Revista Cultura y Ocio

Final de trayecto

Por Zogoibi @pabloacalvino

Me costó un gran esfuerzo terminar de abrir los ojos: desde hacía un buen rato los párpados me pesaban como si fueran de plomo; y en la lucha contra el profundo sopor en que me hallaba iba intentando discernir y comprender mi realidad inmediata, recomponiéndola -igual que un puzzle- con las piezas del presente que, una a una, iban llegando a mi consciencia, como por osmosis, a través de los sentidos, y con aquellas otras que -como relámpagos al iluminar la noche- lograba rescatar del otro lado de la memoria, antes de coger el autobús donde me quedé dormido.

Viajaba, como digo, en un autobús a través de la ciudad. En el asiento notaba el ronroneo del motor, que acentuaba mi modorra; percibía también los cambios de marcha, las paradas y los acelerones, las curvas, e incluso me parecía escuchar, como desde muy lejos, las voces de otros pasajeros. Durante un fugaz segundo que logré apenas despegar los párpados, vi el piso pardo y poco iluminado del ómnibus. Era uno de esos metropolitanos dobles, articulados, y yo iba precisamente sentado junto al negro acordeón de goma que permite la articulación.

No sabía a ciencia cierta desde cuándo, pero tenía la sensación de llevar ya muy largo rato viajando; quizá no faltara mucho para el final del recorrido. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? En pugna con la pesada somnolencia en que me hallaba inmerso, como bajo el efecto de un potente somnífero al que iba ganando terreno con trabajosa lentitud, fui recordando que había escapado precipitadamente, empujado por un repentino desasosiego, de un piso donde se celebraba algo, quizá un cumpleaños; pero la memoria se negaba a proporcionarme más detalles, por el momento. Sí, había francachela, voces, comida y bebida… A mí me había entrado de pronto la angustia y sentí la necesidad imperiosa de huir… Fue entonces cuando salí del piso y, guiado por alguna intuición o quizá tan sólo por las prisas, cogí este autobús con la idea, tan vaga como infundada, de que tenía forzosamente que acercarme a casa. Mas ahora, pese al tardo razonamiento a que me constreñía esta especie de letargo en que había caído, me daba cuenta de que fue un impulso insensato; aunque es difícil calcular el tiempo cuando se duerme, llevaba quizá ya una hora de trayecto y era más que probable que me encontrase en algún extremo de la ciudad, tan alejado de casa como al principio.

La ciudad… sí, pero… ¡caramba, qué ciudad? He viajado durante tantos años que con frecuencia, al inicio del despertar mañanero o tras alguna pesada siesta, me cuesta trabajo saber dónde me hallo, en qué ciudad o país. Y eso mismo estaba ocurriéndome entonces, así que ¡tenía que vencer al sueño! De nuevo pude entreabrir un momento los ojos, venciendo el plúmbeo peso de los párpados, y aproveché para tantear alrededor en busca de mis pertenencias; aún no sabía cuáles, pero sabía que llevaba algo conmigo. Durante un breve instante de alarma pensé no hallarlas; cualquier pasajero podía haber aprovechado que estaba dormido para sustraérmelas; pero enseguida me alivió sentir al tacto un macutillo; sí, ahí estaba. Vale. Pero… la ciudad… aún no podía recordarla, de entre las muchas en las que he vivido. Intenté deducir: esos asientos de madera, ese autobús articulado y renqueante, esas ventanillas oscurecidas por la mugre de años… Debía de estar en Polonia… o acaso en Ucrania. Bueno, ya lo descubriría cuando acabase de despertar.

Así fue mi consciencia, durante un buen rato, debatiéndose por moverse a través del fluido extraordinariamente viscoso del sueño. Quizá -pensé- me habían puesto algún narcótico en la bebida. Pero en seguida deseché la idea: ¿quién haría eso, y para qué? Iba librando ya los últimos asaltos contra la soñarrera y por fin, tras un postrero y agónico esfuerzo de la voluntad, logré sacudirme aquel pegajoso abrazo de Morfeo. Abrí los ojos y miré a mi alrededor: ya no quedaba nadie en el coche salvo el conductor y yo. Era el último pasajero, así que debíamos estar llegando al final de la ruta, sea éste cual fuere: casi con seguridad, por lo largo del viaje, en el extrarradio. Sentía una gran torpeza y pesadez en mi capacidad de raciocinio, por lo que no me hallaba en condiciones de analizar porqué, para empezar, había cogido ese autobús. En cualquier caso, mientras no averiguara en primer lugar qué ciudad era aquella, ¿cómo podía esperar encontrar el modo de irme a  casa? Era imperativo bajar del autobús, tomar el aire, acabar de despertarme…

Penosamente, como si estuviera beodo, fui recogiendo del asiento vecino los tres objetos que traía conmigo: una cajita de cartón con un disco duro que había comprado de segunda mano, una pequeña bolsa con varios tapones de corcho, y mi macutillo negro. La cajita y la mochila no suponían ningún desafío a mi razón, pero la bolsa con los corchos introducía en aquella escena un elemento surrealista que me llenaba de perplejidad: sabía que eran míos, pero no recordaba en absoluto de dónde habían salido ni para qué los llevaba.

También esta incógnita la dejé para más adelante, cuando se me despejase la inteligencia. Lo primero era bajar del autobús, así que me puse en pie y, sujetándome a las barras para no caer cuando el conductor giró hacia una bocacalle, me dirigí hast la puerta delantera dispuesto a descender en la próxima parada. Hacía sol y, tras los sucios vidrios, se veía un pequeño parquecito con árboles. Entonces, cuando volvía a preguntarme cómo iba a hacer para regresar a casa, en un inesperado y repentino destello de clarividencia, como una revelación, tuve la certeza de que desde allí sería imposible regresar y de que, aparte, jamás lo lograría en un transporte convencional; que se trataba de una imposibilidad física a la vez que metafísica. E inmediatamente comprendí -con la sorpresa de quien, frente a una recia puerta de aspecto impenetrable, halla que cede a la mera presión del brazo porque no tiene el cerrojo echado- que no me separaba de mi casa más que una especie de membrana imaginaria…

Y así, como una bacteria que, habitando en el interior de una gota de agua, lograra salir de ella, me bastó con dar un paso mental para emerger, con inusitada facilidad, desde la dimensión onírica en que todo aquello había sucedido al verdadero mundo real de mi dormitorio.

 

P.S. Según he escrito esto, no he podido evitar concluir que es del todo imposible, mediante método físico alguno inherente a un determinado universo, obtener ninguna información sobre su grado de realidad ni sobre nada que pueda existir más allá de sus fronteras; de hecho, a la vista de este sueño y otros similares que tengo con frecuencia, la propia palabra realidad pierde todo significado y, con ella, también mi existencia misma.


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