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El último tren de Gun Hill: la venganza a veces es un plato caliente

Publicado el 16 octubre 2012 por 39escalones

El último tren de Gun Hill: la venganza a veces es un plato caliente

Si la conquista de un territorio virgen y la desaparición de la frontera y de una forma de vida es el tema principal del western en su vertiente sociológico-historicista, la venganza es la clave fundamental de los westerns más ligados a la acción y a la introspección psicológicas. En ocasiones, justificando así las objeciones morales que no pocos oponen al western, esta venganza se identifica absolutamente con una idea determinada de justicia entendida como una moral superior que otorgaría el derecho a la víctima de castigar el golpe mediante el ejercicio legítimo de la violencia. En otras, se insiste en distinguir ambos conceptos, haciendo prevalecer la ley sobre el rencor y la admisión de una respuesta violenta auspiciada por la justicia. Este último es el caso de esta fenomenal película de John Sturges, una de las muchas obras estimables que adornan la amplia filmografía de este cineasta (otras son Los siete magníficos, Conspiración de silencio, Duelo de titanes, Los siete magníficos, La gran evasión…), experto en el uso del color, en el manejo del ritmo y de la tensión narrativos, y en la filmación de secuencias de acción.

El último tren de Gun Hill, como hacen siempre los buenos westerns, añade además una nota reivindicativa de corte racial y social. El detonante de la historia es el asesinato de la joven esposa del sheriff Matt Morgan (Kirk Douglas) mientras regresa en calesa junto a su hijo de visitar a sus parientes en la reserva. Porque la señora Morgan era, efectivamente, una india, y su hijo, un mestizo. Dos jóvenes aburridos, vagos, bravucones y bastante ineptos (Earl Holliman y Brad Dexter) que se han detenido a descansar en un bosquecillo encuentran en la mujer la ocasión de aparcar su hastío por un instante, divertirse un rato y, con un poco de suerte, echarle un buen vistazo a lo que parece una generosa anatomía. La reacción violenta de la mujer, que azuza los caballos e incluso intenta golpearles con la fusta cuando la persiguen, y los buenos tragos de whisky que han consumido durante su descanso, precipitan las cosas, y el acoso verbal y la amenaza física se convierten en una persecución y, cuando la calesa vuelca, en una brutal violación. Pero el muchacho no se queda quieto, y cuando su madre atrae a los pistoleros hacia sí para salvar al pequeño, éste aprovecha la ocasión para huir con el caballo de uno de ellos y llegar al pueblo para buscar a su padre. Cuando Matt encuentra el cadáver, repara en un detalle: la silla de montar del caballo con el que su hijo había llegado al pueblo lleva las iniciales de su antiguo amigo Craig Belden (Anthony Quinn). Matt sabe que Craig es incapaz de un crimen tan salvaje y horrendo, pero imagina que alguno de los hombres que trabajan para él en su enorme rancho ha sido el responsable. Su propósito será desde ese momento viajar a Gun Hill para detener a los asesinos y llevarles ante la justicia. Lo que no sospecha es que el criminal es el único hijo de Craig, y que éste hará todo lo posible para impedir que Matt lo capture, lo detenga y se lo lleve de la ciudad en el tren de las 9:00, el último tren que sale de Gun Hill.

La película concentra en apenas hora y media una historia compleja, riquísima, con personajes sólidos y muy bien definidos (incluso la amante de Craig, Linda -Carolyn Jones-, que más por despecho que por rectitud es la única persona que ayuda a Matt en la ciudad) que en su cuerpo central transcurre en un único día, y con un sobresaliente manejo de la tensión creciente. Sturges construye una película luminosa, con una utilización magistral del color y un inteligente uso de la luz, tanto en las majestuosas tomas exteriores de las inmensas praderas del rancho de Belden como en el absorbente clímax final, con las calles del pueblo parcialmente iluminadas por el resplandor de las luces de las casas que se filtran por los ventanales de madera de sus fachadas. Se trata de una película de atmósfera negra pero de estética puramente del Oeste, de cielos azules e inacabables extensiones de tierra en su parte inicial, aunque la mayor parte de su metraje transcurre en un espacio urbano muy limitado, el saloon y el hotel propiedad de Craig.

Una vez más nos encontramos a un sheriff solitario que ha de enfrentarse a un numeroso grupo de esbirros, que es sometido a sitio prácticamente durante todo el metraje, mientras el reloj va marcando, con ecos de otra película suprema del western, Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952), las horas, minutos y segundos que faltan hasta la hora de salida del tren, y Sturges gestiona magníficamente tanto la tensión creciente como las expectativas del público acerca de cómo hará Matt para llegar al tren con su detenido, rodeado de enemigos, en una población hostil, y con una munición limitada. Lejos de resultar estática una película que concentra la acción en secuencias y espacios muy concretos, el metraje es un prodigio de dinamismo que contiene además diálogos de mérito, tanto en la dupla Matt-Craig (soberbios ambos, Douglas y Quinn) como en sus sendos encuentros con el tercer pilar de la cinta, Linda, sin olvidar la relación de padre dominante con hijo díscolo que mantienen Craig y su hijo, un tarambana que no sabe de la misa la media pero al que debe proteger, aunque sea viviendo en privado su vergüenza por tener un hijo tan impresentable. Sturges crea además múltiples secuencias de mérito: la inicial, con la persecución y la muerte de la mujer, todo un ejercicio de sugerencia y elipsis que nos priva de lo más escabroso pero que nos conmueve y nos apabulla con su brutalidad soterrada; el encuentro entre Craig y Matt en el rancho, pleno de cordialidad al principio, volcán en erupción de pasiones encontradas que estalla finalmente en un reto con dos seguros perdedores; la apuesta que lleva a Linda a la habitación en la que Matt se halla encerrado disparando contra los pistoleros de Craig; y, obviamente, el precipitado final, una conclusión amarga que se antepone a la ley y que deja tras de sí, además de los cadáveres computables, dos almas en pena que ya no solo recuperarán su humanidad en lo que les queda de vida, sino que han perdido para siempre el recuerdo de una amistad pura, leal, sincera.

A estos valores de la película, interpretación, puesta en escena y manejo adecuado del ritmo en un guión que va de lo reposado a lo trepidante, cabe añadir la tesis final, la idea de justicia como piedra angular de la construcción de una nación que progresa hacia el Oeste como contraposición a la ley del más fuerte que alimentó la carrera hacia el Pacífico. Craig es un hombre de la antigua escuela que mantiene sus valores y sus tradiciones, resumibles en que quienes han regado con su sudor y su sangre -la de su esposa, fallecida tiempo atrás- las tierras conquistadas a los indios tienen derecho a defenderlas por todos los medios posibles, incluida la violencia. Por el contrario, Matt, que proviene del mismo pasado, ha logrado sin embargo entender el papel que la ley y el orden deben desempeñar en el nuevo país, sin excepciones. De ahí que mientras el primero, por puro egoísmo protector, busca eludir la horca para su hijo, Matt entiende que al progreso material debe sucederle la implantación de la civilización, aparta a un lado sus obvios instintos de venganza y desea someter al joven Belden a los dictados de la ley, a un juicio justo y, más que probablemente, a un ahorcamiento justo. Estas dos Américas, aún presentes en la actualidad y proyectadas fuera de Norteamérica, son los goznes sobre los que gira una película breve, entretenida, muy compleja y sobresaliente tanto en la resolución de la cuestión primordial del guión como en los enjundiosos temas que sugiere, y que van desde la integración de los nativos en la sociedad civil con igualdad de derechos y oportunidades que los blancos -los deseos de venganza de los indios sedientos de sangre son apaciguados por Matt, que les convence de la necesidad de que gobierne el imperio de la ley-al análisis de las relaciones paternofiliales, en especial cuando falta uno de los progenitores, pero cuyo corazón está en el soberbio duelo interpretativo de dos colosos, Douglas y Quinn, que elevan lo que para algunos podría ser una historia más del western a altísimas cotas de trascendencia: el tormento de dos perdedores, de dos vencidos por el odio y la violencia, mostrado en toda su crudeza. El único resultado que produce la guerra, la violencia, la muerte, en el Oeste de Norteamérica y en cualquier otro lugar.


El último tren de Gun Hill: la venganza a veces es un plato caliente

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