¿Te he dicho, papi, que en la oficina me paso comiendo chocolates, confites y todos los dulces disponibles? Hay una cajita de galletas danesas donde hacemos el refill para tener dosis de azúcar siempre disponible. Definitivamente estoy caracterizada como una golosa adicta a la cajita, y siempre pienso que lo que se hereda no se hurta. Muchas veces me acuerdo de cuando llegabas a la casa, con las bolsas de la gabacha llenas de confites y caramelos... o solo con los envoltorios. Te los comías todos mientras trabajabas, como hago yo ahora.
Me acuerdo de muchas cosas de las que hacías y decías, de las que compartimos antes de. De la enfermedad. De lo que nos hizo a todos. Y antes, obvio, de que yo me viviera a vivir al otro lado del charco. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando te pregunté que era el sexo oral, y en lugar de escandalizarte, me explicaste dulcemente cómo las personas cuando se querían mucho, como papi y mami, se daban besitos en la boca y también en ese sitio entre las piernas. A mí me quedó clarísimo, pero vos creíste necesario agregar que yo no tenía que dejar que nadie me tocara ni besara, mucho menos ahí, hasta que fuera grande y estuviera con alguien que me quisiera mucho. Luego me dí cuenta de cuan útil era esa posdata.
También me acuerdo del día en que me soltaste en la bicicleta, una amarilla que era de Tita y que tenía un ring-ring buenísimo. Durante los dos días que duraron las clases de cómo andar en bici (¡y sin rodines!), agarrabas el asiento por detrás para que yo mantuviera el equilibrio, hasta que en un momento, yendo cuesta abajo a toda velocidad, me volví para decirte que íbamos muy rápido... pero vos estabas de pie, lejos, en la esquina. Yo iba sola. Y pude dar la vuelta sin caerme y subir pedaleando hasta donde estabas. Tiempo después, repetimos la escena pero con un carro. También recuerdo el día en que me regalaste mi primera cámara (jaja, no sabías que estabas creando un monstruo), era blanca y chiquitita, y de cómo yo prefería usar la tuya, aunque pesaba más que yo.
Me gusta pensar en las miles de palabras que has inventado para llamarnos siempre. Tu forma más común de llamarme sigue siendo Nima (diminutivo de Nimania, como decía mi hermana cuando no podía pronunciar bien mi nombre). Eso evolucionó a otras como "Nimamanena" (Nima más linda) o Nimiminini (diminutivo de Nimamanena). De bebé era "catano tea" (gusano de seda) y aún de grande a veces soy "cataín de teín". Pero esos apodos cariñosos son solo una pequeña parte de todos tus dichos y palabras que siempre han reflejado tu alegría, tu permanente buen humor, tu optimismo perpetuo, tus ganas de vivir. Las mismas que cuando dijeron que no llegabas a los 50, hicieron que no tuvieras "ni tiempo ni ganas de morirte".
Y por eso hoy hace siete años celebramos tus 50 con aquel fiestón genial, en el que la opinión de todo el mundo fue "este cumpleaños es un milagro". Vos eras entonces, igual que ahora, un milagro. También lo fuiste cuando llegaste a mi graduación del colegio con la cabeza rapada y una cicatriz que hacía que pareciera una bola de fútbol. Pero ahí estabas, mientras yo daba mi discurso, recién salido de muchas de horas de quirófano (como paciente...).
Y aquí (¿o ahí?) estás hoy, todos estos años después, con tus 57 añitos encima. Y con todas sus cicatrices, las últimas dolorosas aún, pero tan feliz y luchador como siempre. Tan lleno de energía, de vida, de sonrisas sinceras, de palabras amables. Nunca te he escuchado una queja, pero no porque seas el típico hombre que se hace el duro, sino porque sos un ser sensible, convencido de que todolo que has vivido tenía un sentido. Sos mi ejemplo papi, tanto el que eras antes del tumor como el que sos después. Sos mi mayor ejemplo de vida. Ahora sos tan diferente pero al mismo tiempo tan idéntico al que eras. Las mismas características que amaba de vos antes son las que sigo amando ahora, aunque la vida fuera cruel y te quitara todo lo que te quitó. Y a mí con vos. Gracias por darme fuerza y serenidad cuando se supone que debería habértela dado yo a vos, por alegrarme cada vez que hablamos por teléfono, por todos los consejos, las golosinas, las oportunidades. Gracias por haber creído en mí y como mami, por perdonarme no estar ahí para celebrar a tu lado este día.
Te juro pa que daría lo que fuera porque ese tumor no te hubiera atacado nunca, porque pudieras seguir operando a la gente, salvando vidas, contando historias... porque vinieras aquí y pudieras conducir mi carro que tanto te gusta. Yo no entiendo el sentido de todo lo que ha pasado papi, no entiendo por qué tus manos no pueden seguir trabajando, por qué has tenido que sufrir tanto. Pero tu sonrisa me hace sentir que quizá, y solo quizá, algún día comprenda. De todos modos, haría lo que fuera por cambiarlo todo pa, por no tener esta opresión en el pecho cada 20 de noviembre al sentir que tu nuevo cumple es un milagro. Por no saber si llegará el siguiente, y por no estar ahí para abrazarte (o que me abracés, que es más urgente).
Pero quiero decirte que aquí, a muchos miles de kilómetros, te amo con todo mi ser, me siento muy orgullosa de ser tu hija y de tener a un papá increíble. Te echo tanto de menos, de tantas formas y en tantos momentos (hoy muchísimo por cierto) y celebro con todas mis ganas este nuevo milagro de tu cumpleaños. Disfrutalo en grande papi. Y ¡sapo verde tu yu!