Revista Arte

En este pueblo (XXIX)

Por Anxo @anxocarracedo

En este pueblo los romanos hicieron bien su trabajo. Por todas partes aparece el legado de aquella civilización tan pragmática como implacable: las viñas, que van resistiendo como pueden; las tégulas y otras piezas de cerámica más fina, que se encuentran cada poco; las murias, esos amontonamientos de piedras del río que dan testimonio de las molestias que se tomaron los invasores para llevarse el tesoro mineral que contenía la tierra. Porque ¿qué otra cosa sino la fiebre del oro podría haberlos traído hasta aquí? Los romanos dejaron también la traza del campamento en el que se asentaron, a los pies del castro que durante siglos había servido de morada a los primeros pobladores de estos contornos. Cardus y decumanus, los dos ejes del plano, se cruzan en la hoy llamada plaza de la Concordia, donde tras de la guerra se erigió el monolito de la discordia.

Y después de los romanos, como es bien sabido, vinieron los bárbaros. Al vándalo Gunderico se le atribuye la construcción de la mayor parte de lo que hoy es el pueblo sobre las ruinas que dejaron los latinos cuando el oro se acabó. A modo de homenaje histórico, la avenida principal lleva hoy su nombre, precedido del título de rey.

Después de los romanos, decíamos, vinieron los bárbaros y con ellos, ¿quién ha de sorprenderse?,  comenzaron las barbaridades. No puede hacerse aquí el inventario completo, pero sí señalar una a modo de ejemplo. Sólo una. Una barbaridad reciente que arruinó la silueta que este pueblo había convertido en su símbolo: la cruz de madera que soporta otra cruz en su brazo derecho, que a su vez soporta un lienzo blanco que ondea al viento, en la cima del castro, descollando por encima de las castañales y saludando a Casiopea en las noches limpias de agosto. Pues bien, un día llegaron los ingenieros de las compañías de telefonía móvil y en un santiamén acabaron con el inmemorial skyline. Según el proyecto, el mejor lugar para poner las dos enormes torres metálicas con sus antenas era precisamente allá arriba, al ladito mismo de la humilde cruz. Echaron placa de hormigón y allí las plantaron. Y allí siguen.

No faltó quien se rasgara las vestiduras, claro.

—¡Que las quiten! ¡Que las pongan más lejos! —clamaba indignada la gallega que se casó con uno que tiene aquí raíces y se enamoró del pueblo contra todo pronóstico. Y que conoce bien el paraje profanado, porque cada mes de septiembre viene a apañar moras por el camino pedregoso que lleva al castro.

No fue ella la única en protestar. Unos lo hicieron por defender la dignidad del emblema del pueblo y otros por no sé qué pamplina de la radiación electromagnética. Pero a burro muerto, cebada al rabo. Además, ¿cómo van a pelear cuatro gatos contra las grandes multinacionales de las telecomunicaciones? Al final, el que más y el que menos fue viéndole las ventajas a no tener que bajar hasta el río para encontrar algo de cobertura, y hoy todo el mundo chatea o habla por el móvil sin remordimientos.

—¡Que se las lleven! —insiste la gallega, inasequible al desaliento.

Ahora sólo falta que alguien con el temple de un romano presente en el ayuntamiento una moción para adaptar a los tiempos el escudo de este pueblo. Bastaría con pintar, junto a la doble cruz que se eleva en el castro, un par de torretas de acero, y en la bordura de gules, acompañando a las ocho piñas doradas, los logotipos de Vodafone y la Telefónica.

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