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Factual: El Fin del Mundo

Publicado el 21 diciembre 2012 por Fimin

21 de Diciembre del 2012 | etiquetas: Factual, Manel Carrasco Twittear factual-el-fin-del-mundo

Corre, corre, que viene el apocalipsis. Resulta que hoy 21 de diciembre de 2012 estiramos la pata, doblamos la servilleta, hacemos mutis por el foro, palmamos colectivamente… que se acaba el mundo, vamos. O algo así predijeron los mayas, tan concretos en señalar un día como poco concisos en contar el qué y el cómo. Cuentan por ahí que en su calendario marcaron tan simpática fecha como el fin de una era y el inicio de otra.Eso sí, nadie tiene ni la más mínima idea de a qué se referían, o si simplemente no añadieron más páginas porque se les acabó la tinta de la impresora.

De hecho, algunos estudiosos se han hartado de insistir en que se han encontrado pruebas de que el calendario va muchos años más allá, pero cuando el día del fin del mundo ha sido utilizado hasta en los anuncios ya puedes desmentir lo que quieras, que no te van a oír. El tema ha dado mecha a teóricos de lo paranormal, mercachifles de lo esotérico y vendedores de humo. Y a los comercios, porque en Estados Unidos más de uno ha aprovisionado su casa con suministros de supervivencia, ha construido búnkeres a prueba de todo o, en algunos casos, ha amasado grandes cantidades de oro y piedras preciosas (que digo yo, ¿para qué demonios quieren oro en una sociedad destruida donde ya no hay mercados?). El acabose (nunca mejor dicho) del tema lo protagoniza un atajo de majaderos que asocian la elección de Barack Obama con el fin del sistema de valores norteamericano y, por extensión, de la humanidad. Hasta la NASA ha tenido que emitir un comunicado informando que el día 21 no se acaba nada de nada. En fin, cosas veredes.

Factual: El Fin del Mundo

Pero… ¿Y si tuvieran razón? El cine ha fabulado en innombrables ocasiones con una catástrofe que lo cambiara todo. La era del átomo detonó todas las fobias de una sociedad global que se dio cuenta de que ahora sí era posible destruir el mundo. De hecho, bastaba con que a un colgado de Washington y a otro de Moscú les diera por apretar un botón, o por llamar a un teléfono de color rojo, para que todo saltara por los aires. Cincuenta años más tarde, los misiles entre los dos bloques han dejado de apuntar (más o menos) pero el miedo reaparece cíclicamente, en especial cada vez que estamos en un periodo de crisis. Y éste, por si alguien no lo había notado, es un periodo de crisis. Tenemos fines del mundo para todos los gustos. Clásicos y rompedores. Acongojantes y risibles. No sabemos si alguno de ellos se acercará a lo que pueda pasar hoy, pero el abanico es grande. Eso sí, la psicosis que se ha generado en algunas regiones es tal que, pase lo que pase, esto va a ser una fiesta. Recordemos aquello que decía REM: es el fin del mundo tal y como lo conocemos (y a mí me parece bien)

El fin del mundo con papá

Una de las películas más inquietantes de los últimos años narra el viaje de un padre con su hijo hacia el sur, huyendo del frío, por las carreteras de una América destruida. Ha pasado algo. Y sea lo que sea ha significado el fin práctico de la sociedad. El hombre adquiere su clásica (y masticada) condición de lobo para el hombre y la explota hasta límites escalofriantes. The Road (2009) parte de una novela de Cormac McCarthy, galardonada con el Pulitzer, y se vale de una dirección segura y contundente, de una puesta en escena que te agarra las entrañas y, especialmente, de un dúo protagonista perfecto. ViggoMortensen reivindica su estado de forma como uno de los actores más intensos y más maduros del Hollywood actual. A su lado, el joven KodiSmit-McPhee da la réplica con la sensibilidad desacomplejada de un pequeño gran actor. Ambos asumen con todo el arrojo requerido una relación de padre-hijo que resulta tan creíble como hipnótica, puesta a prueba constantemente en el más hostil de los entornos. Triste, delicada, pesimista y (también) extrañamente humanista, por lo que tiene de reivindicación de los últimos rescoldos que hacen a un hombre bueno mientras todo cae. Su ausencia en los Oscar (especialmente en las categorías de interpretación) es un sinsentido histórico.

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El fin del mundo en (mala) compañía

El vecino es un plasta. Cuando te pilla en el ascensor te da la tabarra. En las reuniones de vecinos siempre se queja de tonterías y te obliga a alargar la sesión media hora más. De vez en cuando te llama a las cuatro de la madrugada insistiendo en que estás moviendo muebles (¡a las cuatro de la madrugada!). Y encima su hija está aprendiendo piano sin que se note mejora alguna, a juzgar por el hecho de que, desde hace años, le da por tocar (mal) My heart will go on de CelineDion (peor) a las cuatro de la madrugada(¡a las cuatro de la madrugada!). Eso sí, mejor tenerlo a él de vecino que a una manada de zombis. Intenta convencer a un muerto viviente de que le  ponga la correa al perro.

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El fenómeno zombi constituye uno  de los mayores miedos explotadospor el cine de terror contemporáneo. Tras el 11 de septiembre, la sociedad norteamericana empezó a considerar al vecino como un enemigo potencial, consciente como quizá no lo había sido nunca (ni en plena paranoia anticomunista) de que ni en casa se podían sentir totalmente seguros. El cine de zombis es el mayor símbolo de esa política del terror y de la psicosis.  El origen del invento lo podemos atribuir a George A. Romero, padre honorífico del zombi moderno gracias a La noche de los muertos vivientes (1968). Con cuatro duros, toneladas de talento y un equipo entregado, Romero filma una historia entre cuatro paredes llena de nervio y tensión, tan claustrofóbica y terrorífica por los monstruos que acechan fuera como por las dramáticas pulsiones que estallan dentro, entre un grupo de supervivientes que da rienda suelta a sus miedos más humanos.  Romero dio la campanada, redefiniendo el concepto del zombi desde la lejana cultura del vudú (que nos mostró en 1943 Jacques Tourneur con Yo anduve con un zombi) hasta la terrible cercanía de una zona rural genuinamente americana y, por extensión, occidental. Años más tarde, Romero repitió la jugada con idéntica maestría en Zombi: el amanecer de los muertos vivientes (1978) y desde entonces se ha convertido en una autoridad del género, con incursiones constantes entre las que destacamos El diario de los muertos (2007), donde aprovecha las técnicas del found footage para volver a su terreno predilecto.

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Antes de Romero, sin embargo, tuvimos a Vincent Price. Y eso no es moco de pavo. Olvidaos de Will Smith y de Charlton Heston:Price ya estaba solo en el mundo, gracias a la prodigiosa (e inquietante) mente del escritor Richard Matheson. Soy leyenda (1964) plantea un futuro donde el mundo está poblado por vampiros y todos los humanos han sido extinguidos. ¿Todos? No, Robert Morgan resiste ahora y siempre al invasor, armado de una estaca y al borde de la neura. Vincent Price cazavampiros, ni más ni menos. Un clásico del cine de terror.

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El fin del mundo en un cineclub

No solo de blockbusters vive la gran hecatombe. A veces para hablar del tururú definitivo nos ponemos las gafas de pasta y nos vamos a un garaje, o a una casita en las afueras. Si no, que se lo pregunten a dos cineastas tan aparentemente dispares como EvanGlodell y BelaTárr. El primero se ha dado a conocer con Bellflower (2011), saludada en los círculos más cool (y por Quentin Tarantino) como una de las mejores películas de su año. El otro, figura destacada del otrora conocido como cine de arte y ensayo, presenta The Turin Horse (2011), uno de los trabajos más personales, independientes y polémicos en Sitges el pasado año. Vayamos por partes:

Bellflower trata de dos amigos que planean formar un grupo de justicieros contra el caos en el marco del colapso de la civilización que creen inminente. Tomando como referente a Mad Max (1979), los dos protagonistas pasan las horas diseñando un lanzallamas, soñando con su modo de vida futuro. Un día, dos chicas entran en sus vidas y todo cambia. Glodell da en el clavo al adoptar la estética del film de George Miller y adaptarla a un relato mucho más intimista de lo que uno esperaría de entrada. El amor en los tiempos del apocalipsis. Y la locura, también, bajo un sol que achicharra y un paisaje pegajoso y polvoriento. Puede que, mientras ellos esperan el fin de todo, en realidad ya todo haya acabado. Sencillamente no lo hemos visto venir, nos hemos acostumbrado a ello y un día, bum,  nos estalla en las narices.

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The Turin Horse parte de un episodio de la vida de Friedrich Nietzsche pero no se centra en el filósofo, sino en los propietarios del caballo sobre el que el célebre pensador se abalanza, llorando, antes de enmudecer para siempre. Tarrfabula sobre la vida del cochero, de su hija y del caballo para trazar un relato sobre el destino trágico del hombre, representado por esta pequeña familia y su certeza silente de que el animal fallecerá pronto y que, en consecuencia, a ellos también los espera nada más que la muerte. El anticipo del fin de todo, en un ambiente de apocalipsis que se intuye en los márgenes de cada plano. Rodada en un opresivo blanco y negro, parca en medios como en palabras, The Turin Horse es tan fascinante como inclemente, capaz de explicar a un tiempo el entusiasmo militante que despierta en algunos y el cabreo que suscitó entre una parte la audiencia de Sitges, que fue abandonando la sala. Y por si no fuera poco, BélaTarr ha anunciado que será su último trabajo. Hasta aquí, y no más.

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El fin del mundo somos nosotros

Ni catástrofes naturales, ni epidemias de nada, ni muertos que resucitan y te ponen los geranios perdidos: el fin del mundo es cosa nuestra. Nosotros solitos, a base de fijación y empeño, nos lo vamos a cargar. Es cuestión de sentarse y ver qué se nos ocurre para mandarlo todo al cuerno. Nos bastamos solitos para ello, tenemos mucha imaginación. Antes de la guerra fría, antes de Hiroshima y antes de Nagasaki, la humanidad ya tenía motivos sobrados para pensar que algo no estaba haciendo bien. Si la Primera Guerra Mundial fue un horror que debía acabar lógicamente con todo belicismo, la Segunda demostró que de lógicos no tenemos nada. Han pasado 70 años y seguimos a vueltas con el conflicto. Y no es para menos. Por eso a nadie debería sorprenderle la entusiasta acogida que tuvo la serie documental Apocalipsis (2011). De producción francesa, narrada por Mathieu Kassovitz, las mejores bazas con que cuenta son una narración vibrante y bien documentada, exhaustiva en su búsqueda de datos y en la recuperación de imágenes prácticamente inéditas. A ello han añadido una técnica para colorear los fotogramas que, oh sorpresa, no sólo no es una molestia sino que logra que sintamos como propia la escala cromática que nos presenta.

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Apocalipsis, el ascenso de Hitler narra los convulsos años que permitieron al líder de un partido minoritario, cargado de odio y de misticismo pangermánico, adueñarse democráticamente del gobierno de uno de los países más cultos y avanzados del mundo.Es  la antesala del horror por venir, el que describe con escalofriante precisión Alain Resnais en su documental  Noche y niebla (1955). La cámara de Resnais viaja a Auschwitz diez años después de la liberación de los campos de concentración. El testimonio mudo de las paredes del recinto contrasta con las terribles imágenes de archivo que retratan lo que fue y lo que significó el Holocausto nazi. Hay pocos documentos sobre semejante drama tan contundentes como éste. Pone los pelos de punta.

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En una tesitura parecida, Pier Paolo Pasolini cuenta los primeros últimos días de la República de Saló, o para ser más exactos, de los preparativos que un grupo de representantes de las élites italianas efectúan para trasladarse a dicho lugar. Paradigma del sadismo y de la perversión, los refinados psicópatas capturan a un grupo de adolescentes y los someten a torturas atroces, siguiendo los principios del marqués de Sade. Saló y los 120 días de Sodoma (1975) es una películacontundente, polémica, tan terrible como inolvidable, donde el genio de Pasolini se deja sentir en cada escena. El genio y el drama, porque el cineasta incómodo por antonomasia sería asesinado poco después de finalizar el rodaje. Para el mundo quedaría su testamento en forma de una narración que nos saca los colores a todos.  El fin del mundo puede ser el canto del cisne de un modelo social que, ante los primeros humores de la podredumbre, deja paso al desenfreno hedonista de los instintos más crueles. La república de Saló es la última isla del régimen fascista, una prórroga antes del final definitivo, y allá se dirigen los torturadores de este delirio aterrador, encerrado en la belleza de un palacete renacentista.

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Y siguiendo con Pasolini, suyo es uno de los episodios de la sorprendente Ro.Go.Pa.G (1963), curiosa crónica en cuatro historias del fin del mundo. Aquí no hay grandes dramas globales, ni deprimentes paisajes muertos, ni amenazas a todo un colectivo. La debacle definitiva se palpa en el ambiente, en la narración de una azafata acosada por un mequetrefe, en la radioactividad que asola París, en el hambre de un extra en un rodaje bíblico, en las trampas del mercado sobre la clase media… El malestar atraviesa todo el metraje y se funde con la extravagancia y el humor. Y con OrsonWelles, sentado en una silla, sabedor de que la sociedad agoniza de fiebre y él se ha convertido en otro agente infeccioso. Roberto ROssellini, Jean-LucGOdard, Pier Paolo PAsolini y UgoGregoretti forman el cuarteto de ases tras las cámaras (cuyos apellidos dan nombre a la película). La premisa de cada una de las partes parece alejarla de un todo coherente, pero tras la narración y el tono de todas ellas late una reflexión sobre la deshumanización de los valores de los que hacía gala la vieja Europa, una suerte de fin del mundo político y social tan incómodo como, a día de hoy, terriblemente pertinente. Y con OrsonWelles, repito.

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Y hasta aquí. ¿Ocurrirá algo hoy? Puede que alguno le de por reconocer a su mujer que de quien está enamorado es de la cuñada (o de la suegra) por aquello de que de perdidos al río. Alguien del Madrid se hará del Barça, y viceversa. Más de uno aprovechará la velada para pegarse una gran cogorza. O simplemente el día pasará como cualquier otro, sin más. Nadie puede saberlo. Aunque lo que sí está claro es que los mayas tenían muy mala gaita. Mira que fijar para el fin del mundo el día antes del sorteo de la lotería de Navidad…


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