Revista Cultura y Ocio

En viernes

Por Calvodemora

No sabe uno a qué encomendarse para aliviarse, en qué esmerarse. Nada o casi nada lo conforta: a poco que algo le conviene, en cuanto advierte un aviso de armonía, una especie de restitución de la alegría, acaba por chafarse, por no cuadrar, por dejarnos, en fin, sin asidero. Ni siquiera esa adquisición del placer es útil para no desearlo nuevamente de forma tan ávida: se tiene lo que se ansía y ya se está pensando en cómo asegurarnos que no nos falte y esté ahí a antojo nuestro, siempre que se precise, sin que su ausencia nos malogre nada, ni nos rebaje, ni nos arruine el proyecto de felicidad que estamos construyendo. Llega el viernes, nos ponemos ya en un plano prosaico, en el ras de las cosas, llega el día anhelado, el que nos reconfortará, con el anuncio del lunes cosido a su espalda, pero lo peor son los domingos por la tarde. Yo creo que se inventó el fútbol para borrarnos la sensación del regreso a la rutina. Ya viene de antiguo esa preservación del domingo como fecha relevante: se la rubrica como el día del Señor, para quien crea en Él; se la consigna en el calendario como idónea para prepararnos para la tunda de la semana, en la que se deben guardar las fuerzas, no gastándolas en empresas inservibles, en todo lo que nos debilita para la batalla del lunes, que es dura y se alarga durante cinco días más. Luego está el discurso del que no tiene fines de semana, como la condesa viuda de Downton Abbey, que ignora qué cosa es esa del fin de semana, y no porque se los hayan robado y ande deseando que regresen, sino porque no hay sábados ni domingos en su dietario, cosas de ricos o de gente linajuda. Quien también tuerce el espinazo en fines de semana descree de todo, se irrita por todo, con toda la razón del mundo a todo le pone inconvenientes y en todo advierte el jolgorio ajeno y la pena suya. No llueve a contento de cada uno de los que se mojan, no hay día que sea igual para cada uno de los que lo cruzan, no se tienen las mismas certezas ni las mismas incertidumbres de modo razonable, como si se repartieran en un negociado municipal o en un aula escolar. Lo que a mí me llena, a otro lo vacía. En lo que yo disfruto, otros sufren. Y está el mundo así, en esa convivencia de distintos, girando desde que reventó la pelota primeriza aquélla. Cuando el próximo domingo acabe, no pensaré en la llegada bendita del viernes, ni haré muescas en la cabeza, borrando jornadas a la espera de que se presente la que ansiosamente espero, no: se irá cubriendo el trayecto, se tendrá el gusto de que las partes que lo componen también alivian y confortan y nos hacen sentir bien y quizá hasta sea bueno que ese sentirse bien se manifieste y lo vean los otros, tomando conciencia de que nosotros no somos de los que vivimos sólo para lo festivo y nos duele en el alma el peso del trabajo, no, no podemos ser de esa casta, de la de los flojos y los castañueleros o la de los nihilistas y los deprimidos, que en estos tiempos se arriman las palabras y se ponen encendidas de afectos. Serán días duros, lo son de algún modo, días de zozobra, de no saber, de no querer saber en ocasiones; días de mudanza o de flaqueza, días bastardos escribí hace no mucho, como si supiéramos o no quisiésemos saber de dónde provienen, a qué ha venido su visita, el porqué de ese empeño en demediarnos, en atisbar un túnel al final de la luz y meternos allí y esperar a ver qué pasa. Porque siempre pasa algo, por mucho que no deseemos que nada cambie y todo se mantenga en su querer: pasan los días, van persiguiéndose. Y cómo no han de pasar, cómo sería posible que no se persiguiesen, cómo podríamos - ya acabo, un aplauso por vuestra paciencia, ah amigos, ah lectores eventuales e impactados por el grumo ideológico y sintáctico - no desear que nos regalen domingos, aunque sean duros y dejen al final olor a lunes, ese olor intenso a lunes que no nos abandona ni cuando vibra, en éxtasis puro, el bendito viernes.


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