Revista En Femenino

Fair & Desire

Por Expatxcojones

Fair & Desire

Fair & Desire, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com


Hay días en que sales sin ganas, arrastrando los pies y pensando que más te valdría haberte quedado en casa. Así me sentía el pasado fin de semana. Me hubiera gustado ir de bares —andando por la ciudad he descubierto algunos de lo más chungo—. Quiero ir. Me pica la curiosidad. Aventurarme por esos cuchitriles de mala muerte y ver qué se cuece una vez dentro. Pero mi propuesta de desmadre canalla no cuaja. Alguien propone un plan alternativo —en teoría más tranquilo— y para allá que nos vamos.
˝Mesa reservada para seis energúmenos en el O.T.R.I.K a las nueve”, pone el mensaje.
Es la primera vez que pongo un pie en este restaurante. Al hacerlo, me encuentro un local de techos altos, muebles rojos y una moto colgada en la pared. La gracia del sitio, nos anuncia M, es que ofrecen música en directo. Y como si hubieran escuchado sus palabras a modo de presentación, hacen acto de presencia. Son dos. Un hombre y una mujer. De piel negra como el carbón y dientes blanquísimos. Ella, de pie, se coloca sonriente frente al micro. Él, sentado, muy serio, pone las manos en el teclado. Así empieza el show.
Tocan versiones de clásicos conocidos y, al hacerlo, bromeamos sobre lo alto que tienen el volumen. No vamos a poder hablar, dice el Kalvo y me preparo para una de esas noches aburridas en que lo más divertido serán cuatro chistes verdes. Pero no. Qué va. La música se va animando y nosotros con ella. Los clásicos dan paso a los hits más comerciales. Poco a poco, la gente abandona sus sillas y el espacio frente al dúo se convierte en una pista improvisada llena de gente bailando. Saltamos, chillamos y sudamos como locos hasta que se hacen las tantas y, amablemente, nos invitan a irnos. Son más de las dos y en el local sólo quedamos nosotros.
Mis amigos ya están todos fuera. Yo cojo la chaqueta, el bolso y me enciendo un último pitillo. Cuando estoy a punto de salir por la puerta los veo a los dos sentados en una mesa. Me acerco. Entre los tacones de infarto que llevo y las copas de más, andar me resulta de todo menos fácil. Hago un esfuerzo por no caerme. Al llegar frente a ellos pongo mi mejor cara, les suelto el rollo del blog y les pido el número de teléfono. Cinco minutos después salgo de allí con su tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón.
Se llaman Fairbien y Desiree, tienen treinta años, están casados y son originarios de Costa de Marfil.
Con una población estimada deveinte millones de habitantes, Costa de Marfil ocupa una superficie comparable a la de Noruega. Es un país con grandes paisajes, desde playas kilométricas, sabanas desérticas hasta selvas vírgenes. También hay grandes plantaciones de café, cacao y banana. Pero a pesar de ser uno de los países más prósperos de África Occidental, la esperanza de vida no llega a los cincuenta años, cuarenta y nueve para ser exactos. El idioma oficial es el francés pero se estima que la población habla un total de 78 lenguas distintas, casi nada.
   —Es un país rico. Se vive bien— me dice Fairbien.   —¿Entonces por qué lo abandonasteis?   —Queríamos aventura— responde Desiree y ambos ríen.
Desiree, hija de un policía y una secretaria, dejó su trabajo en una compañía telefónica de la capital para intentar hacer realidad su sueño. Y lo consiguió. Se convirtió en cantante de Góspel y publicó tres álbumes. Pero no era suficiente. Quería más. Y con apenas veintiún años abandonó Costa de Marfil y se fue a Gana. Ocho años después volvería a hacer las maletas. Esta vez para irse a Marruecos.
   —Para nosotros venir aquí es una oportunidad —dice Fairbien— . En nuestro país no hay guerra pero sí una fuerte inestabilidad política y mucha corrupción. Eso hace más difícil el desarrollarse como músico. En Marruecos somos libres. Podemos decidir qué queremos hacer. La única putada es que no tenemos un salario fijo a fin de mes.
Esta pareja de músicos africanos tiene su casa en Rabat, allí están cuando no viajan, que es la mayor parte del tiempo. Así es la vida de los músicos. Siempre de un lado a otro. Tocan en hoteles, pubs, restaurantes y también acuden a festivales de música o participan en eventos.
   —Hacemos lo que sea —bromea él— tenemos que comer. —No, en serio, nos encanta nuestro trabajo.
Desde ahora y durante tres meses —lo que dura la temporada de verano— vivirán a caballo entre Rabat y Tánger. De miércoles a sábado actuarán por la noche en el restaurante O.T.R.I.K y el resto de los días harán bolos por diferentes ciudades.
—No es lo mismo trabajar en Casablanca o en Rabat que hacerlo aquí. Tánger es una ciudad pequeña, la religión pesa mucho, la gente tiene miedo del que dirán, se nota que son más vergonzosos —comenta Desiree. Y él añade —En Casablanca el público es diferente. Son abiertos y les gusta mucho la fiesta. Eso todo el mundo lo sabe.
Tengo curiosidad en saber qué hace un músico durante el día. Se lo pregunto. Se quedan ambos callados y ella empieza a contármelo.
   —Él me hace trabajar mucho. A mí me gusta la música—. Hace una pausa, lo mira con ojos pícaros y continúa —él está loco.   —Tenemos que estar al día —interviene Fairbien muy serio—. Tenemos que saber qué le gusta a la gente, los hits de moda, para luego poder hacer nuestras versiones. Es parte del trabajo. Debes escuchar la radio, buscar en internet. Ella ha de ejercitar su voz, yo he de componer… Hacer música no es fácil. Hay grupos que enchufan un CD y cantan encima. Nosotros, no. No entendemos la música de ese modo. A nosotros nos gusta tocar.   —Pero también nos gusta ver películas —lo corta ella— cocinar y jugar a los videojuegos—.Y se miran, se ríen y me da la sensación que se comunican mentalmente en un lenguaje que sólo ellos dos conocen.
Fairbien me cuenta que recién llegados a Marruecos optaron por contactar con representantes musicales. Pero algunos eran serios y otros no, dice.
— Acordábamos un precio, actuábamos y luego nos daban la mitad o simplemente no nos pagaban. Ahora trabajamos por nuestra cuenta. No es fácil, la verdad, pero al menos nosotros decidimos. Los músicos extranjeros están bien considerados. Les pagan más que a los locales. Es más fácil contratarnos a nosotros, que ya vivimos aquí, que traer a gente de fuera. Aunque a veces, los marroquíes se piensan que somos ricos sólo por el hecho de ser extranjeros. Y no es verdad. Sí que cobramos más pero también pagamos más por todo. Este no es un país barato. Además, para cualquier cosa que necesites debes soltar la pasta. Como con los papeles, por ejemplo. Si pretendes hacerlo de modo legal no hay manera. Debes pagarle a alguien para que agilice el proceso. Es la única manera de obtener la residencia.
   —¿Es Marruecos un país racista?   —Mira —empieza diciendo Desiree —cerramos los ojos y cerramos la boca. Está claro que sufrimos discriminación por ser negros pero no dejamos que eso nos afecte. Sabemos porqué estamos aquí. Tenemos claro nuestro proyecto. Eso nos da fuerza.   —¿Sabes que nuestro país está lleno de marroquíes? — interviene Fairbien. —La mayoría se dedican al comercio de alfombras. Llevan generaciones en Costa de Marfil y son gente muy distinta a la de aquí. Su mente es más abierta, han viajado, conviven con otra cultura, tienen educación… aquí hay mucha ignorancia.
Les pregunto dónde se ven dentro de cinco años y me responden que les gustaría conocer mundo. Viajar. A China. Australia. ¿Qué más da? Allí dónde puedan crecer como músicos, dicen.
   —Para mí la música lo es todo —explica Desiree. —Es mi pasión. Con la música puedo expresarme y, al mismo tiempo, sentir que conecto con los demás. —La música es como un pasaporte —añade él— gracias a la música puedes ir a todas partes, estar con gente distinta, incluso personalidades importantes. Esa es la gracia de la música, que es internacional. No hay clases. Ni sexos. Ni religión. Sólo sentimiento. Sólo música.

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