Revista Cultura y Ocio

Es la hora – @tearsinrain_

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Despierta.

Cuando se incorpora la cabeza le duele horrores. No sabe donde está. A su alrededor todo está difuminado: los árboles parecen confundirse con el fondo, las casas unifamiliares se entremezclan, el suelo no se ve firme, sino como un río de asfalto. Cierra los ojos con fuerza y la oscuridad centellea. Le invade una sensación extraña, como de ausencia. Su memoria parece taponada, intenta averiguar qué ha pasado para sentirse así, sin embargo al hacerlo se marea, le entra vértigo y tiene que parar. Vuelve a levantar los párpados y asocia, en la falta de uniformidad de lo que percibe, alguna lesión, espera que de tipo temporal, que le afecta la vista. . Lo curioso de esta afectación, piensa, es que, cuanto más lejos mira, la mezcla de objetos es mayor, hasta ser incapaz de distinguir nada a unos cien metros; Como parte de un cuadro donde el pintor ha decidido que nada esté definido, que para interpretarlo correctamente se necesite cierta capacidad de intuición. Ve dos cuerpos en el suelo, un coche contra otro, gente corriendo y otros mirando y todo, visto con esa singular visión, está dotado de cierta belleza.

Se levanta percatándose entonces de que hasta hace unos segundos no oía nada. Ahora, de forma amortiguada, filtrada, empiezan a llegarle sonidos. Como si un trompetista de jazz tocara con sordina y fuera subiendo la intensidad de su propia música improvisada, los estímulos auditivos van llegando en progresión. Oye sirenas, oye conversaciones asustadas en voz alta. Entre las voces, una más cercana se dirige a él. Una chica joven de piel blanca y cabello negro le mira preocupada y le pregunta qué ha pasado. Él se encoge de hombros y niega con la cabeza. No lo sabe. Todo resulta excesivamente confuso.

Se dispone a hablar, pero ,en el intento, las cuerdas vocales le producen un dolor agudo y punzante. Se agarra la garganta, intenta respirar con calma, pero el aire está encallado entre la tráquea y la laringe. Es un aire caliente, casi ardiente, y le invade de inmediato una necesidad imperiosa de vomitar, pero no lo consigue. Cae de rodillas. Y el dolor en las rodillas no es proporcional, es excesivo. La chica de piel blanca y cabello negro se arrodilla junto a él, está llorando. Balbucea algo ininteligible parecido a un “lo siento”, pero no está seguro. Intenta sosegarse. De repente el aire oprimido sale y entra una bocanada fresca que le hace sentirse extraordinariamente bien. Mira. Un coche rojo está encastado a una farola, torcida por el impacto. Otro coche granate ha dado un frenazo y ha chocado lateralmente contra el primero. Unos bomberos intentan sacar a un hombre de edad avanzada que tiembla completamente mientras le dicen que se calme, que saldrá de ahí.

En el suelo siguen los dos cuerpos tendidos. A uno intentan revivirle con el boca a boca y masajes cardíacos. Un paramédico ausculta el pecho del otro cuerpo, de una mujer joven. “Ha sido un accidente terrible”, dice la chica llorando, ahora sí la ha entendido. “Todo culpa mía”, añade. Y se ahoga en llantos. Hay mucha gente mirando: morbosos, curiosos. Dos coches de policía flanquean la calle. Hay un camión de bomberos y también dos ambulancias. Los profesionales van y vienen corriendo, la gente está quieta. Él no reconoce a nadie, no está en su barrio, no recuerda qué hace allí.

Siente un pinchazo en el corazón, la vista se le nubla y los oídos se le tapan justo a tiempo para ver a la chica sollozando con la cara entre las manos y escuchar algo parecido a “por favor, no, por favor, es culpa mía”. Detrás de la chica, abriéndose paso entre el paisaje difuminado, avanza una figura alta y erguida, y la niebla que lo envuelve todo parece apartarse a su paso. No puede seguir mirando, el pecho le duele tanto que le obliga a curvarse, su frente topa contra el suelo frío de asfalto, alarga los brazos en un movimiento desesperado de liberación y entonces su mano izquierda encuentra algo. Lo palpa. Es un libro. De repente, se hace el silencio absoluto y la vista se aclara. Ese libro. Lo recoge y lo mira. El dolor en el pecho se mitiga, la cabeza ya no quiere estallar, el aire ya no es necesario. Sabe dónde está y qué hace allí. El libro. La imagen de la portada le trae un millón de recuerdos, ordenados, que pasan como una película a cámara rápida por delante de él, pero el tiempo se ha detenido y puede ver todos y cada uno de ellos. Le cae una lágrima que resbala con naturalidad por su mejilla, es tibia y reconfortante. Acaricia el libro: la portada, el lomo, la contraportada, pasa el dedo por el filo de las páginas.

Levanta la vista. Una figura enorme está frente a él, a un par de metros, la que se abría paso entre la niebla. Viste completamente de oscuro, pero no es negro, es indefinible. No le ve el rostro, sombreado por un sombrero de ala ancha. La chica de piel clara y cabello negro también la ve. “Es la hora” dice la figura a la chica con una voz extrañamente melodiosa dentro de un tono curiosamente amable. Él se levanta, ya no le duele nada. Se acerca a la figura quien, de repente, alarga una mano formada por cinco largos dedos delgados. “No, para ti todavía no”, dice y al tiempo sopla. Y el aliento de la Muerte le entra por los pulmones. Todo el dolor vuelve al acto y no es capaz de sostenerse en pie y cae. La chica y la figura desaparecen entre la niebla. Ve entonces los rostros de alguien que sonríe y dice que lo tienen, lo tienen.

Se duerme.

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