Revista Cine

Guadalajara 2017: La libertad del diablo/I

Publicado el 11 marzo 2017 por Diezmartinez
Guadalajara 2017: La libertad del diablo/I
Ya lo he escrito en otras ocasiones: mi regla personal para juzgar si un festival de cine ha valido la pena es que en él vi una cinta que aparecerá en mi lista final de lo mejor del año. En el caso de Guadalajara 2017 he llegado rápidamente a ese juicio positivo después de ver La libertad del diablo (México, 2017), sexto largometraje del maestro documentalista Everardo González.La cinta, en competencia en la sección de Largometraje Iberoamericano Documental, inicia con la pantalla en negro y la voz en off de alguien que testimonia una escena desquiciante/desquiciada: en algún sitio, un hombre presencia a un grupo de ¿sicarios? ser parte de un rito pseudo-tribal de sangre y de locura. La tranquila voz en off dice que no puede compartir la humanidad de ese grupo, no se siente parte de él... y, sin embargo, "seguimos siendo de la misma especie", termina afirmando con un cierto dejo de triste aceptación.En este primer testimonio -de la decena que conforman el documental- está la clave de la posición moral que adopta González: todos los que van a hablar frente a cámara -en estrictos planos cerrados la mayor parte del tiempo- son "de la misma especie" y, por ende, son cercanos a nosotros. Más aún: ellos son nosotros. Estamos ante un grupo de víctimas y victimarios juarences, producidos por la irresponsable "guerra contra el narco" iniciada bajo el gobierno de Felipe Calderón y continuada en el desgobierno de Enrique Peña Nieto.Se trata de hijas sin madre, una madre sin hijos, un hombre que está buscando a su hermano, otro hombre que ha desenterrado 104 cadáveres buscando los propios, dos jóvenes sicarios que no llegan a los 30 años, un policía federal que acepta hacer "justicia por propia mano", un soldado desertor que confiesa que la da asco haber sido parte del ejército... La sangre, la violencia, el horror los une a todos, los funde y los confunde, pues la identidad de todos ellos se esconde detrás de una máscara común: una suerte de pasamontaña color carne diseñada por Roberto Ortiz y Ana Flores.Así pues, víctimas y victimarios, sicarios y fuerzas del orden, asesinos a sueldo y criminales con uniforme militar/policial, comparten el mismo rostro y, detrás de la máscara, el mismo acento norteño (acaso con alguna variante chihuahuense/sinaloense), la misma imposibilidad de olvidar (una porque vive con el odio a flor de piel, otro porque su conciencia no lo deja en paz), la misma cadena de mando deshumanizante (uno de los sicarios y el soldado dicen básicamente lo mismo: "órdenes son órdenes") y hasta el mismo ethos, pues el mismo afán de poder es el que llevó a un sicario a matar a su primera víctima a los 14 años o al soldado a enrolarse en el ejército ("Es bien bonito que la gente huya de ti").La acumulación de testimonios se interrumpe, ocasionalmente, cuando la infalible cámara de María Secco se detiene captando un bello escenario natural o un momento banal y cotidiano, cual providencial rescate de los planos-pausa a la Ozu. Sin embargo, poco a poco, en esas mismas tomas aparecen otros enmascarados más: familias enteras posando en el interior de sus casas, un jovencito en una esquina, un hombre conduciendo un camión, un grupo de trabajadores en un taller de costura, un par de soldados en la parte trasera de una camioneta, otro grupo presumiendo sus armas a un lado de la carretera... Todos los que aparecen comparten el mismo tipo de máscara: son otras víctimas potenciales o reales, otros victimarios, con placa o sin ella.Por ello, hacia el final, uno termina agradeciendo a González que por lo menos una de las máscaras deje ver un rostro, deje ver la humanidad, deje ver el dolor, deje ver la esperanza. Porque quiero creer que ese rostro del desenlace funde el dolor más grande que alguien pueda tener con la inquebrantable fuerza de la esperanza. Eso quiero creer. 

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