Es curioso cómo en el año y medio que llevo con este Secreto Gigantesco no te haya hablado nunca de algo que pertenece ya a la misma esencia de mi persona, a la propia sustancia de mi ser, si se puede decir así.
Y digo que es curioso porque es probable que haya escrito muchas entradas con ellas a mi lado, o después de haberlas usado todo el día. Hablo por supuesto de las que nunca me fallan, de mis más fieles compañeras de viaje: mis incomparables y amables muletas.
Así es, querido lector, otra vez estoy enmuletado, lisiado, lesionado, tullido, cojito, cualquier palabra lo define bastante bien. Como más de un
Pero esta entrada no ha nacido como un desahogo ante mi situación -¿o sí?- sino para alabar a mis muletas, mis queridos bastones ingleses, por ser mi apoyo cuando mi cuerpo falla. En serio, cuando llevas muletas son todo ventajas: la gente maja te cede el asiento en el metro, tu madre te lleva en coche a la uni, los niños te miran con curiosidad, te pones cachas de tanto hacer brazos, tus hermanas te acercan los vasos de agua, las chicas expresan su admiración al verte ir a más velocidad que la gente corriente... Lo dicho, la panacea. Lo que no sé es cómo tú no llevas muletas todavía.
Hablando algo más en serio es verdad que lesionarse no es lo que uno pueda desear. Es una pierna estirada para cortar un balón, un tobillo que se dobla hacia dentro, un ligero "clac" en algunos casos, una exclamación de sorpresa mezclada con dolor, una imagen que cruza tu cabeza de todas las lesiones anteriores, el contacto con el suelo al caer, todo eso en menos de un segundo. Y el fastidio de cojear hacia el banquillo, mirar a tus compañeros con resignación e imaginarte, si hay suerte, cómo van a ser las siguientes dos semanas.
Y sin embargo, llámame loco pero estoy contento. Contento porque me he topado una vez más con lo inesperado, con ese componente de aventura que sólo puede llamarse así porque tú no lo buscas. Sí, le llamo aventura a algo tan trivial como un esguince de tobillo, y lo hago porque la verdadera aventura se distingue cuando uno todavía conserva la capacidad de sorprenderse por lo más trivial e intrascendente (en aparencia) del mundo.
Y ese contacto con lo que no puedo controlar, esa experiencia con lo que me viene dado me mola, y me mola porque yo no lo planeé, porque eso en el fondo es la chispa de la vida y porque me recuerda la presencia de Alguien por encima de mí que no me abandona ni me deja solo.
Y sé que es así porque siempre que me lesiono me acerco más a los que quiero. Porque "enmuletado" dependo de otros, me humillo un poco y así ando en verdad, curiosa contradicción. Porque las muletas me recuerdan quien soy en realidad. Que no soy un héroe, ni un superhombre, ni siquiera Batman. Que soy de carne y hueso, y de ligamentos, y de cartílagos, y de tendones; que mi cuerpo falla igual que fallan mi mente o mi memoria, o incluso el corazón. Que necesito de los demás, que no vivo solo en una burbuja, que no soy autosuficiente. En definitiva, que no soy el Dios de mi vida. Y eso siempre viene bien que a uno se lo recuerden.