Cuando yo era chico y me preguntaban qué quería ser cuando sea grande yo no decía “emprendedor”. Tampoco los clásicos “bombero” o “policía”. No. Yo quería ser inventor.
Así fue como entre otras bestialidades, en un momento destrocé una radio buenísima que tenían mis padres en un intento por convertirla en un televisor color, cosa que obviamente no existía en la Argentina en esa época y siguió sin existir por unos años pese a mi intento.
Después la vida me fue llevando para otros lares pero mi ilusión por ser inventor sigue latente.
Un tiempo atrás escribí sobre la falta de modelos a imitar que tenemos los Argentinos. Ahora quiero compartir con ustedes la historia de alguien que vivió una vida relativamente normal hasta tener mi edad actual y le dio un giro realmente excepcional a partir de ahí. Y todo motivado por vivir una situación sumamente desgraciada. El post es un poco más largo de lo habitual pero vale la pena.
Sin duda cuando sea “grande” a mí me gustaría ser como él.
El hombre en cuestión, Laszlo Biro, nació en Hungría en 1899 pesando apenas un kilo. Cuando tenía seis años vivió una experiencia que lo marcaría de por vida. Según narra Eduardo Fernández en su artículo “Biro y la Sangre del dragón”, Biro le contó lo siguiente:
“Parecerá extraño, pero la sangre del dragón influyó decisivamente en mi
destino.
Tenía yo seis, cuando me regalaron para mi cumpleaños una tricota con una
ancha franja roja, “Está teñida con sangre de dragón”, pensé no bien la vi;
“con ella seré invulnerable”. Esa tarde puse a prueba sus poderes: caminaba
por la calle cuando vi venir a un ciclista en sentido contrario. Aguardé a que
estuviera a unos pasos y lo embestí de frente. El choque fue violento; él rodó
por tierra y yo volé a un costado. Al levantarme apenas tenía algunas
magulladuras, ninguna herida importante. “No hay duda posible”, me
persuadí, “soy invulnerable”.
Luego volví a ensayar las propiedades de mi tricota. Mis padres estaban con
visitas en la sala. Yo, en la habitación contigua (un segundo piso a la calle),
me entretenía con un juego que consistía en lo siguiente: con las dos hojas
de la ventana abiertas de par en par, tomaba impulso, saltaba sobre el
alféizar y, ya en el aire, me asía al vuelo de un parante vertical, que dividía
en dos al marco; la fuerza centrífuga me devolvía, como una calesita, al
interior de la habitación, Entusiasmadísimo repetí varias veces la prueba, Al
rato, llamaron a la puerta. Era un agente de policía. Señor, le dijo a mi
padre, ¿me hace el favor de ver qué hace su hijo? Mi padre quedó
petrificado. Desde la hacera de enfrente, una multitud contemplaba mis
piruetas.
Cuando mis padres me explicaron el peligro que había corrido, los miré
estupefacto: ¿qué mal podía ocurrirme con la tricota impregnada en sangre
de dragón?
Podrá sonar insensato, pero siempre desde entonces conserve una ciega
confianza en mi destino. Suceda lo que suceda, no me desanimo. Tal vez
porque todavía siento que llevo mi tricota con sangre de dragón”.
Hasta los 37 años, Biro tuvo los más variados oficios en Hungría, incluyendo despachante de aduana, corredor de automóviles, vendedor a domicilio, escultor y pintor. En ese momento ocurrió la situación desgraciada: víctima de la persecución nazi, Biro debió huir de Hungría perdiendo prácticamente todo.
Tuvo un cruce fortuito en Yugoslavia con Agustín P. Justo, el Presidente de Argentina en aquel momento, donde éste lo vio con un prototipo de su primer gran invento en la mano. Justo lo invitó a radicarse en Buenos Aires. Ya aquí, junto a su socio y amigo Juan Jorge Meyne, terminó de desarrollar y patentó ese invento. Inspirado en ver cómo una bolita dejaba una estela de agua tras cruzar un charco, Biro creó la lapicera esferográfica, mejor conocida por estos pagos como Birome (que viene de los apellidos BIRO y MEyne). Cita Eduardo Fernández: “El desarrollo del bolígrafo es el resultado de haber podido superar una larga cadena de fracasos. Pero esos reveses nunca me desmoralizaron, los tomé simplemente como lo que eran: un modo de conocer más a fondo cada problema, y acercarme un paso más a su solución”.
Biro creó una fábrica para producir biromes y unos años después licenció su invento en una suma millonaria a Faber y a Marcel Bich de Francia, creador de Bic.
Pero no se quedó conforme con eso. A lo largo de los siguientes años inventó una máquina de lavar, una caja automática de cambios para autos cuyo diseño fue adquirido por General Motors, un aparato para generar energía a partir de las olas del mar y muchas otras cosas.
Eduardo Fernández cuenta que Biro en su vida “había generado más de 300 patentes a nivel mundial, y entre sus numerosos inventos se encuentran: el bolígrafo, el sistema de cierre retráctil para bolígrafos, la primera boquilla para cigarrillos con carbón activado, la caja de velocidades automática para automóviles, una cerradura inviolable, el perfumero a bolilla, el primer lavarropas automático, el principio de sustentación magnética para trenes, y un sistema para el enriquecimiento del uranio.”
Biro murió en Buenos Aires en 1985 pero su legado queda. En el día de su nacimiento se celebra el día del inventor. Y su hija, Mariana Biro, que unos años atrás me honró invitandome a almorzar en la casa de Belgrano donde su padre vivió, dirije la Escuela del Sol, donde Eduardo Fernández del Foro de Inventores lleva adelante la Escuela Argentina de Inventores.