Revista Cultura y Ocio

Ernest Hemingway – Una clase magistral

Publicado el 25 abril 2015 por Diego Diego F Ospina @DiegO_OzpY

Gertrude Stein, quien a veces era muy sabia, me dijo en uno de sus días sabios: "Los comentarios no son literatura". Los siguientes comentarios no fueron pensados ni pretenden ser literatura. Se supone que sean instructivos, irritantes e informativos. A ningún escritor se le debería pedir que escribiera solamente sobre lo que escribió.

Mucha gente tiene la compulsión de escribir. No hay leyes contra eso y hacerlo les da felicidad mientras se dedican a eso y, presumiblemente, los alivia. Confiados a editores que removerán lo peor de sus emisiones, los proveerán de ritmo y sintaxis y los ayudarán a dar forma a sus pensamientos y creencias, algunos escritores compulsivos lograrán fama temporal. Pero cuando la mierda se elimina de un libro, su olor siempre queda perceptible para cualquiera con la suficiente sensibilidad olfativa.

Al escritor compulsivo se le debería aconsejar no intentar el relato corto. Si hace el intento, puede sufrir el destino del arquitecto compulsivo, que es tan solitario, al final, como el del tocador compulsivo de fagot. No desperdiciemos nuestro tiempo considerando los finales desoladores y tristes de esas criaturas desdichadas.
¿Ya está? ¿Ya domina usted el arte del cuento? ¿Le fui útil y claro? Eso espero.

Bromas aparte, seré franco. Los maestros del cuento no tienen un buen fin. ¿Me discute eso? ¿Menciona a Somerset Maugham? La longevidad no es un final. Es una prolongación. No puedo espantarme de eso. Nunca me espanté de nada. ¿Abandonamos la retórica y nos damos cuenta, al mismo tiempo, de que lo que es el lenguaje vanguardista más auténtico de hoy, mañana será el academismo más cuadrado? En verdad, como dicen los escritores cuando no saben cómo empezar una frase, hay muy poco qué decir sobre escribir cuentos a menos
que seas un explicador profesional. Si puede escribirlos, no tiene que explicarlos. Si no los puede hacer, ninguna explicación puede servir.

Hallé unas cuantas cosas que son ciertas. Si deja afuera cuestiones importantes o situaciones que conoce, la historia se fortalece. Si deja a un lado o pasa por alto algo porque no lo conoce, la historia no valdrá la pena. La prueba de cualquier historia está en qué tan bueno fue el material que el escritor, no el editor, quitó. Escribí el cuento "El gran río de dos corazones" sobre un muchacho volviendo a casa, malherido en la guerra. Esa herida general era una forma de daño muy elemental y tal vez más severa, pues quienes la sufrían no podían comentar su condición y no toleraban que se mencionara en su presencia. Por eso toda mención de la guerra está eliminada. Otro cuento, titulado "Un cambio de mar", todo quedó fuera. Había visto a una pareja en el bar Basque de St. Jean-de-Luz y conocía la historia muy bien. Así que dejé fuera la historia. Pero está todo ahí. No se ve, pero está ahí.

Es muy difícil hablar del trabajo propio, porque implica arrogancia y orgullo. Busqué reemplazar sacarme la arrogancia con humildad y a veces lo hago bien, pero sin orgullo no desearía seguir viviendo ni escribiendo y no publico nada de lo que no esté orgulloso. Puede tomarlo como quiera. Yo mismo podría no creerlo. Pero tal vez sólo somos diferentes. La historia del cuento "Cincuenta grandes", originalmente empezaba así: "¿Cómo despachaste tan fácil a Benny, Jack? -le preguntó el soldado. -Benny es un boxeador terriblemente listo -dijo Jack-. Todo el tiempo que está ahí, lo pasa pensando. Todo el tiempo está pensando. Yo lo estaba golpeando". Le conté la historia a Scott Fitzgerald en París, antes de escribirla, tratando de explicarle cómo funcionaba un boxeador realmente grande como Jack Britton. Escribí el cuento con ese incidente y cuando estuvo terminado yo estaba muy contento y se lo mostré a Scott. Dijo que le gustaba mucho la historia y habló de ella con tanto entusiasmo que me sentí apenado. Entonces dijo: "Sólo tiene una cosa mal, Ernest, y te lo digo como tu amigo. Tienes que quitar esa castaña rancia sobre Britton y Leonard".

En esa época mi humildad estaba en tal auge que pensé que él debía haber oído esa frase antes o que Britton la había dicho a alguien más. No fue sino hasta después de publicar el cuento, del cual había eliminado esa hermosa revelación de la metafísica del boxeo, que Fitzgerald, por el modo en que su mente funcionaba ese año, llamó "castaña rancia" a una declaración histórica porque la había oído una vez nada más por un amigo, que me di cuenta de lo peligrosa que puede ser esa atractiva virtud, la humildad. Así que sea humilde después, no durante la acción. Todos lo leerán con atención. Pero a veces no es intencional. A veces nada más no saben. Esta es la situación más triste de los escritores y la que hay que enfrentar con mayor frecuencia.

Fitzgerald, mi amigo leal y devoto, quien estaba en verdad más interesado entonces en mi carrera que en la suya, me envió con el cuento a Scribner's. Ya había sido rechazado por Ray Long, de Cosmopolitan Magazine, por carecer de interés amoroso. Por mi parte estaba bien porque había eliminado todo interés amoroso y, a propósito, no aparecían mujeres, excepto un par de fulanas. Aparecían las dos tipas, como en Shakespeare, y salían de la historia. Es distinto de lo que oyen de sus instructores, que les dicen que si una tipa entra en el primer párrafo, debe reaparecer después para justificar su primera presencia. Esto no es cierto. También es falso que si hay un rifle colgado en la pared cuando empieza el cuento, debe ser disparado en la página catorce. Las probabilidades son, que si cuelga de la pared, ni siquiera disparará. El rifle sin disparar puede ser un símbolo, es cierto. Pero con un escritor lo bastante bueno, lo más posible es que algún tarado lo haya colgado ahí para verlo. Nunca se puede estar seguro. Tal vez está chiflado por los rifles, o a lo mejor lo puso ahí un decorador de interiores. O las dos cosas.

Así que, presionado el editor por Max Perkins, Scribner's Magazine aceptó publicar el cuento y pagarme doscientos cincuenta dólares, si lo podía acortar a una dimensión en que no tuviera que seguir en las últimas páginas de la revista. Expliqué sin calor ni esperanza, viendo la estupidez maciza del editor y su intransigencia, que ya había cortado la historia yo mismo y que el único modo de quitarle cinco mil palabras y que tuviera coherencia era amputarle las primeras cinco mil. Hice eso con frecuencia y los cuentos mejoran. No habría mejorado éste, pero pensé que era el culo de ellos, no el mío. Y lo pondría completo en algún libro. Se ve distinto en un libro.

Pero no. No cortarían las primeras cinco mil palabras. En cambio, lo dieron a un ayudante de editor muy joven y muy inteligente que me aseguró que lo cortaría sin dificultad. Eso fue exactamente lo que hizo en su primera tentativa, y donde quitó palabras la historia dejó de tener sentido. Ya había sido cortada con cautela cuando la escribí, y después, atendiendo a Scott, eliminé la metafísica que ordinariamente dejo. Así que al final se rindieron y eventualmente, según entiendo, Edward Weeks logró que Ellery Sedgewick lo publicara en Atlantic Monthly. Entonces, todos quisieron que escribiera cuentos sobre peleas y ya no escribí ninguna historia sobre peleas porque trato de escribir sólo un cuento sobre lo que sea. La vida es muy corta si te gusta y eso lo sabía incluso entonces. Hay otras cosas sobre las que se puede escribir y otra gente que escribe muy buenas historias de boxeadores. Recomiendo El profesional, de W.C. Heinz.

Al cuento "La luz del mundo" lo pude haber titulado "Estoy parado ante la puerta y toco" o algún otro título de ventana esmerilada, pero no lo pensé y de hecho "La luz del mundo" es mejor. Se trata de muchas cosas, no es un relato simple. Es una carta de amor a una prostituta llamada Alice, quien en la época del cuento debe haber pesado unas doscientas diez libras. Tal vez más. Y el asunto es que nadie, y eso incluye al lector, sabe cómo fuimos entonces y cómo somos ahora. Esto es peor en las mujeres que en nosotros, hasta el día en que uno se mira en el espejo en vez de mirar a las mujeres todo el tiempo, y al escribir el cuento estaba intentando hacer algo así. Pero hay muy pocas cosas básicas sobre las que se puede hacer algo. De modo que compruebo. Eso es lo que se debe aprender a hacer.

Es más difícil escribir sobre mujeres y no hay que preocuparse cuando dicen que no hay tales mujeres como aquellas de las que uno escribió. Eso sólo significa que nuestras mujeres no son como las de ellos. Lo que aprendí sobre las mujeres, no sólo en lo ético (como el nunca culparlas si te pegan la sífilis porque alguien se la pegó a ellas y muchas veces ni siquiera saben que la tienen), es que no importa cómo hacen, siempre piensan de sí mismas como en el mejor día que hayan tenido en su vida. Eso es más o menos todo lo que el escritor puede hacer al respecto y es lo que yo quise meter en mi cuento. Si está interesado en cómo tener la idea para un cuento, esto es lo que pasó con "Las nieves del Kilimanjaro". Lo tienen etiquetado y siempre tratan de hacerle sentir que es alguien que sólo puede escribir sobre sí mismo. Es una de las formas de escribir que se puede seguir y tal vez se aprenda algo de eso. Quien sabe escribir, puede hacerlo coloquialmente, pedante, inexorablemente aburrido o pura prosa inglesa, tal y como las máquinas tragamonedas pueden ser arregladas para que cedan, den un porcentaje o se queden con todo. Nadie que pueda escribir coloquialmente sufre hambres, excepto al principio. Los otros pueden comer con regularidad. Pero cualquier buen escritor puede hacerlo todo.

De todos modos, volvimos a casa desde África, que es un lugar donde uno se queda hasta que se acaba el dinero o lo golpean. Un año y en cuarentena, dije a los reporteros del barco cuando alguno me preguntó en qué proyecto iba a trabajar y cuándo tendría más dinero para volver a África. Las diversas guerras desmoronaron ese plan y me tomó diecinueve años regresar. Bueno, así estaba en los periódicos y una mujer de verdad amable y de verdad buena y de verdad rica me invitó a tomar el té y bebimos también algunos tragos y ella había leído en el diario sobre el proyecto. ¿Por qué debía esperar para volver a África por la simple falta de dinero? Ella, mi esposa y yo podríamos ir a África cuando quisiéramos y el dinero era sólo algo que se debía usar inteligentemente para el mayor goce de la gente buena y así. Era una oferta sincera, amable y buena y ella me gustaba mucho. Rechacé la invitación.

Entonces me fui a Key West y empecé a pensar qué habría pasado a un personaje como yo, cuyos defectos conozco, si hubiera aceptado la oferta. Así que comencé a inventar y me creé un tipo que pudiera hacer lo que inventé. Sé sobre la agonía porque pasé por eso. No sólo una vez. Así inventé cómo alguien a quien conozco y no me puede demandar -o sea yo- podía resultar y puse en un relato corto cosas que se usarían en, digamos, cuatro novelas si fuera cuidadoso y no un derrochador. Solté todo lo que había estado guardando. Lo solté de veras. No especulé con nada. O tal vez sí. ¿Quién sabe? Los verdaderos apostadores no especulan. Armé al hombre y a la mujer como pude y eché todo el material verdadero y con toda esa carga, la mayor carga que haya aguantado un cuento, pudo elevarse y volar. Eso me puso muy contento. Por eso pensé que éste era el mejor cuento que podría escribir en un tiempo y perdí interés e intenté otras formas de escritura.

No me gustan los explicadores, arrepentidos, humillados ni los alcahuetes. Ningún escritor debe ser nada de eso con su propio trabajo. Es sólo un pequeño consejo que no hace ningún daño. Esto no quiere decir que no tengan que explicar, justificar o solicitar por otro escritor. Yo lo hice y con la mejor suerte estuve haciéndolo para Faulkner. Cuando no lo conocían en Europa dije a todos que era el mejor que teníamos a mano y esas cosas y me humillé a su favor y lo levanté cuanto pude porque hasta entonces nadie lo había ayudado. Pero, ahora, en cuanto tiene un par de cosas dentro, dice a los estudiantes qué está mal conmigo. Me fastidia esto porque pienso, carajo, tiene unas copas encima y tal vez hasta lo cree de veras. Así que ahora me preguntan qué pienso de él, como siempre, y como siempre yo me atoro y digo, ya saben qué bueno es. Exacto, su problema es que se lee a sí mismo bastante mal. Tal vez sólo sea por sus audacias. Pero desde hace tiempo cuando se pone audaz, hacia el final de un libro, le sale mal. Se cansa y sigue y sigue y ese exceso resulta muy penoso para el lector. Pensé que acaso sería útil leerlo usando yo mismo la audacia, pero no sirvió. Tal vez me hubiera servido de haber tenido catorce años. Pero sólo un año tuve catorce y entonces debo haber estado muy ocupado.

Una vez escribí tres cuentos en un día. Fue en Madrid. Estaba muy caliente, cargado de energía desinhibida. Y esa energía estaba canalizada hacia mi trabajo.Tal estado era el resultado del aire helado del Guadarrama, el bacalao a la vizcaína altamente sazonado, una cierta soledad vaga (estaba enamorado, la chica estaba en Bolonia y de todos modos no podía dormir, así que por qué no escribir). Y escribí.

El primero de ellos fue "Los asesinos", que había querido escribir antes, fracasando. Luego, después del desayuno me metí en la cama para calentarme y escribí "Hoy es viernes". Tenía tanto jugo que pensé que acaso me estaba volviendo loco y tenía como seis cuentos más por escribir. Así que me vestí y caminé a Fornos, el café de viejos toreros, y bebí café y regresé y escribí "Diez indios". Eso me puso muy triste y bebí algo de brandy y me fui a dormir. Había olvidado comer y uno de los mozos me subió un poco de bacalao y un filete chico y papas fritas y una botella de Valdepeñas.

La mujer que manejaba la pensión estaba siempre preocupada porque yo no comía lo suficiente y habíaenviado al mozo. Me recuerdo sentado en la cama comiendo y bebiendo el Valdepeñas. El mozo dijo que subiría otra botella. Dijo que la señora quería saber si iba a escribir toda la noche. Le dije que no, que me acostaría un rato. "¿Por qué no intenta escribir sólo otro más?", preguntó el mozo. "Se supone que sólo escribo uno", le dije. "Tonterías", contestó. "Puede escribir seis." "Lo intentaré mañana", dije. "Trate esta noche", dijo. "¿Por qué cree que la vieja mandó la comida?". "Estoy cansado", le dije. "Tonterías", contestó (la palabra no fue tonterías). "¿Usted, cansado después de tres miserables cuentos? Tradúzcame uno". "Déjeme en paz", le dije. "Cómo voy a escribir si no me deja solo". Así que me senté en la cama y pensé qué demonio de escritor era si el primer cuento era tan bueno como esperaba.

¿Le gusta "Los asesinos" porque aparecen Burt Lancaster y Ava Gardner? Excelente. Ya vamos llegando a algo. Siempre es un placer recordar a la señora Gardner como era entonces. Nunca conocí al señor Lancaster. El antecedente de esa historia es que yo tenía un abogado con cáncer y que quería efectivo más que cualquier cosa a largo plazo. Supongo que puede adivinar su interés. Así que cuando le ofrecieron una participación en la película y menos efectivo, optó por más efectivo. Nos salió mal a los dos. Murió y sólo conservé un interés académico en la película. Pero la compañía me la exhibe gratis cada vez que quiero ver a la señora Gardner y oír los disparos. Es una buena película, la única buena que se haya hecho de un relato mío. Una de las razones es que John Houston hizo el guión.

Todo escritor realmente bueno sabe exactamente lo que anda mal en todos los otros escritores buenos. No hay escritores perfectos a menos que escriban sólo un poco y se detengan ahí. Pero los escritores no ganan nada señalando a otro escritor ante los extraños mientras está vivo. Después de muerto el escritor, cuando ya no tiene que trabajar, todo vale. Un hijo de puta vivo es un hijo de puta muerto. No estoy hablando de peleas entre escritores. Aunque está bien y pueden ser graciosas. Si alguien me pega en el ojo, no protesto. Devuelvo el golpe. Eso enseña a la gente a ser limpia. Lo que quiero decir es que nunca debe hacérselo a otro escritor, digo, de veras hacerle algo. Sé que no lo deben hacer porque yo se lo hice una vez a Sherwood Anderson. Lo hice porque me sentía justificado, que es la peor cosa que se puede sentir, y pensé que él iba a mantener su modo de escribir y me podía burlar de eso mostrándole lo malo que era. Así que escribí "Torrentes de primavera". Fue cruel hacerlo, y no produjo ningún bien, y él escribió peor y peor. Pero, ¿qué carajo me importaba si él quería escribir mal? Nada. Entonces estaba justificado y más leal a la escritura que a mi amigo. Habría disparado a cualquiera si creyera que eso lo corregiría y lo haría escribir bien. Ahora sé que no se puede hacer nada por un escritor. Las semillas de su destrucción están en él desde el principio, y lo que queda por hacer con los escritores es tolerarlos.


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