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Glorioso noir: El merodeador (The Prowler, Joseph Losey, 1951)

Publicado el 26 junio 2023 por 39escalones
Glorioso noir: El merodeador (The Prowler, Joseph Losey, 1951)

Una de las influencias más patentes en el género negro (cuando es auténtico noir, es decir, cuando la historia supera las fronteras de la intriga meramente policíaca o criminal), junto a las de la novela gótica, el relato detectivesco, el expresionismo alemán, el realismo poético francés o el cine de gánsteres de los años treinta, es la tragedia griega y, en particular, el peso que en ella representa el destino como elemento caracterizador de los personajes. Estos, en la lucha por la consecución de sus deseos, despiertan unas fuerzas adversas que se afanan en dificultar sus logros, y ante las que triunfan o sucumben según el sentido en que su destino esté escrito en los designios divinos, con independencia de sus talentos, destrezas y bondades, o también de sus malas acciones. Trasladado al género negro, este principio se manifiesta en aquellos protagonistas que se revuelven contra un sino que se les muestra implacable, al que combaten denodadamente con su astucia y todas sus fuerzas pero frente al que terminan inevitablemente por claudicar, no sin antes haber experimentado o incluso provocado grandes sufrimientos, al comprender que ese desenlace va ligado a una naturaleza íntima de la que no pueden desprenderse por más que lo intenten. Así ocurre con Webb Garwood (Van Heflin, en una de las mejores interpretaciones de su carrera), el agente de policía que una noche acude a la llamada de una mujer casada que denuncia la presencia de un merodeador en los contornos de su casa (magnífica primera secuencia, antes de los créditos, cuando la cámara subjetiva obliga al espectador a ocupar la posición del mirón, es decir, a comprender su auténtica naturaleza como espectador de cine). Una misión que cambia sus ambiciones y sella su destino, porque al fin hace emerger su auténtica personalidad.

El instante en que el destino de Webb empieza a escribirse es aquel en que se fija en el atractivo de la denunciante, Susan Gilvray (Evelyn Keyes), que se disponía a darse un baño cuando observó la cara de un hombre que la miraba desde el otro lado de la ventana (planta baja, persiana levantada y cortinas descorridas, todo hay que decirlo). Asustada, llamó a la policía, y ahí el inteligentísimo guion de Dalton Trumbo y Hugo Butler efectúa un trasvase de identidades desde el anónimo acosador inicial de la mujer al personaje de Webb quien, tras cumplir junto a su compañero de patrulla (John Maxwell) la misión de revisar los alrededores y comprobar que ya no hay nadie allí y ha desaparecido el peligro, comete su primer gran error, solamente porque no puede actuar de otro modo: de regreso a casa, finalizado ya su turno, visita de nuevo a Susan bajo el pretexto de que hacer una segunda ronda para asegurarse de que todo sigue bien es un imperativo de sus protocolos policiales. Una segunda visita que tiene como objetivo tantear el terreno, extraer e interpretar el sentido de las señales que ha creído detectar en su estancia anterior, conocer las circunstancias personales de la mujer y ver en qué medida puede satisfacer sus deseos con ella. Y no puede decirse que no estuviera en lo cierto, porque a esa segunda visita le sigue una tercera, ya vestido de paisano, en la que se desenvuelve como el dueño de la casa. Dos casualidades, o quizá no tanto, terminan de conformar en la mente de Webb un plan muy diferente al de permanecer en la policía un par de décadas antes del retiro y de una modesta pensión de jubilación: primero, se entera de que a esas horas de la noche el marido de Susan está trabajando, y precisamente no en cualquier empleo, puesto que es el locutor de una popular emisión radiofónica nocturna; segundo, mientras busca tabaco en el escritorio del famoso marido, descubre en un cajón una póliza de seguro de vida por valor de setenta y dos mil dólares. Ahora bien, ¿ha sido simple azar o bien cosa de Susan, que le ha dicho dónde guarda precisamente el tabaco su marido? Por otro lado, ella no está muy feliz en su matrimonio; al contrario, apenas puede decir nada bueno de su esposo. ¿Está incitando a Webb a alguna acción drástica para conseguir que puedan estar juntos, sin la molestia de un marido iracundo opuesto al divorcio? Sea como fuere, las circunstancias en que conoció a Susan proporcionan a Webb una vía de escape: si el marido fuera objeto de una muerte violenta, las culpas podrían recaer en cualquier merodeador.

La construcción del drama que empieza a envolver a Webb y Susan se nutre a partes iguales del guion literario y de los aciertos de Losey en los detalles de la puesta en escena. Un origen levemente común de ambos, el mismo entorno californiano en la juventud, aunque en barrios muy distintos, ella en uno residencial de casas ordenadas y césped recién cortado, él en un populoso suburbio marginal, pero coincidente en los entornos sociales (cafeterías, centros comerciales, bailes de fin de curso), les dota de una especie de pasado común que los lleva a proyectar la posibilidad de un futuro juntos. Por otro lado, Webb deja claro que fue su extracción social lo que dificultó su ascenso en la vida y lo que le obligó a ser un simple patrullero, profesión que denigra y desprecia; su sueño es convertirse en administrador de un motel de Las Vegas, aunque para eso necesitaría dinero fresco, unas decenas de miles de dólares para hacerse con él, porque confía en que se trata de un negocio seguro que procura beneficios cuantiosos. Susan, por su parte, huiría a gusto hacia ese futuro… si no estuviera casada. Todo parece apuntar al marido como único obstáculo para la felicidad de ambos (no juntos, aunque se necesiten entre sí, sino la de cada uno por separado, utilizando al otro: conseguir su sueño empresarial o escapar de una cárcel matrimonial), y así lo subraya la puesta en escena de Losey, que avanza buena parte de lo que va a ocurrir: si en su segunda visita, todavía de uniforme pero fuera de servicio, Webb deposita su gorra de policía sobre la radio en la que resuena la voz del marido parásito, en su angosto apartamento, la primera vez que recibe una llamada telefónica de Susan, una diana con un contorno humano cuelga en de la pared, y deja a las claras el testimonio de la excelente puntería de Webb con el revólver en forma de varios impactos limpios en el corazón. La visita de Webb a casa de su compañero para observar su colección de piedras raras recolectadas por todo el Oeste adelanta asimismo el tercio final del metraje (de un total muy breve, apenas ochenta y ocho minutos), la presencia de Webb y Susan en uno de los antiguos pueblos mineros abandonados, al que se accede por un único camino de tierra que atraviesa un desfiladero a menudo taponado por grandes piedras desprendidas de los muros que lo circundan.

El detalle crucial que puede demostrar ante todos la relación adúltera previa a la muerte del marido y, por tanto, también para Susan, la prueba de que una fatalidad fortuita pudo ser en realidad una maniobra muy bien calculada para hacer pasar un asesinato premeditado por un desgraciado infortunio sobrevenido, amenaza la armoniosa vida en común recién inaugurada de la pareja. Webb revela una personalidad áspera, mentirosa y ruin. Ama a Susan, o eso dice, y sin embargo le miente para seducirla y conquistarla, le tiende una trampa de aparente honorabilidad en la que ella cree pero que es por completo falsa, porque pesa más el egoísmo en la consecución de sus fines que la supuesta felicidad a la que aspira junto a ella, que no es más que resultado de la elaborada construcción de una mentira, y esos fines no eluden incluso la posibilidad de más asesinatos si de ocultar el primero de ellos se trata. Susan, sin embargo, es la víctima no del todo inocente de un sofisticado engaño, pero no es ajena a nociones como la de los escrúpulos o la del remordimiento, y será a través de ella, de una mujer fatal en contra de su voluntad, como se certificará el destino que Webb ha buscado desde el principio, desde su vida anterior, desde el ingreso en la policía o incluso antes. Aunque el guion abusa en algunos puntos de un exceso del empleo de la casualidad y el forzamiento de situaciones (la oportuna visita al desierto del compañero de Webb y de su esposa en busca de más piedras para su colección, y su llegada en el momento oportuno para taponar la huida de Webb por el desfiladero), resulta de lo más pertinente para ilustrar la influencia de la predestinación y de la tragedia en la conformación de los antihéroes del cine negro. La última imagen de Webb, su trabajoso ascenso por un montículo rocoso y el desenlace de la historia al alcanzar la cima, ejercen de acertado resumen visual de lo que implica el auténtico noir para sus protagonistas: un esforzado, y, en última instancia, incluso anhelado, camino de expiación mediante la autodestrucción.


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