darse cuenta de lo que había sufrido su hijo, y del poco caso que le habían hecho, haciéndole simples promesas de que vengarían la muerte de sus dos almas gemelas, ya era tarde. Para cuando quisieron ayudarle, ya no había nadie a quien ayudar. El tiburón le había quitado la vida a él también, aunque de forma indirecta.


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