Revista Coaching

El tiempo de los cobardes

Por Jlmon

EL TIEMPO DE LOS COBARDES
La impotencia es el refugio de los cobardes.
Desde los inicios de la Gran Turbulencia, muchos han sido los que no han podido resistirse a la comparación con La Gran Depresión. Sin embargo, pocos han sido los que han ido más allá de las causas específicas o puramente anecdóticas. Pero, aun han sido menos los que han hurgado en las reacciones más allá del carisma rusveliano o el sentido común keynesiano. Sin embargo, la respuesta generalizada a la hecatombe económica que estalló en 1929 es perfectamente visible a poco que uno se esfuerce: cobardía.
Cobardía concentrada en los aparatos de poder decisivos. Cobardía política a uno y otro lado del océano, pero aún más acentuada en las esferas financieras. Desde el gobernador del Banco de Inglaterra, el oscuro y enigmático Montagu Norman, a su homónimo francés Èmile Moreau, xenófobo y ridículamente puntilloso, pasando por Benjamin Strong, presidente de la FED de Nueva York, un juguete roto oculto tras la mascara del enérgico ejecutivo y terminando por el no menos tragicómico Hjalmar Schatch, presidente del Reichbank germano, quizás el más brillante del cuarteto, pero también el más rígido e inflexible. Estos cuatro Señores de las Finanzas, como les llama Liaquat Ahamed cuyo libro del mismo título no me cansaré de recomendar, encarnaron en gran medida la cobardía que acabó conduciendo al mundo a algo más que una turbulencia cíclica.
Comparar la Gran Depresión de los años treinta del pasado siglo con la Gran Recesión actual no pasa de ser un ejercicio de empirismo ingenuo, al menos en lo que a cronología factual y reactiva se refiere. Sin embargo, existe un paralelismo cierto y evidente: cobardía. No podía ser de otro modo o , mejor dicho, sólo existía una posibilidad entre mil de que ocurriera lo contrario, un auténtico cisne negro. La Gran Depresión fue el primer tono de aviso para el fin de un modelo que necesito de un epilogo adicional protagonizado por la ausencia generalizada de inteligencia en que se convirtió la Segunda Guerra Mundial. En definitiva, la burbuja inmobiliaria de Florida, la locura del Jueves Negro, las instantáneas de Dorothea Lange, los tambores y fanfarrias de los camisas pardas o las parodias trágicas de Charlot no ocultaban otra cosa que un fenómeno tan natural como las mareas: cambio, muerte y nacimiento.
Aunque pueda parecer una contradicción para una especie de éxito, los humanos presentamos una tolerancia prácticamente inexistente en lo que al cambio se refiere. El cambio está siempre asociado a la incertidumbre ante lo desconocido. Proclamamos amar con delirio el progreso, pero rara es la ocasión en que no reaccionamos con hostilidad o al menos indiferencia ante una exigencia de cambio. Cuando éste ya se ha producido y consolidado, las adhesiones al nuevo estado de las cosas llegan por millones, mientras los políticos ensalzan las virtudes del sacrificio que nos ha permitido conseguirlo, cuando, en realidad, ha sido la fuerza de los hechos la que nos ha arrastrado a ese nuevo horizonte del que permanentemente renegábamos.
Roubini se ha convertido en el gran profeta de lo específico, pero, de partida, nos encontramos con un error de definición: esto no es una recesión, sino un cambio de modelo en toda regla. Un fenómeno que se inicio hace ya veinte años y que no pocos han anunciado. Este no es el final del modelo anterior, pero sí la confirmación cierta de su pronta defunción. Las agonías de los modelos son lentas y dolorosas, pero la resistencia fundada en el miedo las hace aún más dramáticas para quienes las viven refugiados en la falsa seguridad de la impotencia. Protagonizar la agonía no exime de dolor, pero éste se convierte en sacrificio que se recompensa con el éxito. Vivir la agonía significa protagonizar el dolor, la resistencia suicida del cobarde.
Lo que está por llegar no será ni peor, ni mejor, simplemente distinto. Los nuevos modelos no son buenos en sí mismos. Nacen con la impronta de la inocencia que, tarde o temprano convertiremos en virtud para devenir en pasiva seguridad que acabará engendrando su momento final. No seremos más felices, ni más libres o más opulentos, simplemente seremos diferentes. Finalmente llegaremos a ese punto. Pero lo que ahora está en juego es cómo queremos llegar a ese momento. No existen optimistas o pesimistas mal informados. Tan sólo cobardes acomodados o valientes inspirados en el sacrificio.
Hoy por hoy, vivimos tiempos de cobardes. Cuando el destino nos alcance, ojala que podamos mirar hacia atrás con orgullo en lugar de confusión.
Imagen : Dorothea Lange


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