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Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)

Publicado el 09 abril 2014 por 39escalones

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La que posiblemente estaba destinada a ser quizá la mejor película dirigida por Tod Browning nos ha llegado incompleta. El relato de las complicaciones surgidas durante la producción, de las dificultades y problemas que el director hubo de afrontar durante la gestación y ejecución del proyecto, resultaría a buen seguro más terrorífico que la propia película. Como consecuencia de ello, ha quedado una obra mutilada que sólo permite imaginar cuáles eran las intenciones últimas de Browning, así como hacerse una perfecta idea de su maestría a la hora de narrar historias de terror desde el punto de vista estrictamente canónico o, como en este caso, sin perder el tono ácido y la capacidad de reírse de sí mismo.

Porque, por encima de su perfección técnica y del mayor o menor interés de la historia, lo que parece constituir el primer objetivo de La marca del vampiro (Mark of the vampire, 1935) es la vocación autoparódica. Browning vuelve a personajes, entornos, atmósferas y claves narrativas de su gran éxito, Drácula (1931), pero con una actitud muy diferente que se va revelando según avanza el mutilado metraje (apenas 59 minutos). En la película, de hecho, confluyen tres planos narrativos: la investigación criminal que emprende en Praga el inspector Neumann (Lionel Atwill) a raiz del hallazgo del cadáver de un barón que presenta unas extrañas marcas en el cuello y que conecta el caso con otros hechos similares producidos con anterioridad; la historia puramente vampírica, con el conde Mora (Bela Lugosi, reinterpretando su famoso personaje) que, en compañía de su presunta hija, sale por las noches de la cripta de su castillo sediento de sangre para aterrorizar a los vecinos de las localidades cercanas y la consiguiente persecución a la que es sometido por el Profesor, un trasunto del famoso Van Helsing (Lionel Barrymore); y, finalmente, el elemento puramente cómico, el giro final, el descubrimiento de lo que realmente está sucediendo por parte del inspector y del Profesor, y el secreto de la verdadera identidad del conde Mora y de su hija.

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La película combina estos elementos desde muy pronto, ya que el hallazgo de los primeros cadáveres inicia una rivalidad “médico-científica” entre varios galenos (entre ellos el impagable Donald Meek, inolvidable agente de ventas de whisky que viaja en diligencia por el Oeste de John Ford) para salirse con la suya a la hora de determinar la verdadera causa de las muertes, un debate en el que priman más los terrores propios, la superstición y la cobardía que los criterios puramente médicos, todo ello mezclado con el folclore local y la atmósfera rural centroeuropea típicamente ligada a los ambientes de los relatos vampíricos (gitanos, zíngaros, posadas en caminos poco transitados, aullidos de lobos y bosques en continua penumbra a causa de una niebla que nunca termina de levantar…). La investigación se topa prontamente con el hecho vampírico, máxime cuando los demás habitantes de la casa del barón comienzan a verse atacados por misterioras presencias nocturnas y a levantarse por la mañana con unas marcas muy parecidas en sus cuellos. A partir de ahí, toma la voz cantante en los hechos el Profesor, y el elemento de intriga policial cede su espacio al relato canónico de persecución y muerte de un nido de vampiros cada vez más saturado, puesto que ya empiezan a ser varios vampirizados los que comparten vivienda con Mora y su hija. Aquí cabe, precisamente, una de las mayores lagunas del film en la conformación actual de su metraje, la relación entre el conde Mora y la mujer: ¿su hija? ¿Su amante? ¿Quizá una relación incestuosa con su propia hija? Nada que la censura, en todo caso, pudiera dejar pasar, y por tanto convenientemente mutilado. El desenlace, no obstante, aclara bastante las circunstancias, aunque al parecer de quienes debían tomar las decisiones, no lo suficiente.

Como siempre en Browning, el trabajo de puesta en escena es sencillamente excepcional, no sólo en lo que a la descripción del castillo se refiere (salones, escalinatas, la cripta…) sino también en la creación de parajes desolados de ambiente amenazador (bosques, páramos, cementerios de siniestras lápidas y panteones de grandes portones con ataúdes apilados en su interior). En su apoyo juegan unos efectos especiales tremendamente solventes, aunque hoy pueden cantar extraordinariamente, gracias a los cuales se recrea el tránsito del vampiro al murciélago o viceversa, o se consigue de manera magistral crear esa atmósfera amenazante previa a los ataques de los vampiros sobre sus pobres víctimas. En este punto, resultan espléndidas las apariciones de Mora y de su hija, especialmente de ésta, cómo en su capacidad de seducir telepáticamente a sus víctimas se entremezclan el horror y el erotismo (otra nota a apuntar por la censura en su día, el recién estrenado Código Hays) propios de las claves últimas del fenómeno vampírico (la desinhibida posesión sexual de aquellos seres que despiertan deseo, simbolizada en la succión de la sangre a través del violento beso en el cuello). En todo caso, este aspecto de la cinta no está desprovisto de comedia, pues serán los criados de la casa, esclavos de sus miedos y supersticiones, los que aporten los guiños más divertidos producto de su particular horror ante los acontecimientos.

Tod Browning intenta asimismo innovar dentro del género de vampiros, subvirtiendo algunos de sus lugares comunes. Por ejemplo, el Profesor intenta combatir a los vampiros con medios científicos, nada de estacas ni crucifijos, y cuando la solución “médica” se presenta, ésta consiste en la decapitación, es decir, en una intervención más o menos quirúrgica, y no tanto en un ceremonial de corte pseudo-satánico. De este modo, se antepone la lucha de carácter epidemiológico, como si de una plaga se tratara, que la superstición o el oscurantismo. Por otro lado, en cuanto a lo popular, los aldeanos y la gente más ignorante combate al vampiro no con ristras de ajos, como es común, sino con unos espinos que cuelgan en puertas y ventanas. Desgraciadamente, los cortes en la narración, la pérdida de metraje y la imposibilidad de completar un montaje a la medida de las intenciones de Browning nos han legado una cinta tremendamente descompensada y deslavazada, en la que las relaciones entre los tres aspectos del film, el policial, el terrorífico y el divertimento cómico no terminan de estar bien engarzadas, generando alguna que otra incoherencia y presentando un desenlace entre atropellado y sorprendente de manera ciertamente postiza, incluso estimando en lo que vale la autocita en plan guasón que Lugosi hace de sí mismo.

Con todo, el resultado a día de hoy es un mediometraje de lo más disfrutable, que inquieta, aterroriza y hace reír por igual, y que, a pesar de la evidencia de las huellas de Browning y del argumento que él pretendía seguramente relatar, presidido por la idea del juego y del equívoco con el fin de descargar de trascendencia y solemnidad a su anterior gran éxito, deja un poso de amargura en el hecho de comprobar hasta qué punto la ceguera de la censura o los inconvenientes de producción pueden alterar una obra hasta hacerla casi irreconocible o, al menos, mucho más ineficaz, hasta convertirla en un producto entrecortado, con aire improvisado, casi podría decirse que caprichoso, con el aroma de lo que pudo ser y no fue.

 


Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)

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