Revista Cultura y Ocio

Fado, fe, robo y buena comida en Lisboa

Publicado el 14 agosto 2015 por Blog De Golcar Golcar Rojas @golcar1

Fado, fe, robo y buena comida en Lisboa

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Poco más de seis horas duró el viaje de Madrid a Lisboa. Un trayecto tranquilo y con hermosos paisajes a ambos lados del camino. No hubo pérdida. Llegamos directo. Lo complicando fue encontrar el 112 de la Rua Vicente Borga, por la zona de Santos, cercana a Barrio Alto.
Lisboa es un laberinto de ruas, traversas y avenidas angostas que suben y bajan atiborradas de carros estacionados en la calzada a toda hora. Un seguro extravío para cualquiera, especialmente para un despistado como yo.
Por más que preguntamos, no era fácil, a pesar de la buena disposición de los portugueses para señalarnos el camino, comprender las indicaciones.
«De frente… A terceira vira a direita… segunda a izquerda… logo izquierda e uma volta mais a direita…».
No hubo caso. Dimos unas cuantas vueltas antes de dar con el edificio. José Navarro, el administrador de la propiedad, nos orientó por teléfono.
La zona no es bonita, pero por 225 euros por tres noches para cuatro personas no se puede pedir más. Nos sorprendió la brisa fría que recorría la ciudad a pesar de ser verano. Nada que ver con el calor que dejamos en Madrid.
El apartamento, una planta baja de un viejo edificio de tres pisos cuya ventana sin rejas ni protecciones da a la calle, estaba recién remodelado. Todo limpio y nuevo. Un solo ambiente con baño, kitchenette bien equipada y lavadora de ropa.
El barrio daba un poco de susto. Justo al lado del edificio hay una pequeña bodega de un paquistaní. En la estrecha calle cubierta con las típicas baldosas de piedra portuguesa que parecen brillar más con el tráfico y el uso, unos niños que sueñan con llegar a ser un Cristiano Ronaldo, jugaban fútbol con un balón que entró como un disparo por la ventana abierta y se estrelló contra un florero:
«Esto es lo más malo que les podrá pasar aquí si dejan la ventana abierta —dijo Navarro—, que entre un balón por la ventana. Los niños siempre están jugando fútbol. Entiendo que algunos latinoamericanos se asusten un poco al ver la zona porque les recuerda algunas áreas peligrosas de Brasil o Venezuela, pero aquí no pasa nada. Donde sí deben estar pendientes es en trenes y autobuses porque hay muchos carteristas».
Nos instalamos y salimos a caminar por la zona para encontrar un sitio donde comer. Lo encontramos en una esquina cercana donde comimos bacalao con garbanzos, salmón grillado y sardinas.
Luego paseamos por el Barrio Alto y en mi afán por escuchar fado y por el temor de irnos de Lisboa sin hacer realidad mi sueño, nos metimos en un sitio lujoso y caro, justo lo que yo no quería para satisfacer mi anhelo. Mi sueño era oír el fado en los bares a donde van los portugueses a oírlo y este no era el caso.
Decepcionados, salimos del sitio y nos zambullimos en las calles llenas de gente, principalmente jóvenes que ríen y beben. Muchachos de diferentes partes del mundo que convierten Barrio Alto en una inmensa fiesta callejera sin importar que es lunes. Estamos en verano.
El martes, a las 7:30 de la mañana me desperté sin más sueño. Cristian, Yofrank y José dormían sin compasión. Decidí salir a buscar un supermercado para comprar el desayuno.
Las ruas estaban desoladas. En el cielo azul brillaba una hermosa luna mañanera en cuarto menguante. A esa hora no estaban puestas ni las calles. Con el temor de extraviarme en ese laberinto luso, emprendí la aventura callejera. Navarro me había aconsejado no comprar en el paki de la esquina porque allí todo es más caro.
Los portugueses son tan amables que,  al contrario de lo que sucede en otras partes del mundo —incluso de habla hispana—, se esfuerzan en comprender lo que uno les dice y hasta nos hacen creer que «falamos portugueis». Preguntando a las pocas almas que a esa hora estaban despiertas, llegué al sitio a las ocho. Una señora que organizaba el movimiento del súper me miró como si viera a un loco y me indicó que la hora de abrir era a las nueve. Mucho tiempo para esperar.  Con el temor de no encontrar el camino de regreso, volví sobre mis pasos. Para mi sorpresa, llegué sin pérdidas.
Después de desayunar, nos fuimos hasta la estación de tren para ir a conocer Belém.
Haciendo números y sacando cuentas del tiempo y el dinero, decidimos que lo mejor era ir en bus.
Tomamos el 278. Al subir, le recordé a Cristian que debíamos estar atentos a los bolsillos porque la unidad iba llena y tendríamos que ir de pie.
Dos minutos, un frenazo hace que Cristian pierda el equilibrio y se agarre con las dos manos para no caer. Inmediatamente después, me dice: «¡Me sacaron la cartera! ¡Fue ese desgraciado!», y señala a un hombre que se está bajando del bus junto con otro tipo y dos mujeres.
En el piso del autobús estaban todos los euros en un rollo. Al carterista se le cayeron cuando los extrajo.
En la siguiente parada, nos bajamos los cuatro para ver en la zona donde bajaron los ladrones y tratar de encontrar la billetera. Habíamos recuperado el dinero, pero queríamos también los documentos.
Al aproximarnos al sitio, Cristian señala al frente, donde está un policía, y grita en castellano: «¡Ese hombre me robó!». Cruzamos la calle y tratamos de explicar a los oficiales lo sucedido. Allí están los cuatro carteristas muy tranquilos. Son rumanos y por su actitud se nota que están acostumbrados a la situación. No hablan ni protestan. Tampoco niegan la acusación. Ellas miran con cierta sorna a los agentes. Saben que las consecuencias no serán graves. Dos días detenidos. Nada más.
A los carteristas los esposan y los suben en una patrulla. A Cristian lo llevan a declarar en otro vehículo y el policía indica que yo debo ir también porque se supone que «hablo» y «entiendo» un poco más. Yofrank y José tomarán un autobús y nos alcanzarán en la «Esquadra de Polízia» de Belem.
Ya subidos en la patrulla policial, los testículos llegan al cuello. ¡Qué manera de conducir la de los carajos!
El trato de los oficiales fue siempre amable. Se notaban molestos por el mal rato y la mala imagen para Lisboa pero no hubo en ningún momento un gesto de desprecio para nosotros. Nos comentaron que son demasiados los carteristas en Lisboa. Los rumanos seguían de lo más tranquilos, para ellos no era mas que un trámite cotidiano.
En la comisaría, unos volantes hechos con la figura de una sardina, ícono de la ciudad, advertían en varios idiomas a los turistas del peligro de ser despojados del dinero y documentos por los carteristas.
Poco más de una hora estuvimos allí. La denuncia quedó hecha. Nosotros a seguir el paseo que todo fue «menos peor» de lo que podría ser. Nada que un arroz con pulpo, unos pinchos de cerdo y res, un vino verde y unos pastelitos de Belem y luego un recorrido por la hermosa zona de Belem, no puedan curar.
Descansamos un rato en la tarde y en la noche fuimos a caminar por los lados del Centro Histórico.
Al recorrer la imponente zona, uno llega a comprender en su totalidad el poder alcanzado por el imperio portugués. Todo en el Centro Histórico es majestuoso, impregnado de grandeza y riqueza.
De regreso al apartamento, paseamos por Barrio Alto. La fiesta seguía prendida. En un bar pequeño que decía algo de fado en la puerta, pregunté a la encargada y me dijo que no, que allí no presentaban fados. Pero me indicó cómo llegar al sitio donde podríamos disfrutar de buenos cantantes de fado.
En  el número 32 de la «Rua do Diarios do Noticias», un atlante rubio y de ojos azules, con cara de pocos amigos, me cierra el paso cuando intento abrir la puerta para entrar. Muy serio, me hace señas para que me haga a un lado y espere. Pega el oído a la puerta y, al poco rato, me indica que puedo pasar, pero rápido y en silencio.
La «Tasca do Chico» no es un bar; es un templo del fado. Un pequeño espacio de unos treinta metros cuadrados en cuyas paredes están las imágenes de los más significativos cantantes de fado de todos los tiempos. Es un sitio acogedor atendido por Joao Carlos, fadista, quien se encarga de presentar a los cantantes y como un perro guardian se ocupa de mandar a callar a quienes osen hacer ruido mientras los intérpretes cantan.
«La tasca de Chico» es mi sueño hecho realidad. Una jarra de sangría nos acompañó el rato. En una pared se leían avisos que decían «El fado es amarillo», «El fado es negro», «El fado es blanco».
Cuando uno escucha y ve a los intérpretes de fado, logra entender un poco más la forma de ser de los portugueses. Esa manera tímida de plantarse frente a la gente, con las manos entrelazadas o unidas por las yemas de los dedos o metidas en los bolsillos. Con los ojos cerrados. Casi sin expresión corporal, todo queda a cuenta de la voz y el sentimiento. Lo más expresivo que realizan con su cuerpo es despegar un poco los talones del suelo, apretando el culo para que la voz sea ese chorro de sentimiento que nace en las entrañas y explota en la garganta con las venas del cuello brotadas. Un volcán contenido, reprimido, que tiene como válvula de escape un torrente de sentimientos, de «saudade» que se libera con el canto.
A la noche siguiente volveríamos a «A tasca do Chico»

Fátima

Después de tomar el desayuno en el mercado, en una zona donde hay sólo puestos de comida gourmet con los nombres de los chefs en cada estante, tomamos el carro y nos fuimos a visitar el Santuario de. Fátima. Un espacio para la devoción a la Virgen aparecida en una casita de la zona. Una inmensa área dedicada a la fe Mariana.
Prendimos una vela a Fátima para agradecer y pedir su protección y luego fuimos a conocer Obidos, una ciudad a medio camino entre Fátima y Lisboa.
Cometimos el error de dejarnos guiar por los avisos y en lugar de visitar la ciudad, fuimos a parar en la ciudad amurallada, que más parece un parque temático que un lugar histórico. No está mal para quienes disfrutan de ese tipo de turismo. Un poco aburrido, con muchos puestos repetidos vendiendo los mismos souvenirs y restaurantes caros y poco atractivos.
Lo más interesante fue conocer a una señora que hace «capinhas» un pan dulce y especiado que recuerda un poco el sabor de algunos panes de los andes venezolanos. La receta de la señora tiene en su familia mas de 100 años, ha pasado de generación en generación. Las bolas de coco también estaban riquísimas.
Lo otro que me gustó fue probar el licor de guindas servido en diminutas tazas de chocolate que uno se come con el último sorbo. Les advierto que si prueban el licor al llegar, más adelante se encontrarán con que adentro sale más económica la prueba.
A la salida, compramos unas pulseras a una divertida brasileña que viaja con su esposo gallego de feria en feria, vendiendo sus artesanías de cuero. Ella nos advirtió de que en la ciudad no conseguiríamos nada abierto donde comer, por la hora. Los lugares abrirían a eso de las siete de la tarde.
Con la «capinha» y las bolas de coco nos aguantamos hasta llegar a Lisboa y comer en un sitio menos costoso y menos turístico, pero más apetitoso.
Ya de vuelta en el apartamento, un baño y una siesta y de nuevo a Barrio Alto a la «Tasca do Chico» para tomar algo y escuchar fado.
La mañana del último día en Lisboa, nos fuimos a visitar de día el Centro Histórico que habíamos conocido de noche. Majestuoso también bajo la luz del sol. Y a pleno día como en la noche, nos sorprendieron los vendedores de drogas que se le aproximan a los turistas para ofrecer, en un murmullo pero sin mucho temor, «Coca, hachís, marihuana…».
Me descalcé y metí los pies en las gélidas aguas del Tejo, con el puente de Lisboa como telón de fondo.
Para despedirnos de la ciudad, comimos unos deliciosos pasteles de bacalao con queso fundido adentro. Algunas fotos a los hipsters que pululan por el centro histórico exhibiendo sus atuendos y estilismos, y de vuelta al carro para viajar hasta Oporto, Porto para los portugueses.

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