Revista Cultura y Ocio

En tránsito

Por Calvodemora
Hace tiempo que la política no consuela. Se malogró su prestigio a fuerza de pervertir su esencia y darle el oficio que no tenía, el de convenir a los que la administran o el de abastecer la cuota de poder que cada uno cree que la sociedad le tiene en deuda. Tardará de salir del fango en donde todavía prospera. Se requerirá que esté cuando se la precise, pero llegará tarde o no cumplirá con el cometido solicitado. Leí el otro día - no se me pida dónde, no sé quién lo firmó - que la política se había convertido en un entretenimiento, en una distracción similar a la que provee la ficción de la literatura o del cine. No hay nada exagerado en esa apreciación. Todo tiene una trabazón narrativa, un hilo que lo cose todo, una argamasa que ensambla las piezas y las hace un todo coherente, continuo. Todos sabemos de política. Anoche, en un bar, despachando una buena taza de caracoles y una cerveza en caña, escuché a un abuelo, del que no se podría decir a vista sencilla que ande muy suelto en digresiones políticas, sentenciar que  los partidos se están poniendo todos a bailar y que la música la pone la banca. Incluso con estos nuevos, añadía, la música la pone la banca. Lo que hace que la sociedad esté cohesionada no recae solo en la religión, en la restitución física de una voluntad metafísica o de un deseo mitológico, ni en el festejo del deporte, sino en la política como un ejercicio narrativo, como una expresión de lo popular, frivolizada, reducida, jibarizada. Hemos alcanzado el nivel en el que la política es una disciplina de la literatura. Se lee, se escucha, se escribe y se dice como leeríamos, escucharíamos, escribiríamos o diríamos una narración. Con todo lo que lo narrable tiene de especulación y de simulacro, de invención y de fábula. La política está quedando para cháchara de barra de bar. Y no hay peyorativo en acudir a la barra de un bar para escenificarla.
                                     
Se viene de la calle con la pretensión de no pensar en el día que está cerrando ni en el que está a la vuelta, en la paciencia de la espera, conforme con inquietarnos y jugar con nosotros. Es el azar el que lo rige todo. No hay nada que alivie esa sensación de fragilidad con la que uno pone el pie en la calle, a primerísima hora de la mañana, sin saber qué va a suceder y de qué manera administraremos después todo lo que suceda. Y no es una visión pesimista, ni está en mi afán el querer poner un punto gris o de pesadumbre en el despacho de las horas, en su vértigo y en su fiebre, en su ir y en su quedarse algunas. Lo que me fascina, todavía me fascina, es el asombro. Yo creo que el mundo funciona a pie de asombro. No es el amor el que lo hace girar, como quería el buen Dante cuando imaginaba a su amada Beatriz. Es el asombro, el asombro fundamental, el asombro primigenio y el asombro último. Todos confabulados para hacernos asequible el tránsito de los días. Porque hay días que son muchos, compactados en uno, hechos a que parezcan uno en realidad, pero es falsa esa apreciación. Días también de complacida querencia hacia todo lo que se nos va presentando. Como si no importase que las cosas troquen a peor. Porque trocan, sabemos. Vivir es siempre un goce. Lo malo, pensado como se debe, tutela un aviso de bondad. La bondad, mirada con acierto, oculta su mensaje de maldad. No hay más que hacer, nada mejor que pensar, ninguna cosa a la que aferrarse para ir hacia adelante. Lo que dejamos atrás, el pasado glorioso, el infame, nos pertenece. Es nuestro. En esa propiedad, en esa posesión, vamos viviendo.
Se echa en falta cierto tipo de autoridad moral, la que reprende a quien detiene el coche y no permite que otros avancen o la que no se cuestiona hacer ver a quien deja un mueble en la acera que lo deje en casa o llame al servicio municipal consignado para retirarlo. Hay quien deja que sus hijos pisen los jardines o chillen como endemoniados en una cafetería o correteen el pasillo de su casa sin pensar en quién anda debajo y cómo. Hay quien se siente imposibilitado para dejar pasar que pisen los jardines o se chille en las cafeterías o corretear un pasillo sea un acto normal. Quien no se percata de estas anomalías y duerme a placer, incapaz de perder el sueño al practicar el recuerdo de todos esas tropelías de la falta de educación del prójimo. No sé si yo si en las escuelas se programa la conveniencia de que todos tengamos esa sensibilidad. Probablemente sí, exista una pedagogía del civismo, una que no tiene nada que ver con la práctica de las materias ordinarias, que no se ensambla con la religión ofrecida en las aulas ni con la misma ciudadanía, sí, esa asignatura que las criaturas biempensantes de la derecha en el poder quieren extirpar o han extirpado ya del currículo. El civismo se enseña en casa. La escuela podrá afianzar lo inducido en el hogar, pero es un error dejar caer todo ese peso en el muy horario de la clase. Es un error dejar que todo lo trascendente  o lo lúdico o lo educativo caiga sobre la espalda de la escuela. Está para mucho y está para eso también, pero no de un modo exclusivista. La escuela, sola la escuela, no va a salvar a nadie. Nos perdemos solos, nos salvamos solos. Que vengan los padres de los que se forman y se educan y se instruyen: que ellos pongan una parte de la suma. Eso, al menos.

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