Pero un día, estando boca abajo (hacía tiempo que cada vez tenía menos movilidad) mi cabeza empezó a deslizarse por un túnel oscuro al tiempo que unas fuerzas extrañas me empujaban fuera de mi casita con una frecuencia cada vez más acusada.
Empecé a asustarme. De repente, mucha luz, frío, miedo, un golpe y una dolorosa bocanada de aire llenó mi interior. Rompí a llorar en un grito desesperado por volver a sentir el calor de mi primera casita. Gracias al cielo noté ese acalor apoyado en un suave cuerpo que me acariciaba. Volvía sentir aquel latido y, lo mejor, aquella voz dulce que durante tanto tiempo me había acompañado y reconfortado. Ahora la oía con más claridad. Poco a poco dejé de llorar, al tiempo que una mano seguía acariciando todo mi pequeño cuerpo. Ya no flotaba, no me podía mover. Seguía un poquito asustado. Tenía hambre. Qué sería de mí. Instintivamente encontré algo que llevarme a la boca. Era el pecho de mi madre, que sació mi hambre, mi sed e hizo desaparecer todos mis temores.
Había nacido a la vida. Allí, en el seno de mi madre, supe que todo iba a salir bien.
Nadie recuerda el momento de su propio nacimiento pero habiendo vivido el de mis dos hijos yo me lo he imaginado así.
El término "Mi primera casita" no me lo he inventado yo. Me lo dijo la comadrona que asistió al parto de Pequeña Foquita. Una pequeña pero gran mujer que nunca voy a olvidar.