Revista Cultura y Ocio

El último día – @Sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Me arrepiento de ser madre. Sí. Me arrepiento. Lo reconozco. Y me avergüenzo.

Miro a mi hijo y siento el amor más inmenso que jamás imaginé que pudiera sentir, el más bonito, con diferencia… pero luego me miro a mí misma, miro mi vida, y no me gusta. Y quiero salir de aquí corriendo. Huir.

Cuando vas a ser madre todo el mundo te da la enhorabuena, se alegra por ti, te dice lo maravilloso que es… pero ¿y lo malo? Nadie te habla del agotamiento, de que no vas a tener vida, de lo ingrato que es, del esfuerzo que supone y de las pocas recompensas que obtienes por tu enorme sacrificio, de que te sientes constantemente frustrada, juzgada, sola…

No cambiaría a mi hijo por nada. Pero cambiaría mi vida por la que tenía antes de tenerle. Lo reconozco. Y me siento culpable. Así que no digo nada. A nadie. Porque no quiero que parezca que no le quiero. Porque no es así. Le quiero más que a mí misma. Pero me arrepiento de ser madre. Porque la palabra madre tiene a su alrededor un constructo social que me aterra, que me oprime, que me ahoga, y en el que no me siento cómoda.

El día que te enteras de que estás embarazada sabes que es el primer día de tu nueva vida, y te ilusionas con todo lo que te espera en esta aventura. Pero también es el último día de muchas cosas. El último día en el que tú eres tu prioridad; el último día que descansas a pierna suelta, sin preocupaciones; que sales a tomar algo sin mirar el reloj o el teléfono con cargo de conciencia; el último día que te sientes libre, que no tienes miedo constante…

Cuando decidí adoptar a mi perro todo el mundo me dijo “¿Estás segura? Que un perro es mucha responsabilidad, que le tienes que sacar todos los días tres veces por lo menos, aunque llueva, piénsatelo bien”… Y, sin embargo, cuando comuniqué que estaba embarazada, todo eran lágrimas de felicidad, abrazos, caricias en la barriga… Tenemos idealizada la maternidad. Nadie me preguntó si era una decisión perfectamente meditada, si sabía dónde me estaba metiendo, ni me contó sus penurias en primera persona… No, porque de eso no se habla, no está bien visto, es políticamente incorrecto. Pues, sinceramente, lo hubiera agradecido. Me hubiese gustado que alguien me hablase con franqueza, que se sincerase conmigo como lo hago yo ahora con vosotros.

Seguramente muchas madres, aun siendo conocedoras del sacrificio que supone, ya no sólo económico (que también, porque un hijo es un producto de lujo) sino de todo lo demás que se les viene encima, de lo difícil que es, de la enorme responsabilidad, de que no estás preparada mentalmente ni formada para ese nuevo papel que tienes que desempeñar… decidirían seguir adelante con ese proyecto. No lo dudo. Pero otras, otras inconscientes como yo, otras que ven el ser madre como “lo que hay que hacer”, a lo mejor hubiésemos reconocido que era una carga demasiado grande, que no estábamos preparadas para renunciar a tanto, para tolerar tanta frustración, para asumir que, por mucho que lo intentemos, las cosas no van a salir como queremos que salgan… Y así hoy nos evitaríamos echar la vista atrás y pensar que, si llegamos a saber que ser madre es esto, quizá no lo hubiéramos hecho.

Recuerdo mis clases de preparación al parto, un absoluto coñazo, pero bueno, necesarias para resolver las dudas de ese momento tan nuevo para mí. Y después, cuando di a luz, fue el momento de mayor adrenalina de mi vida. Jodido, sí, pero precioso. Y entonces vi a esa personita que había salido de mí, que la había creado yo, y el mundo me parecía maravilloso. Pero, cuando vuelves a la realidad, te das cuenta de que tu vida está patas arriba. Y no sabes qué hacer. Estás perdida. Acojonada. Y de repente todo el mundo te juzga. Si le das el pecho, si no se lo das, si le llevas a la guardería, si no le llevas… Hagas lo que hagas. Te juzgan siempre. Tú lees, te angustias, te sientes una mala madre, una inútil, o una egoísta. Y eso que haces todo lo posible por colgarte la medalla de “Madre del año”… Y entonces me pregunto ¿por qué no hay unas clases de preparación a la maternidad?, ¿o una academia, como las autoescuelas, donde te den un carnet que certifique que estás preparado para procrear? Porque, no nos engañemos, no estamos preparados para esto, la mayoría no, y no nos damos cuenta de que este será quizá el proyecto más importante de nuestra vida, que tenemos en nuestras manos a futuros adultos y que es nuestra responsabilidad educarlos bien. Porque muchas de las cosas que sufrimos son consecuencia de los errores que cometemos al educar, y eso es porque no nos preparan para ello. Y porque educamos con el ejemplo. Y si estás frustrada, tus hijos serán el reflejo de tus frustraciones.

Si me paro a pensarlo, todo esto empezó con la baja maternal. Me negué a compartir una parte de ella con mi pareja porque para eso había llevado yo a esa criatura en mi interior y me había desgarrado las entrañas para traerla a este mundo. Y a él tampoco le importó, total, una madre es una madre, y un hijo tiene que estar con ella. Y ahí empezó la trampa. Establecí unas dinámicas durante los primeros meses que luego difícilmente pude cambiar cuando tuve que volver a incorporarme al trabajo. Seguí levantándote por las noches cuando el bebé lloraba, pasaba todo mi tiempo libre con mi retoño a mi vera… y luego, claro, que si el niño tiene “mamitis”. Y qué bonito que tu hijo te quiera y te necesite, sí, pero menudo arma de doble filo…

Así que aquí estoy, entre mi afán por acapararlo todo, como si pudiera, y que el padre se relaja cada vez más, me paso el día quejándome de que él “no me ayuda”, y cuando lo hace me sorprendo a mí misma repitiendo una y otra vez “quita, ya lo hago yo, que tú no sabes”… Y me enfado. Y me agoto. Y mi pareja se resiente. No sé cuántas veces me he sentido desfallecer. Completamente derrotada. Descuidando mi relación con mi compañero porque no tengo fuerzas ni para tener sexo con él. Porque no tengo ni un momento de tranquilidad para descansar, o para darme una ducha y relajarme, y sentirme guapa, atractiva y deseable de nuevo… Y me siento culpable también por eso. Pero no tengo fuerzas ni para rebelarme, así que me resigno, asumo mi nuevo rol, mi nueva vida, y me acabo abandonando. Y me siento vacía y no soy capaz de ser feliz. Cuando, supuestamente, cuando tienes un hijo, no necesitas nada más para serlo… Pero la losa que cargamos las madres es increíblemente pesada. Y me siento engañada por lo que nos vendieron con la emancipación de la mujer. Porque ahora trabajamos, sí, pero en la mayoría de los casos, el peso de las responsabilidades en el hogar y de la crianza de los hijos siguen recayendo sobre nuestras espaldas, como viene pasando desde hace siglos. Y quien diga que no es verdad, miente o no es capaz de ver la realidad más allá de la suya propia. Porque, no seamos hipócritas, a los hijos, la mayoría del tiempo, nos los comemos las madres con patatas.

Y, en medio de toda esta vorágine, me he ido acostumbrando a dar a cambio de nada, a ser abnegada, sufridora, a querer a mi vástago por encima de todo, incluso de mí misma, a sentirme desbordada… Y me doy cuenta de que el amor no es suficiente, ni querer hacer las cosas bien (lo mejor que puedo y sé) y hacerlas con cariño, tampoco, porque nadie me lo agradece, ni ve el esfuerzo que estoy haciendo… Y ya nadie me sonríe mientras me acaricia la barriga ni me dice cosas bonitas, porque de repente ser madre ya no es bonito. Y cuando me quejo me dicen que tener un hijo es esto, que yo decidí serlo “así que ahora ¡apechugas!”. Y dejo de quejarme. Y me amargo. Porque tener hijos es bonito, sí, pero es aun más duro si cabe. Y, sin darme cuenta, mi vida ha cambiado tanto, en todos los sentidos, que ya no me gusta. Y pienso todo esto y me siento fatal. Y miro a mi hijo y le pido perdón. Perdón por no tener ni puta idea de qué necesita cuando llora y solo tener ganas de que se calle. Por desear que desaparezca aunque sea un minuto para poder respirar tranquila. Por sentirme aliviada cuando le abandono para volver a trabajar y recupero parte de mi independencia. Aliviada y culpable. Porque no nos olvidemos, de todo, siempre, la culpa la tenemos que tener nosotras.

Bueno, pues ¡¡ya está bien!! ¡¡estoy harta!! De que se viva la maternidad como una obligación, y no como una opción. De que las mujeres se sientan juzgadas por no querer serlo, y las que ya lo somos nos sintamos juzgadas por hacerlo a nuestra manera. Y, sobre todo, de que nos juzguemos entre nosotras. Exijo que dejemos de trivializar e idealizar algo tan importante, porque tener hijos no es un campo de rosas. No es lo que “tienes que hacer” sino que tienes que querer hacerlo. Y a ti, mujer, a ti te pido que medites muy bien esa decisión, porque no es algo que pueda tomarse a la ligera. Que asumas que igual de importante es hacerlo por voluntad y siendo consciente de lo que supone, como elegir bien a la persona con la que lo vas a hacer. Que asumas que el concepto de familia está cambiando, y que debemos avanzar hacia nuevas definiciones. Y que la primera que debemos cambiar es la de “madre”. Reivindico nuestro derecho a ser imperfectas, humanas, a quejarnos, a decir que estamos hasta los ovarios de nuestros hijos. Porque una madre no es un ser todopoderoso que es capaz de compaginar el cuidado de su prole, de su hogar, de su pareja, de su trabajo, y de sí misma sin agotarse. No, no lo es. Y porque, por el mero hecho de tener un útero, no eres una fábrica de hacer hijos. Eso tampoco. Así que, mujer, deja de sentirte culpable por todo. Porque no es tu culpa que la sociedad sea así, pero sí es tu responsabilidad cambiarla. Empezando a nivel personal para, poco a poco y entre todas, conseguir un impacto global. Y así, algún día, las mujeres dejaremos de ser juzgadas por todo lo que hacemos o no hacemos. Y, aunque quizá nosotras no lo veamos, habremos ayudado para que así sea. Y, como si de un hijo se tratase, lucharemos por ello, con uñas y dientes, hasta el último de nuestros días.

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