Revista Opinión

Felicidad y atardeceres

Publicado el 04 octubre 2015 por Daniel Guerrero Bonet

Felicidad y atardeceres

Foto. Elena Guerrero

Casar a los hijos es una esperanza que los padres alimentan con el deseo de que accedan a una felicidad que tradicionalmente se consigue en pareja y creando una familia. Ello no significa que personas solas, solteras, no puedan ser felices. Conservar la soltería por decisión voluntaria es, a veces, el camino que conduce a ella. Pero lo común es compartir con otro/otra un proyecto de vida que aporta satisfacciones que se asemejan extraordinariamente a la felicidad, si no se confunden con ella. Por ello, el enlace matrimonial de un hijo culmina la larga crianza de unos padres volcados en “lo mejor” para él, como si una boda representara el certificado de plena adultez y autonomía, la puerta por la que se accede a circular por la vida por sí solo, bajo la propia y recién entrenada responsabilidad.

Todos estos sentimientos se agolpan en la garganta de unos padres cuando asisten a las bodas de sus hijos. Y fue lo que pasó ayer, precisamente. Acostumbrados en estos tiempos a que hijos sobreprotegidos decidan regresar a casa de sus padres tras un breve período de convivencia en pareja, abrumados por la responsabilidad, causa legítimo orgullo que una hija, al cabo de unos años de vida en pareja, decida hacer el camino inverso de formalizar su matrimonio, convencida de que su felicidad nace del amor que siente por su marido y de las niñas fruto del mismo. Fue un acto de confirmación, con el formalismo oficial, de una relación que subrayaba así la firme voluntad de permanecer unida y fortalecerse. Una boda civil de hijos, ya convertidos en padres, que asumen la responsabilidad de seguir compartiendo sus vidas, dando testimonio a la sociedad de ese compromiso de amor. Pero saber lo que se hace no evita las emociones. Y estas se agolparon en los contrayentes, sus familias y los amigos, enlazando a todos con lágrimas de emoción y alegría. Es lo que sucede en las bodas: por muy preparado que vayas, se te quiebra la voz. Que la felicidad, como los atardeceres, siempre culmine cada día de vuestras vidas, hijos.

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