Revista Cine

Guadalajara 2010/Día tres

Publicado el 14 marzo 2010 por Diezmartinez
Guadalajara 2010/Día tres
Mi día inició con un corto producido impecablemente: La Llama Doble (México, 2010), de 11 minutos, dirigido por Raúl Ramón. El filme está ubicado en 1945, en la frontera entre Polonia y la antigua Checoslovaquia. Un muchacho polaco y un adolescente alemán que acaba de desertar del ejército nazi se encuentran en una casa semiderruida por los bombazos. ¿Podrá usted adivinar en quiénes se convertirán estos dos personajes en unos cuantos años más? Se nota dinero y oficio en la producción, pero todo el asunto no deja de ser un tanto cuanto inútil.
En cuanto a Depositarios (México, 2009), ambiciosa opera prima de Rodrigo Ordoñez, lo que se nota es que faltó mucho dinero y algo de oficio como narrador. Estamos en México, en el año dos-mil-veintitantos, en una suerte de futuro alternativo. Sucede que en los años setenta del siglo XX, aquí mismo en México, se dio el nacimiento de la tecnología de los "depositarios" del título. Sucede que en este mundo alternativo de marras, las parejas que pueden darse el lujo de pagarlo, tienen un embarazo doble. Es decir, la mujer pare a su hijo y, al mismo tiempo, a un gemelo "depositario" al que se le transmitirán todos los problemas mentales y psicológicos del "original", mientras éste se la pasa feliz de la vida, cual diputado en día de quincena. Por supuesto, también el "depositario" servirá de refaccionaria biológica si el "original" necesita un órgano interno, un ojo, un cachete o nomás quiere cambiarse las uñas.
Como podrá ver, la trama es derivativa a más no poder (a ver, especialistas: una lista de cuentos, novelas y/o películas con una historia similar), pero el debutante Ordoñez no se amilana y hace bien. Su cinta alterna momentos penosos con escenas muy bien logradas. El resultado final es negativo, diría yo, pero nunca pensé en abandonar la sala ni por un momento. Un par de colegas que han visto tanto 2033 (Laresgoiti, 200) como Depositarios me ha dicho que esta última es muy superior. Como yo no he visto 2033 -ah, qué cobarde soy, me doy asco a veces- no puedo agregar nada al respecto. En todo caso, como Depositarios se estrenará comercialmente y en grande, ya volveremos a ella en unos meses.
La Mina de Oro (México, 2009), de Jacques Bonnavent, el corto de 11 minutos que precedió a la fallidísima película de María Novaro, podría haber aparecido, nomás que en versión extendida, en algún episodio de Alfred Hitchcock Presenta. Un pequeño filme de humor negro ejecutado con vigor y pleno conocimiento de la fórmula. No me escandalizaría si fuera el corto ganador de la sección competitiva, aunque creo que me sigue gustando más Lupano Leyva (Gómez, 2009), que vi y reseñé ayer mismo aquí.
En cuanto a Las Buenas Hierbas (México, 2009), de María Novaro, ha sido curioso ver la tajante división de género: las mujeres parecen haber adorado la película y los hombres, en contraste, la han aborrecido. Yo iré un poco más: creo que se trata de la peor película de la señora Novaro en toda su carrera y trataré de argumentarlo, así que si usted no quiere leer spoilers, mejor sáltese los siguientes dos párrafos.
Lala (Ofelia Medina), una experta herbolaria de la UNAM, empieza a sufrir de Alzheimer, para consternación de su hija Dalia (Úrsula Pruneda), quien tendrá que lidiar con una madre que se le escapa día tras día a un mundo desconocido. El problema es grave: el Alzheimer avanza a paso acelerado -aunque no tanto como la sobreactuación de la señora Medina, eso sí-, de tal forma que Lala tendrá que transmitirle a su hija algo del conocimiento herbolario que ella ha ido acumulando desde la época en la que consumía honguitos con la mismísima María Sabina.
Con 120 minutos de duración, a la película le sobran personajes (el marido divorciado entomólogo de Dalia, encarnado por Alberto Estrella; el adolescente jarioso Gabino Rodríguez al que re-coge amablemente Dalia nomás porque sí; el fantasma de una quinceañera asesinada que se le aparece encaramada en los árboles a su jocosa abuelita Ana Ofela Murguía), le sobra una añeja retórica izquierdosa que no viene al caso (que si Mario Marín, que si Atenco, que si Aguas Blancas, que si el mejor futuro para un encantador niñito es verlo convertido en guerrillero para que mate o se deje matar), le sobran varios interludios musicales inútiles (bueno: menos el de Rockdrigo: era su voz, ¿no?) y le falta sobriedad, control y hasta piedad cristiana por el sufrido espectador.
Cuando llega el final de la película y Dalia decide, cual Clint Eastwood femenina, asfixiar con la almohada a su pobre mamá que ya ni la reconoce, uno suspira aliviado: "Ya dejó de sufrir Lala". Y nosotros, de pasada, también. (Ah, otra cosa: Dalia es hija no de su papá, sino de cierto cantante uruguayo... ¿Y?).
Otra decepción fue Los Jóvenes Muertos (Argentina, 2009), documental de Leandro Listorti, filme del cual había leído un par de reseñas muy elogiosa. En realidad, el filme se distingue del montón, pues renuncia a buena parte de los convencionalismos del cine documental más tradicional. Sin embargo, esa virtud, llevada al extremo, termina convertida en un vicio.
Desde 1995 hasta el día de hoy, una treintena de jóvenes -el más pequeño, de 12 años; el más viejo, de 33- se han suicidado en Las Heras, un pueblito argentino. Nadie tiene explicaciones al respecto y el director Listosti menos que nadie. Las entrevistas con gente del pueblo se hacen en off -o sea, no hay cabezas parlantes: mejor dicho, no hay cabezas de ningún tipo, pues no aparecen figuras humanas en primer plano en toda la cinta- y lo que vemos en los 70 minutos de duración de la película -o en los 60 minutos que yo vi- no es más que una letanía de imágenes de salones de clases vacíos, parques abandonados, espacios abiertos solitarios, pasillos de hospitales sin gente, y así hasta que invade el tedio, pues Listorti le ha apostado a mostrar esos espacios que han dejado los que se han quitado la vida.
El problema es que, como espectadores, no podemos involucrarnos emocionalmente con todo ello, pues no sabemos quiénes son los muertitos, por más que en la pantalla se nos informe cada cuanto tiempo del nombre, la edad y la fecha del suicidio de cada uno de ellos.
Salí de la película unos minutos antes de que terminara, pero no cuenta como walk-out: lo que sucede es que tenía que salir para poder ver Alamar (México, 2009), opera prima de ficción de Pedro González-Rubio, quien conoció cierto reconocimiento hace algunos años por su documental Toro Negro (2005). Para ser honestos, Alamar es una suerte de ficción documental más que una ficción pura. La historia se ubica en el Chinchorro, cerca de Chetumal, y se centra en la relación entre un pescador y buzo maya llamado Jorge (Jorge Machado) y su pequeño hijo Natan (Natan Machado), quien ha llegado de visita desde Italia a pasar unos días con su progenitor. Sucede que Jorge concibió a Natan con una italiana, Roberta (Roberta Palombini), quien vive en Roma. Ella vive feliz en la ciudad; él vive feliz a la orilla del oceáno. Natan está, pues, dividido entre la cosmopolita y milenaria Roma y el pequeño poblado de pescadores en donde vive su papá.
Aquí no hay melodrama. Hay observación naturalista, en la mejor tradición del primer Alcoriza, el de Tiburoneros (1963): Jorge se lleva a su hijo para que lo vea cómo pesca, como atrapa las langostas, cómo mata las barracudas, mientras lo enseña a descamar peces, a partir langostas a cuchillo, a cuidarse de los lagartos que por ahí rondan y hasta a domesticar, cual Principito ítalo-mexicano, a cierta garza africana a la que bautiza como "Blanquita" y que un buen día desaparecerá sin dejar rastro. Exactamente como él, Natan, que también regresará con su mamá a Italia. Aunque el escuincle, se entiende, sí dejó rastro: a lo mejor el año que entra regresa a cazar barracudas. La mejor película de ficción que he visto hasta el momento, pero está fuera de concurso: ya había ganado en Morelia 2009 y hace poco en Rotterdam 2010.
Mi día terminó con el documental mexicano en concurso 9 Meses y 9 Días (México, 2009), de Ozcar Ramírez González. El filme sigue el escándalo mediático y las consecuencias personales que sufrieron y gozaron los tres célebres pescadores mexicanos que naufragaron en mar abierto del Pacífico los 9 meses y 9 días del título.
Ramírez no se interesa en las muchas dudas legítimas del caso -¿por qué no estaban tan quemados por el Sol cuando fueron rescatados por un barco taiwanés?, ¿de verdad salieron a cazar tiburones o eran empleados de algún narco al que traicionaron o con quien quedaron mal?, ¿qué pasó con los otros dos pescadores que no sobrevivieron?-, sino con lo que siguió al maremagnum informativo en el que los tres tipos, ahora sí, se hundieron.
El orgulloso Lucio Rendón, el abierto Jesús Vidaña y el bravero chaparrín Salvador Ordoñez son abordados por un fanático cristiano de Atlanta y por un judío-colombiano que vive en México y son convencidos de firmar un contrato para hacer una edificante película religiosa que, hasta la fecha, sigue en el limbo.
Ramírez no se compromete con nada. Atestigua la ridiculez de unos, las debilidades de estos otros, las tonterías de aquellos, pero no subraya nada de lo anterior. Deja que uno como espectador que saque sus propias conclusiones y yo ya saqué las mías (¿por qué todo lo que escribo suena a albur?): la película es interesante, pero le faltó a Ramírez ser más un cineasta y menos un simple testigo.

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