Revista Opinión

Globalización y Estado-nación (I): un diagnóstico

Publicado el 10 mayo 2017 por Polikracia @polikracia

A causa de su carácter impredecible e inestable, las definiciones de la globalización siguen siendo extremadamente vagas cuando uno busca consenso más allá del ámbito estrictamente económico, y esto tiene sus implicaciones. A saber, si consideramos la más débil de las definiciones como punto de partida —la globalización como un amplio proceso de desterritorialización de actividades humanas que trasciende fronteras y crea interdependencias (en palabras del catedrático Vallespín)—, no podemos menos que reconocer que la globalización no es nada nuevo, sino que este proceso de intensificación de interconexiones globales se lleva desarrollando de manera constante desde hace cientos de años. Y, sin embargo, tiene razón Ulrich Beck cuando considera que la globalización constituye «una nueva retórica de lo transnacional». Si sabemos que no se trata de un fenómeno novedoso, ¿por qué irrumpe tan recientemente como un debate clave de la contemporaneidad?

Mi premisa es que la globalización puede ser comprendida como un proceso histórico continuado hacia la interdependencia mundial, determinado en su desarrollo por las interacciones entre las tres principales esferas que lo definen: la política, la económica y la cultural. Adoptar esta perspectiva de la globalización permite responder a nuestra pregunta de una forma más precisa: si la comprendemos como una realidad marcada por las tensiones dialécticas entre diferentes esferas que van avanzando en sus niveles de globalización y van impulsándose entre ellas, la razón del surgimiento actual de la globalización como tema crucial estaría no en su novedad, sino en sus actuales consecuencias sin precedente.

Pongamos un ejemplo: según la perspectiva de las esferas, podríamos concebir la aparición del Estado-nación europeo como la consecuencia de avanzados niveles de globalización en la esfera económica (la expansión del comercio requería un entorno más seguro) y en la cultural (la homogeneidad religiosa causó gran convergencia social), que provocaron que la esfera política avanzara también a través de la construcción de un nuevo orden político que se adaptara a los parámetros de globalización de las otras esferas (escojo este ejemplo particularmente para demostrar, de entrada, que la globalización y el Estado-nación no siempre han estado enfrentados, sino que de hecho el Estado-nación es un estadio de expansión globalizante).

Parecería, pues, que este proceso de reajuste entre esferas se puede trazar en una tendencia continuada hasta nuestros días de manera más o menos predecible, hasta muy recientemente: desde la revolución tecnológica del siglo pasado, los parámetros de globalización en las esferas económica y cultural han despuntado dramáticamente, creando un desajuste entre éstas y la esfera política —anclada en el Estado-nación— como jamás había existido, haciendo que las consecuencias de este proceso sean más graves e impredecibles que nunca. De ahí el título: el Estado-nación es el elemento que distorsiona este proceso globalizador histórico, pues es el factor principal que ancla la esfera política a un nivel de globalización inferior al de las demás esferas. Y puede que el desajuste contemporáneo sea tan grande como para fracturar la tendencia histórica.

¿Cómo afecta esto a la supervivencia del Estado-nación? Por un lado, podría decirse que la globalización económica desvirtúa la dimensión del Estado —en tanto que aparato público que atiende a demandas democráticas— al someterlo al dictado de fuerzas externas a las que debe adaptarse para permanecer soberano, degradando sus funciones de las de un Estado de Bienestar a las de un Estado competitivo (un concepto acuñado por el politólogo Philip Cerny, que parte de la consideración del capitalismo como causante de la drástica evolución económica actual, pretendida como antesala a una economía mundial desembarazada de las limitaciones fronterizas o reguladoras). El Estado competitivo es aquel que, en el contexto de desajuste que reconocemos entre esferas, se ve forzado a formular su agenda priorizando actividades orientadas a cumplir con las exigencias del entorno global, por encima de demandas de bienestar nacional, compitiendo con otros países para atraer capital, incrementar el PIB y mantener su nivel de riqueza. Así, el Estado deviene una maquinaria desvirtuada, que lucha a escala global por subsistir como soberano (el Estado, no el pueblo), aun permaneciendo incapaz de usar esa competitividad para afrontar las amenazas de la nueva economía global, como el crimen internacional o la evasión fiscal.

Por otro lado, la globalización cultural desvirtúa la dimensión de la nación —en tanto que pueblo identificado por valores comunes que produce demandas democráticas—, diluida la noción de «cultura nacional» por la expansión de valores cada vez más globales, así como por la incursión de minorías étnicas y culturales, dificultando que el llamado pueblo se identifique sólidamente como tal y que pueda consensuar valores para sustentar la deliberación democrática, volviéndose la democracia cada vez más agonística. Esto, claro está, no significa que la globalización cultural no haya tenido consecuencias buenas cuando se ha canalizado adecuadamente, como ocurre cuando, ante la incapacidad de la esfera política, se empodera la esfera cultural para esgrimir valores globalizados (ej. los derechos humanos) contra las injusticias en la esfera económica (como ocurre con algunas multinacionales, como Nike, que han cambiado sus formas de producción a causa de la fuerte presión social).

La relación entre globalización y Estado-nación no siempre ha presentado una dialéctica conflictiva. Podría incluso decirse que, a parte de causar parcialmente su surgimiento, la globalización en la esfera económica ejerció también un papel como refuerzo del Estado-nación: el colonialismo puede ser visto como una maniobra económica globalizadora para reforzar el poder de los Estados-nación europeos, que por entonces se veían debilitados por la creciente interdependencia política entre ellos en el viejo continente. Pero a día de hoy es evidente que la globalización en las esferas económica y cultural genera un impacto muy negativo sobre los pilares del tradicional Estado-nación, por ser éste el núcleo de la distorsión entre esferas; tan fuerte es este impacto que, como se ha visto, acaba subvirtiendo su esencia hasta imposibilitar la supervivencia de la soberanía nacional sin grandes sacrificios, llegando a un punto en que incluso la democracia peligra.

Esta es la cuestión fundamental, y la causa de que la globalización tenga a día de hoy consecuencias más graves que nunca, situándola como cuestión preeminente de la agenda global: como prueba el caso de los Estados competitivos, se ha llegado a tan tamaño desajuste que se hace imposible priorizar a la vez la soberanía nacional y la integración económica global sin degradar el pilar fundamental del progreso político: la democracia. Me remito, aquí, a la síntesis que hace de esta situación el economista Dani Rodrik en su trilema de la globalización: en tal situación de desajuste, los Estados tradicionales pueden solamente escoger priorizar dos, pero nunca tres, de los elementos en el tablero, que son la integración económica, la soberanía nacional y la democracia. El Estado competitivo es solamente uno de tres opciones (priorización de la soberanía nacional y la integración económica), y la que con toda probabilidad perduraría mientras no se solucione la distorsión interesférica; pero habiendo visto las peligrosas implicaciones que esto conlleva, vale la pena considerar las alternativas, que se transmutan en la actualidad en una serie de reacciones de la esfera política ante el desafío de la globalización al Estado-nación (y que serán analizadas en otro artículo).


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