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Guerrilla ecologista: Las raíces del cielo (The roots of heaven, John Huston, 1958)

Publicado el 02 noviembre 2016 por 39escalones

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Una curiosidad en la filmografía de John Huston, el gran cineasta de los perdedores, esta película de 1958, en pleno bache de irregularidad de su espléndida carrera, una historia de aventuras con trasfondo conservacionista. Un año antes había filmado esa pequeña joya que es Solo Dios lo sabe (Heaven knows, Mr. Allison, 1957); el mismo año estrenaría uno de sus títulos más flojos, El bárbaro y la geisha (The barbarian and the geisha, 1958); su siguente filme sería uno de los que Huston más disgustado iba a quedar de sí mismo -aunque es una película excelente-, el western Los que no perdonan (The unforgiven, 1960); solo recuperaría el pulso de sus grandes historias al año siguiente, con Vidas rebeldes (The misfits, 1961). Mientras tanto, como si de enmendar sus pasadas veleidades cazadoras durante el rodaje de La reina de África (The African Queen, 1951) -de las que Peter Viertel y Clint Eastwood dejaron constancia en la literatura y el cine-  se tratara, Huston adaptó a la pantalla una novela de Romain Gary acerca de un grupo de aventureros que se lanza a la lucha armada en defensa de los elefantes en una colonia del África francesa.

Aunque muy irregular, y algo pasada de metraje (sus dos horas son excesivas), en la película, de hermosísimo título, pueden verse huellas palpables de la autoría de Huston. En primer lugar, la querencia por el perdedor como epicentro humano de su cine: Morel (Trevor Howard) es un aventurero carismático pero solitario, sin familia, sin futuro; Minna (Juliette Gréco) trabaja de camarera en un hotel en medio de ninguna parte, varada en mitad de los dominios coloniales franceses, atada a su lugar de origen (su personaje es el de una mestiza) al mismo tiempo que aborrece la vida allí, rodeada de hombres que la codician o la importunan, amando su tierra pero odiando su presente y sufriendo por su futuro; Forsythe (Errol Flynn) es como el negativo de los protagonistas de esas antiguas películas de heroicos y resolutivos cazadores, un Stewart Granger o un Clark Gable venido a menos, desencantado, derrotado por la vida, que pasea sus borracheras por los locales de copas que encuentra en sus safaris para turistas. Todos ellos aborrecen su realidad, y encuentran en el combate a la muerte indiscriminada de elefantes el símbolo de resistencia que necesitan para luchar contra la administración colonial, el modelo económico y social que les ahoga, la explotación de una tierra que continuamente se ve coartada para crecer libre y en cohesión con la naturaleza. La determinación de Morel, su encarnizada oposición a las autoridades, su dignidad, su integridad y su ejemplo arrastran a Minna y a Forsythe a su causa, y ponen en primer término mediático la defensa del patrimonio natural. El estallido de la violencia (contra las infraestructuras coloniales que hacen de la caza de elefantes un negocio, no hacia las personas) convierte el lugar en una gran sala de prensa repleta de periodistas de medio mundo que encuentran en la historia de Morel una de esas historias de superación que tanto conmueven a los cómodos lectores y espectadores occidentales, confortablemente sentados en el sofá de su casa. Tanto es así, que el periodista más renombrado de los Estados Unidos, Cy Sedgewick (Orson Welles, de nuevo en un papel breve pero magistral para Huston), toma personalmente cartas en el asunto. La evolución de su personaje en los pocos minutos que aparece en pantalla marca el sentido último del filme: de lo que él cree que va a encontrarse, un vulgar macho alfa, analfabeto, idealista y potencialmente corrupto, pasa a convertirse en un firme defensor de su causa. La memorable interpretación de Welles se construye sobre las frases más sólidas del guión y su enorme carisma en la pantalla: consciente de su poder mediático, Sedgewick no vacila en amenazar con el empleo de todos los instrumentos a su alcance para sonrojar internacionalmente a las autoridades coloniales si la integridad física de Morel, cuya eliminación algunos empiezan a ver como solución al problema que está creando en la plácida vida blanca del África negra, se pone en cuestión.

En segundo lugar, la película trasluce el concepto de masculinidad que Huston compartía con autores literarios como C. S. Forester, H. Ridder Haggard o Ernest Hemingway: aventuras, armas, bebida, lucha física, vida al aire libre, acampadas, desafíos al imperio de la naturaleza… Solo el personaje de Minna rompe la unanimidad masculina, si bien debe aceptar el rol masculino una vez que se introduce en la lucha de Morel: desaparece la tentadora mujer hermosa embutida en sugerentes vestidos y aparece la luchadora nata; pierde los atributos estéticos que la metrópoli impone y adopta la vestimenta, la forma de vida en suma, de la tierra que considera propia, la de la sangre que corre por sus venas. En tercer lugar, la película propone otro tema que a Huston le interesaba: la mezcla de razas y el problema de la descolonización. Desde el momento que viajó a Entebbe a localizar exteriores para La reina de África, Huston descubrió el enorme caudal de historias que le proporcionaba el fenómeno colonial y en especial la cuestión del mestizaje, la sinergia entre los avances políticos, tecnológicos, sociales, culturales, económicos, etc., de Occidente y su contraste con la pureza natural y la esencia humana de los territorios colonizados. La cuestión de la raza, del mestizaje, salpicaría en el futuro su cine con mucha frecuencia, en sus dos siguientes películas (John Wayne introducido en el Japón del XIX o Audrey Hepburn como mestiza adoptada por una familia blanca en el salvaje Oeste) y hasta el final de su carrera.

Esta idea de mezcla, de sinergia, impregna toda la película, desde el diseño de los personajes a la propia confección del reparto. Mientras que los adversarios de los defensores de los elefantes responden a un mismo perfil, funcionarios, burócratas y explotadores que intentan buscar el negocio como herramienta de consolidación del dominio blanco en África (interpretados por actores europeos como André Luguet, Olivier Hussenot o el gran Herbert Lom), el grupo guerrillero conservacionista lo conforman idealistas acabados, aventureros caducados, mujeres fatales, periodistas carismáticos, ecologistas convencidos, antiguos siervos de ascendencia árabe (Habib, el personaje de Grégoire Aslan), colonizadores bienintencionados (el personaje de Eddie Albert), funcionarios conversos (Paul Lukas) o incluso un grupo guerrillero formado por nativos que lucha con las armas contra la colonización francesa.

Del fenomenal reparto, además de Welles y de Howard, destaca la conmovedora interpretación de Errol Flynn en su última película. Visiblemente envejecido y demacrado, invadido por la desgana y el agotamiento, su personaje, que no es ni mucho menos un protagonista, parece hablar tanto de sí mismo como de la identidad dibujada en el guión. Sus diálogos y la forma en que los pronuncia, su actitud ante la cámara, sus apariciones en la pantalla, sus miradas, sus silencios, sus medias sonrisas, pueden leerse, a la vista de su pronto y desgraciado final, en clave de despedida. La huella que su presencia deja una vez que concluye su participación en la trama permanece en la retina mucho más allá del visionado de la película y con total independencia a las evoluciones del argumento.

Con una magnífica fotografía de Oswald Morris, que capta y utiliza a la perfección la fogosa luminosidad y los entornos semidesérticos y tenuemente verdes y boscosos del Sahel, el desarrollo del guión es tal vez el punto más flaco de una película que, una vez situada, va perdiendo poco a poco el interés de la acción y centrándose en el interior de los personajes, más preocupada por ellos y por su futuro que por el hilo argumental en sí, si es que puede hablarse de cosas distintas. Porque Huston, en su lucha imposible, en su causa perdida, no ve otra cosa que el interior de sus personajes, de él mismo, de todos nosotros.


Guerrilla ecologista: Las raíces del cielo (The roots of heaven, John Huston, 1958)

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