Revista Cultura y Ocio

Estoy en cinco minutos – @asier_triguero

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Llueve. Las escobillas de mi furgoneta trabajan con desgana emitiendo un parabólico lamento. Es martes y no me queda líquido en el limpiaparabrisas. La planta desnuda de mi pie derecho pisa con decisión el acelerador. Hay olas y Jerry García lo sabe, por eso canta “Friend of the Devil” sólo para mí y para las chancletas que descansan sobre el salpicadero. Bueno, y también para ella, claro está, ya que detrás, en su propia cama, mi chica preferida (una tabla de surf clásica “retro fish” de dos quillas de madera) viaja tumbada y algo impaciente. “Ya llegamos, tranquila. Estoy a cinco minutos”, le digo por el retrovisor.

Continuamos por la avenida y todo son gotas de lluvia y rock & roll antiguo. Ella y yo. Nunca nos ha faltado nadie más. Prendo medio cigarro que tenía olvidado entre los dedos y cuando levanto la vista tras sacudirme la ceniza que se ha desprendido sobre mi bragueta, descubro que bajo la luz roja del semáforo hay dos rubias mojadas haciendo autoestop. Una de ellas bebe a morro de un cartón de zumo de naranja; gotitas cual purpurina sobre sus muslos bronceados. Una indiscreta humedad me revela que su amiga (pulgar erecto a favor de mi trayectoria), no lleva sujetador. Existen cientos de chicas como éstas aquí, recojo decenas a lo largo de la semana. Puedo notar el recelo de mi chica, dando golpecitos en el respaldo de mi asiento, recordándome la sesión de surf que nos espera en una playa gris y sin bañistas que está a cinco minutos de aquí. “¿En qué se diferencian éstas a las de ayer?”, me dice enfurruñada. Tiene razón, así que sintiéndolo por ellas, paso de largo y las dejo atrás. Pero el señor mayor que tengo delante y que conduce tan lento como puede conducir un hombre de su edad cuando llueve, encuentra un hueco libre y decide aparcar; así que me detengo y, antes de que pueda maniobrar para adelantarle, observo por el retrovisor la imagen empañada de las dos autoestopistas corriendo sonrientes y desbocadas hacia mi furgoneta. “No tengo opción, cariño”, le digo, “estoy a cinco minutos, pronto estaremos solos tú y yo”. Ella se da media vuelta cansada y nostálgica, y deja que su mirada se pierda tras la ventanilla, partiéndome el corazón. Les abro la puerta. Ambas se suben con un estiloso saltito en el asiento del copiloto. Su humedad enronquece la voz de Jerry, que ahora entona “Katie Mae”.

-To the BM? -pregunta Shanna.

-De acuerdo -contesto. Son tan sólo cuatrocientos metros en línea recta.

A Shanna le gusta surfear por la mañana y beber por la noche. Son las cinco y como ya tiene ganas, anuncia con gesto de actriz de televisión que van a comprar bebidas para la fiesta de luego.

El semáforo se pone verde. Su amiga tiene la tez levemente enrojecida por un sol que hace días que no brilla y su perlada muñeca viste sin esmero la pulsera del Boardx Surfcamp que tienen todas las autoestopistas aquí. Shanna se estira para mirarse en el espejito de la solapa y sus pechos quieren salirse de la oscurecida tela que los contiene dentro de una camiseta de tirantes. Su amiga ríe. Hablamos de surf y de playas.

Quedan sólo trescientos metros. Me preguntan por la furgoneta, por la cama de atrás, elogian a mi chica y hablan de la fiesta de luego.

Quedan doscientos. Les digo que yo también estoy en el camping pero no concreto dónde ni tampoco muestro interés por la fiesta. Quiero ganar puntos con mi chica y que se le pase el enfado antes de entrar en el agua.

Quedan cien, y el letrero azul y amarillo del BM asoma por la copa de un árbol que disfruta jugando con el viento y la lluvia. Hablamos de la posibilidad de vernos al día siguiente en la playa o en la carretera; les digo (sin mucho énfasis) que suelo recoger a gente. Ellas enuncian un sonoro y alegre “de puta madre” en castellano y añaden que mañana irán a surfear y que esperarán en la rotonda a que alguien las recoja. La amiga apura el cartón de zumo y se limpia una gota que resbala por su comisura.

Ya hemos llegado. Detengo la furgoneta. Saboreo la primera ola y ésta parece romper sobre el cabello mal peinado de ambas, sobre sus shorts mojados y sucios, sobre sus eternas chanclas de goma que aprisionan sus deditos morenos. Chicas de carretera. Unas autoestopistas más.

A la mañana siguiente, mientras camino descalzo por el paseo de la playa con mi chica bajo el brazo, un destello dorado me regala un dulce recuerdo. Las autoestopistas, secas y con la misma ropa que llevaban ayer cuando las recogí, se derraman sobre un banco de piedra que comienza a calentarse gracias a los primeros rayos de sol.

“¿Ves?”, dice mi chica, agitándose bajo mi brazo. “Ya lo sé”, contesto.

Cruzo la mirada con ellas, intento aunque sea ofrecer un educado saludo… Pero son resacas muy distintas las que ahora me distancian de ellas y que a su vez, me unen con mi chica.

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