Revista Cultura y Ocio

Entre Comillas y San Vicente

Publicado el 14 agosto 2017 por Molinos @molinos1282
Entre Comillas y San VicenteEn el trozo de costa que hay entre Comillas y San Vicente de la Barquera escribí la mejor carta de amor de mi vida. La inspiraron un hombre y una casa. La casa sigue ahí, el hombre cayó por el Barranco de la Indiferencia. La carta era magistral: tierna, emocionante, sensual, bonita y completamente innecesaria, como deben ser todas las cartas de amor. Es tan perfecta que, si quisiera, podría reutilizarla con otro hombre. 
La primera vez que fui a Cantabria, todavía se llamaba Santander. Descubrí, entonces, que el verano no es una estación absoluta y que hay lugares, como este trozo de costa, en el que los calcetines se usan todo el año y las corbatas no son una prenda de vestir. Descubrí también que se me daba mejor hacer amigos que ligar. Ambas cosas, lo de los calcetines y mis capacidades para socializar permanecen inmutables. 
Entre Comillas y San Vicente di mi primer beso o, mejor dicho, mi primer intento de beso. Él era de Gijón y le llamaban "Costi" porque había nacido el día de la Constitución. No recuerdo su nombre ni apenas su cara, pero si el tímido beso que no me gustó. 
A Comillas y San Vicente volví después de veinte años a punto de ser madre por primera vez. No me gusta lo de "ser madre" suena a ser hada o princesa o astronauta o jardinera; mejor a punto de tener a mi primera hija. Volví al lugar de mi primer beso y a mirar las ventanas del campamento en el que descubrí que en julio se podía pasar frío. Volví otra vez para mis últimas vacaciones en familia. Fueron bonitas, amargamente dulces, como cuando rebañas un plato que sabes que jamás volverás a probar y del que ya no recuerdas lo que te costó prepararlo y cocinarlo; sólo lo disfrutas tratando de que no se te olvide jamás. Fueron unas buenas vacaciones. 
Cuatro años después he vuelto a esa franja de costa, con calcetines, con mis hijas y sin hombres. Leo una cita de un artículo de Pedro Cuartango: «Me gusta retornar a los sitios que forman parte de mi historia. Pero ello siempre me produce frustración porque nunca están como yo me los imaginaba en mi memoria. Todo fluye, todo cambia menos nosotros, que somos arrastrados por el paso de un tiempo que nos destruye. Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante porque en él se condensa toda la eternidad». 
Mirando el mar descubro que yo no me siento así, no me siento frustrada cuando vuelvo aquí. Estoy en Oyambre y mientras masco la cita pienso que, para mí, volver a los sitios que son parte de mi historia es como poner una piedra sobre otra, cada vez que vuelvo a esos lugares hay más piedras y cambia el paisaje. No es peor ni mejor que en el pasado es, simplemente otra cosa, algo nuevo. 
Me pongo de pie y paseo por la orilla y pienso que también puede ser al revés, cada vez que vuelvo a este trozo de costa, el mar, el viento, y el paso del tiempo han erosionado mi vida pero no la destruyen,  arrastran una capa de mi vida, dejando la siguiente a la vista. Así hasta que no queden capas de mi vida o hasta que el montón de piedras ya no crezca más porque habré dejado de añadirle rocas.  
Me gusta volver a este trozo de costa, entre Comillas y San Vicente. 

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