Revista Cultura y Ocio

Elogio de la obediencia

Por Calvodemora
Se obedece porque conviene y se duda porque se piensa, escribe Ray Loriga en Rendición, la novela que acabo de leer. Obedecer siempre fue más cómodo que pensar, o más limpio. Al pensar se abren opciones y no es fácil escoger la adecuada. Por el contrario, cuando se obedece, no se hace otra cosa que obedecer, sigue uno un camino y no precisa indagar en otros, tomar un atajo o estimar que hay otro que nos hace llegar antes o en mejores condiciones. España es un país de obedecer más que de pensar. No faltan grandes pensadores, gente que ha ido lejos en discurrir las maneras de hacer las cosas o de no hacerlas; incluso hay una tradición literaria o enciclopédica que los expone. De lo que no hay es literatura de los que acatan, de todos los que prefieren no tener que tomar mando alguno, ni pensar por el bien de los demás. Nadie cuenta con ellos, con los obreros, pero no habría nada hecho piedra sobre piedra sin ellos, aunque suenan siempre los de arriba, los que escriben los libros que leen los otros o los que idean las recetas que preparan los otros o los que se sientan detrás de una mesa en un despacho y organizan las leyes que cumplirán los otros. Al final todo cuenta igual, tanto si mandaste como si no, no importa si fuiste jefe o subordinado, porque todos somos jefes o subordinados según en qué o cómo. En el extremo, a veces se obedece porque así se zafa uno de la responsabilidad. No trasciende el nombre de los que hacen las cosas, sino de quienes tuvieron la responsabilidad de que se acometieran.En el verano interesa más ser del gremio de los que asienten. A todo se le da asiento en la cabeza. El calor achanta, hace que flaquee la voluntad, la convierte en otra cosa, pero se permite tal vez porque pensamos que regresará el frío y entonces tendremos algo que decir, ya sin que el calor achante, ni haga que flaquee la voluntad o que no exista, ya de un modo más dramático. A K. no le duele que se le lleve a un lado u a otro. Le parece bien una sopa cremosa de setas o un arroz caldoso o un sándwich frío de york con un par de lonchas de queso. No es cosa de que K. no prefiera un sabor a otro o que, al pasear, no le agrade un paisaje más que otro: lo que no desea es decantarse, evidenciar que algo le es agradable o no, contar a los demás lo que ni a él, en ese momento, le preocupa lo más mínimo. Dice que su opinión no cuenta o cuenta tan poco que no es relevante que se manifieste. Se deduce que tampoco a él le parezca bien o mal las opiniones de los demás. A K. no le parece que escribir valga para nada en absoluto. Aprecia que haya escritores; lo de menos es que haya lectores. El escritor, me dice, trabaja para él mismo, pero lo dice sin entusiasmo, como si estuviese dispuesto a decir lo contrario si se le convence con esmero, o incluso sin él.  Carver, en una especie de conferencia contada para sí mismo también, arguye que escribir es una especie de parto. No se sabe qué criatura será alumbrada, pero contiene nuestros trazos, se le aprecia rasgos de nuestra cara o gestos, pero luego ya no es pertenencia nuestra. Podemos corregirla las veces que deseemos, añadir párrafos o suprimirlos, cambiarle el final o consentir que arranque de cualquiera otra manera, pero será otra obra, no la previa, la que se urdió por primera vez. No se sabe bien a qué se obedece cuando se traman las cosas que pasan en la historia que estamos contando. Ni siquiera ahora sé bien a qué término acudiré con este escrito mío, un poco elogio y un poco no, de la obediencia o de la escritura o no sé de qué. 

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