Revista Opinión

Fordlandia, little boxes olvidadas el Amazonas

Publicado el 06 abril 2014 por Miguel García Vega @in_albis68

fordlandiaSiempre me han fascinado las historias de megalomanías fracasadas. No por el goce morboso sino porque nos pone en nuestro sitio y nos recuerda que un poco de humildad siempre viene bien. En su momento hablé de Prípiat, “la ciudad del futuro”, una fantasía del paraíso socialista achicharrada súbitamente por la radioactividad. En el post la confrontaba con Detroit, una ciudad moribunda, un final más acorde con la fantasía capitalista. Y la ciudad de los coches me llevó, maravilla de Internet, a Fordlandia.

Podríamos decir que Fordlandia se encuentra en el punto más elevado de la soberbia de Henry Ford, pero para ser más exacto y menos pedante, en realidad se ubica en el Amazonas brasileño, a orillas del río Tapajós. O sea, en medio de la selva, entre Santarem y Belem.

La ciudad se construyó de la nada en 1930 en lo que no dejaba de ser una versión más de la típica colonia industrial del siglo XIX pero sin tanta clase como la Güell. Aquello era más bien como las Little boxes que cantaba Pete Seeger, puro american way of life. Para Ford era tan importante la producción como su deseo de jugar a ingeniero social creando su sociedad ideal, su paraíso capitalista.

Bueno, es lo que Ford pretendía, pero le salió mal. Aquella aventura acabó 16 años después con 20 millones de dólares gastados y una ciudad fantasma.

Vista aérea. Foto de los archivos de la Fundación Ford - flickr

Vista aérea. Foto de los archivos de la Fundación Ford – flickr

A finales de los años 20 y a base de vender Ford-T, el magnate estadounidense era uno de los hombres más ricos e influyentes del mundo, símbolo de la nueva superpotencia emergente. Su nuevo método de fabricación devoraba recursos, y él necesitaba más caucho para sus neumáticos. En ese momento estaba en manos de británicos y holandeses, así que Henry tiró de chequera y se compró 25.000 km2  a orillas del Amazonas para cultivar su propio caucho. Al parecer el terreno era propicio para plantar seringueiras de las que extraer el material y darles en los morros a sus primos europeos. La gran plantación y la factoría sería alimentada por una ciudad que se crearía para tal fin, Fordlandia.

En diciembre de 1928 llegan los primeros barcos al río Tapajós. Los americanos lo traen todo de casa. Y cuando digo todo es todo menos la mano de obra autóctona, nota al pie imprescindible para toda gesta heroica del hombre blanco. Legan las máquinas más modernas del momento y un ejército de ingenieros que arrasan la selva para dejar libre el camino a la plantación.

Eso solo es el principio. Llegan también administradores, capataces, contables, en fin, una parte de Michigan se traslada al Amazonas. El reclamo para los locales es prometedor: pagan el doble de lo que se gana por allí. Y les ofrecen todo tipo de comodidades, una ciudad de ensueño, de esas de las pelis de Spielberg.

Welcome to suburbia

Fordlandia se concibe como un barrio de Michigan. Se construyen casitas unifamiliares de madera, con su porche, su árbol para el columpio y su césped. Hileras de bungalows con línea eléctrica, asfalto en la calle principal, bocas anti-incendios, un hospital, una biblioteca, pantallas de cine al aire libre… Y una iglesia, claro. La magia de los americanos llama a la gente y la población crece rápido: se añaden tiendas, panaderías, restaurantes. Perfume a galletas y hamburguesa con patatas mientras los niños pasean en uniforme escolar.

Los americanos viven en un barrio más exclusivo: piscina y todo tipo de comodidades, incluidos sus Ford modelo T y un campo de golf de 9 hoyos. El decorado de little boxes era impecable, Ford había doblegado al Amazonas. Pero nunca hubo una cosecha de caucho digna de tal nombre en Fordlandia.

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En primer lugar, al arrasar el terreno las máquinas se llevan parte de la tierra fértil. No hay en el ejército invasor un solo botánico experimentado, paqué gastos innecesarios. Se planta caucho como si no hubiera un mañana, por aquello del máximo beneficio al capital invertido, digo yo. Los ingenieros debían ser tremendamente habilidosos ya que consiguieron plantar 500 árboles en el terreno en el que lo recomendable era sembrar 20. Los árboles no crecen y el clima y el terreno favorecen las plagas. Las rutas de aprovisionamiento se deshacen con las lluvias.

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Para colmo, los nativos, de natural desagradecido, empiezan a rechazar muchos de los regalos de su benefactor blanco. Tratar con culturas primitivas siempre es un riesgo. El primer choque es el horario laboral. Para sus administradores, Fordlandia es Michigan, solo que un poco apartado, así que la jornada es la misma que en Detroit: de 6 de la mañana a 3 de la tarde. Hasta el momento los seringueiros acostumbraban a trabajar antes del amanecer y a reanudar la actividad al caer el sol, ya que en las horas centrales el calor es insoportable. El mismo calor que sufren en sus casitas con cristales fijos y techos de hierro, recalentadas como para hacer palomitas sin necesidad de microondas.

Empacho de hamburguesas

Ford era un austero puritano que solo concebía una manera de hacer las cosas, la suya. Si le había dado resultado en Michigan, ¿por qué no en la Amazonia? Y llevó a Fordlandia la verdad, metiéndoles estilo de vida americano en vena. Les obligó a llevar zapatos en lugar de las primitivas chanclas de goma que usaban allí; sí, esas flip-flops que lleva ahora todo el mundo cuando hace calor. Prohibió el alcohol en toda la ciudad, incluidas las viviendas, bajo pena de despido, con lo que a las afueras florecieron locales donde tomarse una cachaça y contratar a una prostituta después del trabajo. Para Fordlandia quedaban los recatados bailes, las lecturas de poesía, las clases de inglés y las corales con cancionero yanqui programadas por la Ford. Ya podéis imaginar a los brasileños extasiados de gozo. La dieta también era irremediablemente gringa; si tenías hambre estabas obligado a comer hamburguesas y pastel de manzana.

Todo junto hizo que al final la enésima doble con queso y beicon se les hiciera bola y se iniciara en el comedor una revuelta en la que los seringueiros, tal vez sobreexcitados a base de cola y burguer, agarraron sus machetes y fueron con aviesas intenciones a por sus benefactores blancos, que tuvieron que salir por patas y esconderse en la selva hasta que llegó el ejército. Ford, al que la sola idea del sindicalismo lo transformaba en la niña de El Exorcista, abrió el diálogo: trajo a trabajadores de Barbados, que también tuvieron que poner pies en polvorosa.

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Después de todo eso los capataces norteamericanos no quisieron volver, por muchos pluses que el tito Henry pusiera sobre la nómina. Fordlandia se vio drásticamente reducida y el experimento se intentó repetir a unos kilómetros de allí, en Belterra. Pero la cuenta de resultados al final siempre prevalece sobre la fe. Además, la Segunda Guerra Mundial trae la generalización del caucho sintético, lo que supone la puntilla a Fordlandia. En 1945 la empresa anuncia la devolución de los terrenos a Brasil por unos simbólicos 250.000 dólares. El sueño de una ciudad a imagen y semejanza del magnate es engullido por el Amazonas. Por cierto, Henry Ford no pisó nunca Brasil.

Y allí sigue Fordlandia, cerrada y abandonada, habitada por okupas y algún turista alternativo que quiera ver lo que ocurre cuando una visión estrecha, por ambiciosa y poderosa que sea, choca contra la realidad. La utopía capitalista también tiene sus ruinas para visitar.

 


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