Revista Cultura y Ocio

Gabo, el jefe que nunca conocí luego de haberlo conocido toda la vida

Publicado el 17 abril 2014 por Solano @Solano

Pocos hombres de letras han tenido el poder de atraerme tanto como Gabriel García Márquez. Recuerdo el revolcón que produjo en mi casa, en 1982, la noticia de que García Márquez había ganado el Nobel. Vivíamos en Venezuela, un país que adoraba a Gabo por su relato fantástico. Y Venezuela terminó de amarlo mucho más cuando para la ceremonia de premiación se presentó con un impecable Liqui Liqui. A mi mamá no le gustaba el estilo de Gabo, pero a mis padres les llenaba de emoción que un colombiano alcanzara esos honores.

Gabo apareció varias veces en mi vida, siempre a través de sus obras. Me atraía mucho su trayectoria periodística y leí de él muchas cosas. Probablemente escribió tanto que a pesar de todo lo que leí de él, quizá no fue más del 15 por ciento de lo que produjo. Recopilaciones como ‘Por la Libre‘ me las devoré sin pausa y crónicas como la de Caracas sin agua siguen retumbando en mi cerebro y produciéndome sed.

Su literatura apareció siempre con obras infinitas a pesar de su brevedad como ‘El coronel no tiene quien le escriba‘. La pobreza allí descrita me perturbaba, quizá porque me confrontaba con otros tiempos difíciles vividos en la familia. Esa imagen del tarro de café en la que el Coronel recalentaba el agua una y mil veces hasta no distinguir si tomaba café o el óxido terco de la lata me sigue persiguiendo como fantasma de mis miedos, de mis pobrezas evadidas.

Cuando a mis manos llegó ‘Cien años de soledad‘, aquello fue un terror telúrico. Rumié generación tras generación, embate tras embate de los Arcadios y los Aurelianos y eso me sacudió por completo. Tuve la suerte de que leí la historia en medio de una fiebre muy alta que me tuvo en cama varios días. Debo admitir que la fiebre pudo haber hecho bastante para ambientar la atmósfera del libro. En los días masticaba cada página y en las noches las pastoreaba en mis sueños febriles y creo que las complementaba en una suerte de obra paralela, clandestina y fascinante.

Varios años después, en un viaje a Estocolmo (donde le entregaron el Nobel), mientras me acercaba a Europa en mi primer viaje, decidí que el libro que me acompañaría en el largo vuelo de Air France sería ‘Vivir para contarla‘, su obra biográfica. No necesité más. Y a pesar de ello, los afanes y la ansiedad me llevaron a olvidar el libro en el bolsillo de la silla de adelante cuando me bajaba en París. Casi lo termino de un solo envión quizá por la emoción de lo que leía ahí. Allí estaba yo, como joven periodista llegando al Viejo Mundo mientras leía los avatares, angustias y emociones de un Gabo que se aventuraba por Budapest, Berlín, Roma y, claro, París.

Para esa época yo trabajaba en la Revista Cambio, el sueño terco de García Márquez por hacer un periodismo independiente, libre y contestatario en un país donde el oficio muchas veces se acostaba en la cama tibia de la autocensura, del oficialismo paternalista. Cambio era una revista fuerte, conducida por grandes del periodismo como Mauricio Vargas, Roberto Pombo, María Elvira Samper, Pilar Calderón, Ricardo Ávila y Édgar Téllez. Yo llevaba muy poco en el oficio, apenas había pasado por El Tiempo y había sido el jefe de redacción de una revista que se llamaba Business Technology. Pilar Calderón había visto algo en mí que todavía no sé qué fue exactamente. Cuando me llamó a la entrevista cometí el error de pedir un salario por el doble de lo que ganaba en la otra revista. Yo solo quería trabajar en la revista de Gabo y para mí eso era más que suficiente. Para mí suerte, no espanté a Pilar y ella accedió a pagarme lo que le pedí, aunque yo le habría negociado que me pagara la mitad con tal de trabajar ahí.

Todos los días que trabajé en la revista (y trabajé en dos etapas diferentes) tuve la secreta ilusión de que apareciera el gran escritor por la puerta de la revista. Me lo imaginaba llegando en una visita sorpresa, vestido de gris, arropado hasta el cuello para evitar un frío traicionero; lo imaginaba sonriente y acosado por todos los periodistas que estábamos allí para tomarse fotos, o para que simplemente nos regalara una mueca de abuelo.

Ese día no llegó. Salí de la revista Cambio para otros horizontes y Gabo nunca fue a la redacción. Intenté que el Nobel escribiera una crónica sobre su relación con la tecnología, escalé esa solicitud, pero mis jefes que siempre trabajaban en una sola oficina abierta, a la que mis compañeros llamaban ‘El Olimpo’, jamás le remitieron el pedido al gran Zeus…

Hace dos años fui invitado por El Tiempo para que en un homenaje por uno de sus múltiples aniversarios celebrados por terceros, algunos tuiteros leyéramos fragmentos de sus obras. A mí me correspondió un fragmento de Relato de un Náufrago.

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Gabo fue el único jefe al que nunca conocí en persona, pero siempre sentí que lo había conocido desde mis años de rodillas peladas y sangrantes en Venezuela. Gabo siempre estuvo ahí y fue mi jefe inspirador aunque él no haya sabido siquiera que yo existía. No necesité que lo supiera, con que él estuviera en este planeta vivo en la misma época en que yo aprendía a escribir, aunque aún yo no haya escrito algo que valga la pena, eso fue suficiente. Gracias Gabo.


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