Revista Cultura y Ocio

El último encuentro, de Sandor Marai.

Por Igork

sandor marai Aparece Sándor Márai por un camino sin tiempo. Nos queda El último encuentro. Al fondo, el cielo arde en el hielo rojo del ocaso. Es otoño. Los campos y los bosques de su antiguo Reino de Hungría natal estallan en colores. Hace mucho que nadie se acuerda del imperio austrohúngaro. Llega él, Sándor Márai (1900-1989), uno de los escritores más populares de la Europa de entreguerras.

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El joven Márai

Sí, sus libros se vendían a carretadas y el prestigio que alcanzó su preciosa y exacta prosa igualó al de Thomas Mann o Stefan Zweig, el autor que se suicidó ofuscado por el pesimismo, ya que en 1942 creyó que las huestes de Hitler tomarían el mundo entero. Y con esto avanzo que esta historia de grandes escritores centroeuropeos no es feliz. Aquellos fueron años terribles, años de sangre y muros grises, con alambradas negras, flanqueados por torres desde donde se abatían los espíritus libres, que tan bien relató Nino Bravo. El libro puede encontrarse en cualquier librería normal y también está disponible en los portales de ebooks en los distintos formatos (PDF, ePUB, Kindle, Mobi, etc.). Márai en francés El último encuentroSí es feliz la literatura de Sándor Márai, el autor de El último encuentro, una de las mejores novelas cortas que he leído, junto a El Extranjero de Albert Camus, La Familia de Pascual Duarte de Cela, El jugador de Dostoievski, La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi y La Metamorfosis de Kafka. Seguro que me dejo alguna. ¿Bartleby, el escribiente de Herman Melville podría ser otra? ¿La familia de Pascual Duarte es una novela corta? Yo no lo sé, seguramente no. «Uno siempre conoce la verdad, la otra verdad, la verdad oculta tras las apariencias, tras las máscaras, tras las distintas situaciones que nos presenta la vida», nos dice Márai.
El último encuentro, de Sandor Marai.No deja de ser irónico que cuando el rodillo ruso arrasó Hungría, acusaran a Márai de escritor burgés. Tuvo que huir. Qué más da lo que fuera. Él, que retrató la decadencia de una sociedad burguesa en esta historia de dos amigos —No. Dos que fueron más que amigos—, que vuelven a encontrarse tras tanto, tras muchos años y largos silencios. La narrativa de Sandor Marai es de otra raza. Casi es pura, de una extraordinaria elegancia. Nada de dramatismos innecesarios en el viaje al pasado de este general para saber, o mejor dicho, para comprender que ocurrió y así, sacudirse del peso del ayer. De un acontecimiento que marcó su alma para siempre. Los espectros acuden, la voz de una mujer que ya no está revolotea sobre las cabezas de dos amigos que se citan tras cuarenta años sin verse. ¿Intentan, ambos, también entender, en la recta final de la vida, que hace que ésta sea preciosa? El caserón del general sirve para retratar la gloria de otros tiempos en una historia en que dos náufragos del mundo se reencuentran para, quizá, exorcizarse y poder vivir los últimos años de unas vidas que declinan sin remedio. ¿Un canto a la vida o la expresión de un tiempo que no volverá? La amistad extinta y las brasas de unas pasiones capaces de herir, tras tanto.
«La mansión lo comprendía todo, como una enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las mujeres y de los hombres de antaño. Comprendía también el silencio, como si éste fuera un preso fervoroso y creyente que se va muriendo poco a poco en el fondo del calabozo, dejándose crecer una larga barba sobre sus trapos y harapos, recostado en un montón de paja podrida».

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Sándor Márai

Mencionar, como uno de los mejores momentos de la literatura universal (disculpad, todo es opinable), la escena de caza. El cañón de la escopeta que bascula.
«Tú también te detienes en medio de los arbustos, te paralizas, tú también, el cazador. Sientes en tus manos un temblor ancestral, tan antiguo como el hombre mismo, la disposición para matar, la atracción cargada de prohibiciones, la pasión más fuerte, un impulso que no es ni bueno ni malo, el impulso secreto, el más poderoso de todos: mas fuerte que el otro, más hábil, ser un maestro, no fallar. Es lo que siente el leopardo cuando se prepara para saltar, la serpiente cuando se yergue entre las rocas, el cóndor cuando desciende de las alturas, y el hombre cuando contempla su presa».
El último encuentro, de Sandor Marai. Y no suelto más para animar a quien lea esto a levantar el libro de donde esté, si no lo ha hecho ya. La prosa de Márai es hermosa, es sutil, es un plato que tras la sencillez está increíblemente elaborado. Como la estructura del libro con saltos temporales constantes que, esta vez, no producen confusión en el lector. Una estructura al servicio de la historia.
ultimo encuentro Y volviendo al principio de esta reseña, la vida de Sándor Márai tiene un cierto paralelismo con el dramatismo de su obra. Así, Sándor Márai nace en 1900 en Kassa (Hungría). Viaja y se establece en Hungría, Alemania, Francia, Italia y Estados Unidos. Su nombre comienza a ser conocido en la literatura europea de los años 30 por su estilo cristalino y realista. Después de la guerra, en 1948 es obligado a exiliarse en Estados Unidos al ser considerado un autor burgués por el régimen comunista. ¡Qué mundo aquél! Desaparecido Márai, su obra, —novelas, teatro y poemas—, fue prohibida en la Hungría comunista, hecho que provocó que su narrativa fuese desconocida internacionalmente hasta la caída del comunismo en los países del Este. Tarde, demasiado tarde llegó la redención. Sus libros más notables son Música en Florencia, A la luz de los candelabros, El último encuentro, La herencia de Eszter, Divorcio en Buda. Sus libros se reeditan en Hungría tras la caída del muro. Europa y luego el resto de la galaxia lo volvieron a descubrir a principios de los años 1990 y ha sido traducido a diversos idiomas: inglés, alemán, castellano, catalán, italiano y portugués. Fue demasiado tarde; Sándor Márai se suicidó en febrero de 1989, en San Diego, California. Tenía 88 años. Era ya muy mayor. Dicen que estaba cansado de todo. Estaba olvidado para el mundo. Demasiado tiempo. Quién sabe. Quizá hubiera vuelto a su tierra natal para un último reconocimiento: el del público y el de los recuerdos. Y para acabar este homenaje a esta novela, no puedo evitar dejar aquí el arranque de El último encuentro.
«El general se entretuvo casi toda la mañana en la bodega del lagar. Había salido al viñedo de madrugada, junto con el vinatero, para ver qué se podía hacer con dos barriles de vino que habían empezado a fermentar. Eran las once pasadas cuando terminaron de embotellar el vino; entonces regresó a la casa. Bajo las columnas del porche de piedras húmedas que olían a moho le esperaba el montero, para entregar a su señor una carta que acababa de llegar. —¿Qué quieres? —le preguntó, y se detuvo con fastidio. Se echó atrás el sombrero de paja de ala ancha que le cubría la frente y le oscurecía totalmente la cara rojiza. Hacía años que no leía ni abría ninguna carta. El correo lo abría, examinaba y seleccionaba uno de sus sirvientes de confianza, en la oficina del administrador. —Un recadero acaba de traerla —dijo el montero, que se mantenía en posición de firme en el porche. Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó en el bolsillo. Entró en el frescor del vestíbulo y entregó al montero su sombrero y su bastón, sin musitar palabra. Sacó las gafas del bolsillo donde guardaba también los puros, se acercó a la ventana y se puso a leer la carta en la sombra rasgada apenas por algunos rayos que penetraban por las rendijas de las persianas medio echadas. —Espera —dijo por encima del hombro al montero, que se disponía a retirarse con el sombrero y el bastón. Arrugó la carta y se la guardó en el bolsillo. —Que Kálmán prepare el coche para las seis. El landó, que va a llover. Que se ponga la librea de gala. Tú también —añadió con énfasis, como si estuviera enfadado por algo—. Que todo esté limpio y reluciente. Que empiecen ahora mismo a limpiar el coche y el aparejo. Te vistes de gala, ¿entendido? Y te sientas al lado de Kálmán, en el pescante. —Entendido, excelencia —respondió el montero, mirando a su amo fijamente a los ojos—. A las seis en punto. —A las seis y media os vais —dijo, moviendo a continuación los labios en silencio, como si estuviera contando—. Os presentáis en el Hotel del Águila Blanca. Sólo tienes que decir que te he enviado yo y que ya está dispuesto el coche del capitán. Repítelo. El montero repitió las instrucciones. Entonces el general levantó una mano y miró al techo, como si quisiera añadir algo más. No dijo nada y subió al primer piso. El montero, firme, lo observó con ojos vidriosos, lo siguió con la mirada y esperó a que la cuadrada figura de anchas espaldas desapareciera por el recodo de la escalera de piedra del primer piso. El general entró en su habitación, se lavó las manos y se acercó al pupitre alto y estrecho, cubierto de paño verde, salpicado de manchas de tinta, donde había portaplumas, tinteros y cuadernos con tapas de hule a cuadros, como los que utilizan los colegiales para hacer los deberes, todos guardados con un orden milimétrico. En el centro del pupitre había una lámpara de pantalla verde y la encendió porque la habitación estaba a oscuras. Detrás de las persianas echadas, el verano quemaba el jardín lleno de plantas secas y de hojas arrugadas, como un pirómano colérico que incendiara toda la vegetación antes de desaparecer. El general sacó la carta del bolsillo, alisó el papel con gran cuidado y, con las gafas caladas, volvió a leer las frases cortas y rectas, escritas con letra fina, a la luz resplandeciente de la lámpara. Juntó las manos por detrás mientras leía».

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