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Factual: Viajes Temporales

Publicado el 24 abril 2013 por Fimin

24 de Abril del 2013 | etiquetas: Factual, Viajes Temporales, Manel Carrasco

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¿El futuro? Hace un frío que pela. Desde que un albatros cuneiforme mutante se merendó el calefactor ultra plus del Manzanares que en esta ciudad no hay quien viva. Es lo que tiene el condenado invierno nuclear, que primero mucha coña con la hecatombe y con que habrá que espabilarse para sobrevivir, pero luego empieza a refrescar en pleno julio y ponte a buscar mantas. Visto en perspectiva, la última guerra alfonsina ya no tiene tanta gracia. ¿Pero quién se podía imaginar que el enemigo no bromeaba? ¿Cómo íbamos a saber que los murcianos tenían la bomba atómica?

En fin, a lo hecho, pecho.  Podríamos estar peor. Dicen en las noticias que la misión espacial Falete III acaba de volver del pasado, de una época en la que no ha habido ni guerra atómica, ni apocalipsis ni nada, pero en cambio se ve que hay crisis y los tertulianos están muy enfadados. Es un gran salto para la humanidad, porque nunca antes se había viajado atrás en el tiempo, pero para lo que hay que ver nos quedamos en el presente, que ya estamos acostumbrados. Y sobre todo ahora que el general Bertín Osborne, canciller de toda la humanidad mundial, ha hecho un llamamiento a sus súbditos para anunciar que saca otro disco de rancheras. Y esta vez va a petarlo.

El caso es que a raíz de este viaje en el tiempo nos ha parecido que podía ser una buena idea hacer un factual sobre películas que traten este acontecimiento tan de actualidad y que supondrá seguro, un hito inimagin… ¿qué demonios estamos diciendo? No, el invierno nuclear no cubre nuestras cabezas (de momento), ni hemos entrado en guerra (reitero, de momento) ni nuestro líder mundial canta rancheras (aquí sí debo insistir: de momento) y aunque sabemos que un factual trata de temas de actualidad, no hemos podido evitarlo. Quizá hubiéramos logrado una filigrana manida sobre hasta qué punto la situación actual supone un retroceso, un viaje a los episodios más negros de nuestro pasado, una involución que nos propulsa cien años atrás y todo eso, pero nada de ello explicaría lo que realmente nos motiva a escribir este post: nos chiflan los viajes en el tiempo. Es un material narrativo de primera, que ha dado muchos y muy buenos productos literarios y cinematográficos. ¿Cómo sería el mundo si…? ¿Cómo viviremos cuando…? Y a partir de aquí un escritor escribe, y un guionista guioniza, y el resultado nos deja batiendo palmas en más de una impagable ocasión. ¿Nos vamos de viaje?

Viaje al presente

Hay varias formas de hacer desaparecer un cadáver molesto. Lo puedes incinerar, sumergir en una piscina de ácido, enterrarlo en una pila de hormigón o cortarlo a pedacitos y abonar los geranios. Gracias al gran Rian Johnson ahora sabemos que también lo podemos mandar atrás en el tiempo. De hecho, para no mancharte las manos, puedes enviar a la víctima aún viva, que allí ya habrá alguien que se lo quite de encima en tu nombre. Limpio y bonito. Claro que la cosa pierde su aquél cuando descubres que la siguiente víctima que tienes que pelar es… bueno… algo más que un pequeño conflicto para tu conciencia. Looper (2012) aterrizó en el pasado Festival de Sitges con la expectativa de ser una nueva y valiosa muesca en el (en ocasiones) maltratado cine de ciencia ficción. Con tres nombres de empaque en su cartel y un director que apuntaba alto todos nos las prometíamos muy felices. Y mira, por una vez, todos dimos en el clavo.

Factual: Viajes Temporales

La propuesta de Johnson es un eficaz ejercicio narrativo que funciona en tres tiempos, donde los géneros se mezclan y se diluyen al servicio de una historia que gira sorprendentemente en el segundo acto y cobra un ritmo inesperado para la premisa y, en menor medida, para la carrera de un monstruo del cine norteamericano como es Bruce Willis. Frenética y contemplativa, desaforada y sobria, es capaz de contener en su metraje descacharrantes diálogos sobre el manido concepto de las paradojas temporales, justo después de golpearte con una de las escenas de tortura más escalofriantes (y más originales) que un servidor ha visto en mucho tiempo. La solvencia de Looper se nutre de un director excelente, que ya sorprendió a todo el mundo con su peculiar y estimulante manera de gestionar los tiempos y la cadencia de su detective de novela negra adolescente en Brick (2005). Rian Johnson encarna la dualidad de sus dos protagonistas: ya es el presente de la industria norteamericana, pero también será su futuro.

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Por cierto, ¿llegaremos a ver algún día por medios legales The Brothers Bloom (2008), su anterior trabajo?

Viaje de ida y vuelta

La vida nos da lecciones: “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”; “más vale pájaro en mano que ciento volando”; “se engancha antes a un tramposo que a un cojo”; “no desees a la mujer del vecino del quinto”; “si viajas atrás en el tiempo sobretodo no toques nada, porque la más mínima alteración del pasado podría traer consecuencias inimaginables…” De todos estos consejos es el último, brindado por el padre de Homer Simpson en la boda de su vástago, el que más hondo ha calado en nuestra generación de telespectadores. Ahora ya sabemos que si por casualidad viajamos a la Roma imperial mejor no toquemos la vajilla del emperador Augusto, o podemos descubrir a la vuelta que a la humanidad le ha crecido lengua de anfibio, o que llueven rosquillas del cielo, o que vivimos esclavizados por Ned Flanders.

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Quien también tiene muy claro este consejo es el capitán Matthew Yelland, al mando de un portaaviones nuclear que maniobra cerca de Hawái a principios de los 80 (¡y eso que él no ha visto Los Simpson!). Yelland y su tripulación son alcanzados por una extraña tormenta que no causa ningún desperfecto en la imponente nave. Cuando amaina, el día sobre el Pacífico es tan bonito que a nadie le sorprende encontrarse con un senador norteamericano que ha salido en barca a dar un paseo. Lo que ya es más raro es captar la presencia de dos cazas japoneses modelo Zero de los años 40 sobrevolando los cielos, en lo que a fin de cuentas no debe ser más que algún tipo de exhibición histórica. De repente los cazas aparecen en el cielo y abren fuego sobre la barca del senador y el portaaviones de Yelland.

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¿Qué demonios está pasando aquí?

Así empieza El final de la cuenta atrás (1980)  una película digna de figurar entre los mejores episodios de la Twilight Zone. Don Taylor dirige a Kirk Douglas y a Martin Sheen en uno de los clásicos de la ciencia ficción ochentera, una película de culto que fantasea con las paradojas temporales y los mundos paralelos, surgidos de una leve modificación en algún punto del pasado. El gran interrogante (¿Qué pasaría si…?) planea sobre un episodio clave de la historia de los Estados Unidos y del mundo en general, abriendo cuestiones capaces de convertir un bonitoblockbuster en una narración de alcance cuasi metafísico. Un encanto llegado por el túnel del tiempo desde los últimos (y brillantes) estertores del cine de los setenta.

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Claro que si una nave del ejército puede viajar de los años ochenta a los cuarenta, ¿por qué no al revés? Esta idea debió pasarle por la cabeza al gran John Carpenter cuando se embarcó en la producción de otra delicia del VHS y los casettes Fisher-Price. El experimento Filadelfia (1984) se sirve de la rumorología alrededor de un supuesto experimento del ejército norteamericano para enredar a Michael Paré y a Nancy Allen en otra trama de viajes en el tiempo, paradojas temporales y futuros alternos. Aunque para paradojas la de sus dos protagonistas, atrapados ellos también en el bucle temporal del cine ochentero y condenados a revivir una y otra vez su maravillosa filmografía de videoclub. Una vez más, el ejército, una nave, un viaje en el tiempo, y la inquietante posibilidad de cambiar, con un suspiro, toda la historia de la humanidad.

El viaje más breve

Ni pasados prehistóricos, ni futuros de vértigo, ni saltos cuánticos, ni togas romanas, pelucas dieciochescas, ucronías nazis, ni mandangas varias: a veces, el viaje en el tiempo más inquietante, más vertiginoso, más complejo y más pesadillesco tiene lugar en lo que dura… una hora. Es lo que necesita Héctor para asistir al desmoronamiento de su anodino día a día. Entre la inquietante imagen de un desnudo de mujer y la alucinada constatación de lo que se esconde en el bosque se despliegan los primeros eslabones de un complejo y vigoroso entramado de cajas chinas. Una historia en bucle, un complejo y estimulante ejercicio narrativo que parte del principio de autoconsistencia de Novikov (que niega toda posibilidad de paradoja temporal) paratejer un universo de niveles por el que el sufrido protagonista se pierde en su empeño de dotar de un cierto orden al caos desatado.

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Nacho Vigalondo ya es un cineasta conocido cuando presenta Los cronocrímenes (2008), su bautismo en el mundo del largometraje tras una carrera en el corto que lo había llevado hasta la mismísima alfombra de los Oscar. Su debut es una auténtica carta de intenciones, un ejercicio de amor por el cine y sus pliegues narrativos que suma en sus 88 minutos un catálogo de géneros y de modos donde casan la ciencia ficción con el terror y el slasher, y con una cierta forma de voyeurismo: la que es capaz de resucitar la fascinación por la mirada en la frontera del fuera de campo tan querida por Antonioni (o por Tinto Brass, ya puestos).

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Una premisa con gancho, una historia que reta al público a seguirle el ritmo, un Karra Elejalde en plena forma y una figura enmascarada en vendajes rosados que debería pasar a formar parte de la iconografía del cine español. Una hora de viaje, y todo se pone del revés. Y el espectador, mientras tanto, se lo pasa en grande, porque Vigalondo concibe sus escenas como cuadros dotados de múltiples lecturas, que la narración se encarga de ir descubriendo a medida que avanza, como si no fueran concebidas sólo en función de la necesidad dramática de cada momento sino también en el conjunto de la trama y en todos y cada uno de los giros que la integran. Un juego de significados que se abre en árbol a medida que la historia se va enrevesando, y que nos invita a un segundo y gustoso visionado para apreciar la complejidad de todo el armazón narrativo.

Viaje al futuro pasado

Una banda de moteros se pelea con otra banda de moteros. Hasta aquí, nada nuevo. Uno de ellos se topa con un niño de aspecto extraño y, acto seguido, con un ejército de funcionarios, soldados y científicos que lo arrastran como un tsunami. Empieza una pesadilla. Y todo ello, al lado de un enorme y escalofriante cráter, plantado en medio de lo que un día fue una ciudad próspera. A estas alturas, la mayoría de los que han sido jóvenes a caballo de los años 80 y 90 ya pueden adivinar de qué hablamos. Akira (1988) fue una revelación para muchos espectadores, que vieron en el trabajo de KatsuhiroOtomo un punto y aparte en la percepción que ellos y todo el mundo tenía del anime.

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La película de Otomo no se planteó en su día como un relato de viajes en el tiempo, pero sí como la distopía de un país que había vivido como ninguna el condenado drama de la muerte atómica en sus carnes. Bajo la forma de un extraordinario cómic primero, y como una imprescindible película después, Akira fue concebido con la vista puesta en un futuro ya pasado: en 1988 la Tercera Guerra Mundial engulle la ciudad de Tokyo en una burbuja de fuego que lo arrasa todo. Lo que viene a continuación es un relato donde la más inveterada amistad cruza su camino con la sed de poder, la demencia de una sociedad entera, el progreso mal entendido y la necesidad de reconstruir algo bueno en medio de los cascotes. Inquietante de principio a fin, coronada por uno de los cierres más dantescos y perturbadores de todo el cine de los 80, la cinta de Otomo es un punto y aparte en la historia del anime y, por extensión, de la animación en general.

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No en vano fue en su día la película de dibujos animados más cara de la historia, ni ha de extrañar a nadie que siga fijada en la memoria de dos generaciones de espectadores, ni que Hollywood lleve años ofreciendo anuncios y desmentidos sobre una posible adaptación en imagen real de la historia de Kaneda y Tetsuo. Otomo no es un optimista, pero trata con delicadeza a sus personajes; el Japón del que proviene ha visto caer dos bombas atómicas, pero bajo la violencia más o menos explícita de Akira y la desnaturalización de algunos de sus caracteres late una extraña forma de humanismo, descarnado y en ocasiones poco clemente.Una maravilla narrada con el mejor pulso por uno de los puntales de la animación japonesa. También una historia terrible, porque nada ni nadie nos garantiza que no necesitemos construir, un día, un NeoTokyo de los cimientos humeantes de nuestra civilizada sociedad.

El viaje a ninguna parte

La posibilidad de viajar en el tiempo es materia de abono para debates en programas esotéricos (Tutatis nos los conserve muchos años) tanto como en sus equivalentes científicos (Belenos nos conserve a Punset más años todavía). Entre los más incrédulos se repite como un mantra un argumento que, desde la perspectiva de un lego en cuestiones de física, es absolutamente irrebatible: Si los viajes en el tiempo serán posibles en el futuro, ¿por qué no hemos recibido ya la visita de nuestros tataranietos? ¿Por qué no ha venido nadie del siglo que viene?

Factual: Viajes Temporales

En 1928 Charles Chaplin estrena El circo (1928) en el ChineseTheatre de Los Angeles. El evento atrae multitudes, como corresponde a quien ya es una de las mayores celebridades del celuloide por todo el mundo. Además, aunque el público aún no lo sabe, la película es otra de sus obras maestras y está destinada a perdurar en el tiempo. El caso es que, hablando de trascender en el tiempo, unas imágenes grabadas en la entrada del cine nos muestran a una de las asistentes al estreno… hablando con un móvil. Ésa, al menos, es la idea que saltó en los medios de comunicación en 2010, y al verdad es que si contemplamos con atención las imágenes dan el pego: una mujer de unos 50 años, ataviada con un abrigo y un sombrero que sigue la estética de la época, pero que se cubre la cara con la mano como si acercara un pequeño objeto a la boca y al oído, en un gesto perfectamente contemporáneo. La misteriosa mujer parece que esté hablando con alguien e incluso sonríe antes de desaparecer por el otro extremo de la pantalla, pero no se dirige a nadie a su alrededor.

¿Qué sujeta en la mano? ¿Acaso está hablando por un  teléfono móvil con alguien? ¿Quizá se comunica con su hija en el futuro, para contarle que está a punto de asistir a la premiere de una película de Chaplin? Y la pregunta más importante: ¿Es que nos hemos vuelto todos locos de remate? Porque las imágenes saltaron en todos los medios de comunicación, en los informativos llamados “serios” tanto como en los programas de entretenimiento, planteando hipótesis de lo más peregrinas. Alguien debería haberse sentado a valorar que en 1928 Vodafone aún no había instalado repetidores en los Estados Unidos (ni en ninguna parte, de hecho) y que Orange empezó a cobrar las tarifas Delfín (o Panda, o Suricate de la pradera) unos añitos más tarde, décadas en realidad. Claro que alguien saltará a rebatir que si venía del futuro también podía traerse un móvil que mandara la señal a través del tiempo, y vuelta a empezar.   Nada, ni tan siquiera el maravilloso clásico de Charles Spencer Chaplin que ha dado pie a la polémica, ha servido para frenar la cascada de interpretaciones variopintas que han despertado las imágenes. Los hay que dicen que es un sonotone de la época, otros que es un teléfono como el que usaban los yuppies de 1980… En fin, ya se sabe que cuando se trata de ver gigantes nadie se fija en las aspas de molinos.


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