Revista Mundo animal

Escarmentando al perro (oh, my dog)

Por Francissco

Hombre (yo) vs Perro.Escarmentando al perro (oh, my dog)

Lesioné y agredí mediante manipulaciones al perro de una vecina y es algo que lamento y llevo clavado como una espina en mi conciencia de persona racional. Ya han pasado los años, pero lo recuerdo como si hubiera pasado esta mañana (es que estoy escribiendo en la tarde noche, maj@s)

Fue una de las más importantes decisiones morales que he tomado, dado que nunca había matado una mosca hasta aquel entonces. Decidí justamente eso, matar si era preciso antes que ser la víctima de un cuadrúpedo. Y aunque era víctima directa suya, también lo era indirectamente de la incalificable sopla******  de su dueña, una abanderada de la irresponsabilidad y auténtica tirana vecinal.

Los aireados ataques de perros domésticos a personas, demuestran que el perro siempre es el mejor amigo del hombre, sí, pero de un hombre, uno y para de contar y no siempre. Y más ahora, con el aislamiento urbano en nuestros bloques colmena ¿Pero como empezó toda la historia?  ¿Con los cromañones quizá, en las hogueras?

Podría ser. Mi vecina era una cromañona moderna y en su casa no habían hogueras sino lámparas caras. Además de ello, poseía un formidable pastor alemán, cautivo en el piso todo el día como el prisionero de Zenda. Es posible que algunos de sus genes rebeldes le hicieran desfilar imágenes de bosques por donde perseguía presas, no sé. Sería tema para algún psicólogo canino, supongo (me enteré de que existen, manda cojones)

Pero el chucho solamente salía del piso cuando la vecina lo pedía por el telefonillo a las hijas. Tenía la tienda al lado del patio, la cerraba y tocando el timbre gritaba como una posesa: “Aabre la pueerta y que salga maskón, niiñaa…” Aaay, díos. Aaay. Esa hora, serían nueve y media o así, era cuando  llegaba yo del instituto, con horario nocturno en aquel curso.

Y una de cada tres veces, por  lo menos, se repetía la misma secuencia de pesadilla, por algún tipo de coincidencia diabólica. A mí me pillaba subiendo a casa de mis padres por un patio sin ascensor y escuchaba el grito gutural cuando estaba entre pisos,  en medio de la escalera, atrapado entre la bestia bajando folladísima y la dueña abajo en la salida, pletórica como una verdulera maníaca.

Y allí estaba, dioos, madre mía, allí bajaba enfilando escaleras con el hocico negro apuntando hacía a mí, que subía con las carpetas y los apuntes. Era siempre un momento intensísimo y  el vello se me ponía como las escarpias. Inciso: ¿verdad que mola? Pues yo evitaba mirarle el morro, sintiéndome como un cordero ya degollado y fijándome en la escayola del techo, no obstante, descubriendo inesperadamente lo chula que era, oyess.

La fiera, que bajaba ladrando como el mismísimo Perro del Infierno, dejaba de hacerlo por un instante y consideraba la situación. Era algo rápido, se lo había grabado a fuego la evolución y le dictaba que yo no valía la pena. Un breve gruñido y para de ladrar y contar.

Pero ¿y yo? ¿que era de mí? Mi persona era un amasijo de nervios, con la adrenalina chorreando a espuertas y con taquicardia para media hora. “¿Otra vez el perrito, hijo?”   “Sí, mami, sí, otra vez ese animalaco de mierda” (Yo, con la cara blanca como la harina al llegar al hogar…que trances, señor…)

Y decidí terminar con aquello. Así, en uno de esos momentos de crecimiento en los que te haces con las riendas de lo que vives. O eso piensas ingenuamente, ja. Tenía en mi casa un bloque de parafina blanca, material resbaladizo y untuoso donde los haya. Lo saqué de la fábrica de un pariente, donde lo usaban para reducir la fricción de las piezas de madera al pasar por las máquinas. Era muy eficaz para eso y también para que resbalaran espectacularmente  los operarios descuidados, vaya capullos, con toda la que caía espolvoreada al frotar.

Aquél día, salí una hora antes de las clases y comprobé cuando llegaba que la tienda de la vecinita aún estaba abierta. Viendo esto, subo hasta casa a toda virolla y me pongo a controlar desde la ventana de mi cuarto el cierre de la tienda, que el diseño del edificio, haciendo ángulo,   me permitía ver.

Y ya veo como baja persianas…agarro el cacho de parafina y subo hasta un rellano intermedio entre pisos, donde no hay puertas…me pongo a frotar como un poseso el suelo…esta porquería se vuelve casi invisible cuando la frotas…estoy exultante y cardíaco, pero como me vea alguién ya puedo fallecer…y abajo a casita corriendo.

Y por fin el grito de llamada,  la berrea de todas las noches. “Aaabrele a maskón…, jaarl”. Y en efecto, este bicho de nombre estúpido sale de estampida, conmigo oyendo a través de la puerta abierta apenas un milímetro. Las uñas bajan rasgando, la escalera resuena  enterita con el can, hasta que… ¿qué? Una interrupción. Sutil. Un deslizamiento, un “aiing” agudo, desencajado y un topetazo seco, brutal.

Y luego la debacle, la de Dios es Cristo, juas, juas, juas. Es crudo confesarlo pero casi me entra el orgasmo de puro placer asesino. Allí había un animal chillando histérico que ya no bajaba escaleras ni ganas que le quedaban, las hijas corriendo a ver y la madre que sube, todas ellas chillando. El perro acabó con una pata rota y la mandíbula desencajada de por vida. Esa misma noche lo llevaron vete a saber donde, un veterinario de guardia, no sé.

Vecinos que acudían atraídos comentaban lo de que será “esa guarrería resbalosa que hay por el suelo, quien la habrá derramado”. Justamente, esa frase, hizo que se me pusieran las gónadas por corbata pero, afortunadamente, nadie pareció atar cabos.

La cuestión es que no se mató, menos mal. Posteriormente, lo bajaban cojeando las hijas y a veces veía, con pena y remordimiento, la mandíbula tan fea que le quedó, mostrándome el fracaso de la convivencia entre animal y bestia. Decidid vosotros quien era quien. A mí, la sensación de triunfo me duró poco.

Un saludo perruno. Y lo siento en el alma, maskón.


 


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