Revista Arte

Felicidad

Por Anxo @anxocarracedo
Ilustración de Marta Paz para este blog. Pincha en la imagen para ir a la web de la artista.

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Voy en autobús, me he acomodado en un asiento de la parte trasera que está orientado a contramarcha. El tráfico es muy denso y el autobús avanza con lentitud, pero ¿qué importa? Soy feliz. Un hombre se sienta a mi lado y me dice “vamos a remolque” y yo le digo “sí” y le ofrezco como alternativa “vamos a rastras”, y él me responde “sí”, y los dos estamos de acuerdo y los dos somos felices. Vamos sentados en un autobús articulado, un larguísimo autobús Mercedes que serpentea con lentitud por las calles de la ciudad y todos los pasajeros somos condenadamente felices. El conductor conduce muy bien, los pasajeros ocupan disciplinadamente sus asientos o se agarran a las barras si les toca ir de pie. Los pasajeros pagan al entrar un euro con trenta céntimos, algo menos si son jubilados o si están en paro o si disponen de tarjeta de pasajero. El conductor maneja el volante con prudencia, frena en los pasos de cebra, responde cuando le dan las buenas tardes. Los pasajeros dicen por favor y gracias. Este autobús es una república bien organizada. Bien organizada y feliz. Enseguida adivino que la niña que se ha sentado frente a mí, en el asiento orientado a favor de la marcha, es la nieta del hombre que está a mi lado. Él se dirige a ella por su nombre pero la niña no le hace caso. Me mira y rápidamente aparta la mirada y no dice nada. Es una niña rubia de grandes ojos oscuros. Todos vamos como si tal cosa en el autobús largo y flexible que se detiene en cada parada y en cada semáforo y cada vez que un coche mal aparcado nos impide el paso, y yo empiezo a pensar que no sé si llegaré a tiempo pero soy horriblemente feliz. Pasamos por avenidas, calles y plazas, y el hombre me explica cómo eran hace cuarenta años, aquí estaba la plaza de toros y aquí estaba la oficina donde hacíamos cola para conseguir los papeles para marchar a trabajar al extranjero y esta calle antes era de dirección única y esto de aquí no ha cambiado casi nada. El hombre me regala datos interesantísimos sin que yo se los haya pedido y luego me habla de su hijo, que trabaja de encargado en un hipermercado y gana seiscientos euros al mes, y se ve que es feliz viajando en autobús con tarifa especial de jubilado, dirigiéndose a su nieta por su nombre y hablando con un desconocido de cómo eran las cosas cuando él era un mozo en la flor de la vida y no le importaba ponerse vacunas y pasar la cuarentena para obtener el permiso de emigración, y yo le doy carrete y también soy feliz como una lombriz. El hombre y su nieta se bajan y el autobús acelera por la avenida pero enseguida vuelve a serpentear por calles intrincadas y a detenerse cada dos por tres y ahora ya estoy seguro de que voy a llegar tarde y empiezo a sentirme ligeramente mareado, mareado pero feliz. El autobús es un gusano colorado que avanza en zigzag por el plano de la ciudad. Visto desde el cielo, el autobús es un gusano muy largo y muy rojo que se pliega para doblar las esquinas a derecha e izquierda, atrapado en un laberinto que es el plano de la ciudad. Un gusano que repta, que avanza y se detiene, avanza y se detiene y yo voy en el gusano sentado a contramarcha  y sé que voy a llegar tarde y me siento mareado, muy mareado, pero soy feliz, soy escandalosamente feliz porque es verano, porque estamos en pleno verano y hace sol y mañana también hará sol y volveré a la playa, como cada tarde de este mes de julio lleno de sol y de gente feliz. Ella también va todas la tardes a la playa y se pone siempre en el mismo sitio y unos días lleva un bañador rosa y otros días lleva un bañador negro con brillos dorados, y yo lo sé y nadie más en el autobús lo sabe y yo soy feliz y ellos también son felices. Se pasa horas y horas en la playa, tumbada bocarriba con los ojos cerrados, y los rayos del sol de julio se posan en su piel y destellan sobre la pequeña pieza metálica que atraviesa su pezón derecho. Yo lo sé perfectamente y nadie más en el autobús tiene ni idea. A veces se levanta y se pone las gafas de sol y lee un libro o se fuma un pitillo, pero enseguida vuelve a tenderse bocarriba y a cerrar los ojos y a dejar que el sol caiga sobre sus piernas bien depiladas y sobre su vientre y sobre sus pechos y sobre su rostro. Otras veces se gira y da la espalda al sol y, para acomodarse, abre ligeramente las piernas y permanece así mucho rato y es difícl saber si duerme o si está despierta. Me encanta dejarla tumbada al sol y meterme en el mar y nadar durante largo rato hasta alcanzar la roca puntiaguda pintada de guano que sirve de atalaya a los cormoranes y luego volver y comprobar que continúa en el mismo sitio y en la misma postura. Me gusta mirarla con disimulo mientras me seco y fijarme en el brillo metálico sobre su pezón derecho o en la pulsera de cuero que lleva en el tobillo izquierdo o en la nuca que su peinado deja al descubierto y me pregunto cómo es posible que tenga tanta paciencia o tanto sueño o que le guste tanto el sol para permanecer durante horas y horas tumbada sobre la arena casi sin cambiar de postura, con un libro que apenas lee y una cajetilla de cigarrillos que apenas fuma. Me pregunto cómo es posible que nadie en el autobús sepa de ella y sin embargo todos sean tan tan felices, sentados en sus asientos a favor de marcha o a contramarcha o bien sujetos a las barras, pagando al subir un euro y treinta céntimos o la tarifa reducida de jubilado o de parado o pasando por el lector la tarjeta de pasajero con banda magnética. Me pregunto por qué nunca se baña y por qué siempre está sola y con quién intercambiará mensajes las pocas veces que coge el teléfono. La playa es muy tranquila porque está un poco escondida y casi nunca hay niños y, si los hay, no se comportan como suelen comportarse los niños en la playa, no gritan ni corren entre la gente ni tiran arena, se comportan más o menos igual que los adultos, seguramente porque se sienten en franca minoría. Está claro que los niños son una raza de cobardes. Pero a nadie en el autobús le preocupa que los niños sean una casta miserable y todos son felices y yo también soy feliz yendo a la playa sin niños y sin gritos de niños y encontrándola a ella siempre en el mismo sitio y casi siempre en la misma postura, con el bañador rosa o con el bañador negro de brillos dorados, según el día. Soy feliz viéndola dormir o descansar o tomar el sol o lo que sea que haga y a veces me pregunto qué edad tendrá, porque no es fácil calcular la edad de una mujer semidesnuda tumbada en la arena. Tampoco es fácil saber a qué se dedica, si está de vacaciones o si tiene un trabajo bueno o malo o si no tiene ningún trabajo, si cobra seiscientos euros al mes como el hijo del hombre del autobús que de joven emigró a Suiza, o si cobra más o si cobra menos, o si su trabajo le reporta grandes satisfacciones o si, por el contrario, es tan alienante o tan agotador que la empuja cada tarde a coger la cesta de rafia y meter en ella el bañador, la toalla, la crema solar, el libro, la cajetilla de cigarrillos y hasta un cenicero diseñado para clavarse en la arena, y venir a la playa a resarcirse de tanto sinsabor, tumbada durante horas y horas, dejándose acariciar por los rayos del sol y sintetizando vitamina D, microgramos y microgramos de vitamina D que le sientan de maravilla, sin que la molesten los gritos de los niños, esos seres oportunistas y acomodaticios, y sin que ningún extraño que viaja en autobús se le acerque y le diga “vamos a remolque”, cosa que no tendría absolutamente ningún sentido, o le explique cómo eran las cosas hace veinte o treinta o cuarenta años o le exponga la situación salarial de sus hijos o le pregunte si tiene hora, que es la forma más estúpida de acercarse a una desconocida en la playa, o le pida fuego, que es otra estratagema más vista que el tebeo, o le confiese que es feliz, rendida y estúpida y escandalosamente feliz viajando a contramarcha en un autobús articulado aunque el billete cueste un eurazo con treinta céntimos y el autobús sea un gusano colorado que avanza con desesperante lentitud por las líneas quebradas del plano de la ciudad que es como un laberinto, aunque los coches mal aparcados le impidan avanzar y aunque vaya a llegar muy tarde y esté mareado, muy mareado, y acabe vomitando y pase el resto del día con restos de espaguetis a la boloñesa semidigeridos prendidos en la ropa, porque sabe que a la tarde siguiente hará un tiempo estupendo e irá a la playa y la encontrará en el sitio de siempre, con el bañador rosa o con el bañador negro con brillos dorados, según coincida, con la pulsera de cuero en el tobillo izquierdo y el sol de julio fulminando la pequeña pieza metálica que atraviesa su pezón derecho, y se sumergirá en el mar y nadará hasta la atalaya de los cormoranes, nadará con furia al principio para sacudirse el frío del primer contacto con el agua y luego a velocidad de crucero, acompasando la respiración, y cada brazada será una oración silenciosa que dará las gracias por las playas sin gritos, por la arena, por las rocas pintadas de guano, por los autobuses Mercedes, por los conductores que conducen muy bien, por la vitamina D, por el cambio climático que asegura un mes de julio espectacular, por los puestos de responsabilidad en la gran industria de la distribución, por los pasajeros que dicen por favor y gracias, por las aves guaneras, por los niños reducidos al silencio, por las tarifas especiales, por los viejos que abren su corazón al primero que se encuentran, por las bolsas de rafia, por los espaguetis a la boloñesa, por los bañadores rosas y los bañadores negros con brillos dorados, por las pulseras de cuero que se anudan a los tobillos y por los destellos del sol en todas las piezas metálicas que atraviesan todos los pezones del mundo porque, a contramarcha o a favor de la marcha, admitámoslo, es natural ser feliz ante tanta, tanta belleza.

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Sobre la ilustración de esta entrada

“¿Por qué yo?” Marta Paz está convencida de que Felicidad es un producto lisérgico. Se equivoca. A Marta le sorprendió ser la elegida para ilustrar esta peculiar historia nacida del sol de julio, que en grandes dosis también puede producir sus efectos, y disparó: “¿Por qué yo?”. “¿Por qué yo?” es una pregunta directa, un proyectil Winchester Super X del 22 largo que viaja a 390 pies por segundo. Mejor apartarse de su camino, mejor evitar las preguntas directas. Mejor contemplar el resultado y reconocer que Marta Paz —pintora, diseñadora, programadora, feminista, activista, retratista de heroínas contemporáneas y heroína contemporánea ella misa— ha sabido mejor que nadie enfrentarse al proyectil, responder a la pregunta directa que viaja en línea recta a 390 metros por segundo. Ahora sabemos por qué ella. Con toda mi admiración, gracias Marta.


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