Revista Cultura y Ocio

El tiempo, ah el tiempo

Por Calvodemora

La vida por delante
No siempre tiene uno toda la vida por delante. En ocasiones tiene media vida o un cuarto escaso y magro de vida o incluso un trozo irrelevante de vida. Lo bueno de la vida es que se acaba. Lo malo es que se acaba. Ahí, en esa finta filosófica, en ese limbo, es en donde campa a su antojo la diosa incertidumbre, que es la diosa fundamental en estos tiempos de relativismo brutal. A mí el relativismo me encanta, me pone, me da mucho juego intelectual, caso de que haya algo en este mundo que saque de mí el posible lado intelectual que todos, unos más, otros menos, todos llevamos dentro. El mío, ya digo, tocando el tema metafísico, la parte mística, se pone a cien se enerva, se encrespa, se iza como un fuego de arttificio en una plaza de pueblo.
El río de Heráclito
Hay otros dioses, hay otros objetos de culto, pero ninguno al que nos postremos con más decidido fervor que el tiempo. A él nos une la filiación esencial. De tiempo es de lo que estamos hechos. Tiempo es lo que ganamos o lo que perdemos en cada preciso instante. Todo lo demás es una extensión de esa realidad insobornable. Somos el río de Heráclito, somos el incansable río de las horas, el río de Jorge Manrique, el río fluyendo hacia la eternidad que Borges quería ver en los fiordos nórdicos o en los arrabales porteños. Somos esa materia inasible de forma incesante e inabarcable. El tiempo, el infinito. El único tesoro posible. Nada en en sus afueras existe, nada me alcanza, a nada bajo su protectorado temo. Todo es una extensión de su causa, todo se contamina de su largo beso. Ninguna religión ha formulado jamás otro discurso que el del tiempo, que es la gran trampa, el chantaje absoluto. Todos los dioses han sido sus mentores; todos, según capricho de sus acólitos, sus verdugos.
Libro de horas
No siempre tiene uno toda la vida por delante: la vida se adelgaza, se obceca en contradecirnos, en malgastarnos, en conducirnos (malamente) a lo que niega. Vivimos en esa tiranía: en el reloj homicida, en el tiempo que no podemos gobernar. El resto, todo lo demás, se aviene a nuestra causa, pero el tiempo no se deja, no se doma, no se retiene. Toda la filosofía es un guirigay obsceno de palabras que únicamente buscan entender qué es el tiempo. Todas las religiones ofrecen en su quincalla espiritual bálsamos que curan el espanto del tiempo. Porque el tiempo es espanto, es toxina, es miedo. Toda la literatura, incluso la más frívola, la de menor fuste y de más superficial hondura, se entrega a ese enigma: qué es el tiempo, de qué oscura materia estamos hechos, a qué tenebroso final nos empujan las horas.
Palabras más, palabras menos
No siempre le entiende a uno: va por ahí soltando palabras, explicándose, cerrando los caminos inútiles y abriendo la fértil senda del significado, pero las palabras se enredan, las palabras se malogran y, al final, las palabras sirven justo para el cometido contrario para el que fueron creadas y el que escribe, sin entender, se vacía, se desocupa de sentido y cae en la ciega ciénaga del anonimato. No somos nada, no somos mucho, no somos jamás ningún todo fiable, ninguna evidencia perdurable. Nos vamos muriendo, nos vamos yendo, nos vamos gastando.
Catedrales
Al principio fue el pecado, el peso hueco de la culpa, la baba oscura de los dioses. Luego se construyeron las catedrales. Una catedral se mide por el hambre y el padecimiento de quienes las construyeron y por la fascinación eterna que causan en quienes las miran desde afuera, embebecidos de pequeñez, convertidos en piezas de un mecano gigantesco que no se alcanza a entender por mucho que uno crea o descrea. Yo me tengo por un descreído feliz y no albergo sustancia reprobatoria que me aleje de ese idea primaria, pero me inclino todo lo que puedo ante el asombro de las catedrales. Ayer vi por vez primera, bien de cerca, una que me pilla cerca, la de Granada. No pude entrar.. Limité mi admiración a la piedra que tutela sus adentros y la rodeé con admiración y respeto. Pensé en el sufrimiento y en la injusticia, en Dios y en el hombre, en la fe y en su ausencia, en la vigilia de los siglos y en la absurda cuenta del tiempo. Y el hecho de que el edificio estuviese cerrado me conmovió más si cabe. Pensé en la belleza protegida, en toda esa opulencia cerrada al público, gobernada por el clero. Imaginé que el estamento eclesiástico perdura como custodio de un secreto. Creo en la vigencia de la metáfora, en la comunión del hombre con lo que no ve. No creo en todo lo demás.

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