Revista Psicología

Hablando de Fe (IV)

Por Rms @roxymusic8

Si no hay nada ni nadie que nos pare en seco y nos hable de las cosas importantes de la vida, corremos el riesgo de pasar por esta vida de puntillas. Y en la fe ocurre un tanto de lo mismo. Gracias a la Iglesia, dulce compañía, puedo vivir con los pies en la tierra y el corazón y alma atentos a lo que acontece a mi alrededor. Tanto es así que hoy la Iglesia me ha parado en seco los pies, el pensamiento y todo plan en mi cabeza, para recordarme que no puedo ser mera espectadora de los hechos que esta semana acontecerán en la vida de todo católico (y toda persona, por qué voy a discriminar), sino que me mantenga expectante, en espera, en acogida. ¡Hoy es Domingo de Ramos! Y desde hoy hasta el próximo Domingo de Resurrección, todos los ojos están puestos en Jesús. Hoy da comienzo una Semana Santa que nada tiene que ver con la del año pasado ni con la del año que viene. Pues, cada encuentro con Jesús es novedoso.

Si miro atrás en el tiempo, no hace mucho que vivo el Domingo de Ramos como un personaje más. Es cierto aquello de que cada alma tiene su tiempo y que cada encuentro con Jesús es impredecible. Cuesta imaginar a Jesús montado en un pollino entrando en la ciudad de Jerusalén aclamado por todos cuantos lo veían pasar y que, días más tarde, ésos mismos decidieran darle muerte. Pero, no debe costar mucho echar una ojeada a nuestro alrededor e incluso, por qué no, a la vida de cada uno de los que nos decimos católicos y preguntarnos: ¿no vemos, también, signos de contradicción en nuestra vida? No hay mucha diferencia entre aquéllos y nosotros. El Evangelio es tan nuevo como el día de hoy. El corazón de aquéllos latía y anhelaba lo mismo que el pobre corazón nuestro. Hoy, Jesús, quiere entrar en él. Lo fácil es dejarle entrar por un día, pero ¿y si nos pide alojamiento para toda la vida? Yo no quiero darle muerte, pero hay tantos placeres en el mundo... ¡Pues Él los ha vencido todos! Caminar junto a Él es garantía de vida, pero de una Vida en mayúsculas, es decir, en plenitud.

Más adelante llega el Jueves Santo, día del Amor. ¿Quién puede permanecer en este mundo a nuestro lado para siempre? Y permanecer en cuerpo, sangre, alma y divinidad. ¡Sólo Jesús! Nosotros tenemos miedo a la soledad, a no sentirnos queridos, a ser los olvidados del mundo. También, tememos a la muerte. ¿Quién no? Desaparecer de este mundo, quién sabe cuándo, atemoriza a cualquiera. Pero, la vida se vuelve menos dramática y desesperanzada si Jesús está en ella. Este día se queda a cenar con los discípulos que tanto amaba. Les habla de corazón a corazón. Les comparte su cuerpo y su sangre. Los ama a cada uno personalmente y les insta a amarse como Él los ama. Además, les dice que una vez vaya junto a Dios Padre, se quedará con ellos hasta el final de los tiempos. ¿Cómo, y... dónde? Como pan y vino en cada Eucaristía. Los católicos nunca vamos a estar solos aun sin presencia física humana. Jesús, en la forma del pan y del vino por medio de la unción del Espíritu Santo, se hará presente. Y se quedará en el Tabernáculo, esa cajita acompañada de una luz roja parpadeante. Ahí nos espera siempre que queramos y le necesitemos.

Es curioso, a Jesús no le fue suficiente prueba de amor el pasar la última cena con sus discípulos, sino que además, murió por cada uno de ellos (por ti, por mí) en la Cruz siendo obediente hasta la muerte. Eso es el Viernes Santo, una prueba de amor, una entrega total, una vida plena. Jesús es Hijo de Dios y encuentra alegría, paz, fortaleza, amor y compañía haciendo la Voluntad de Dios Padre. ¿Jesús fue sometido por Dios Padre a una muerte de Cruz? No estamos leyendo bien los hechos... No vemos con amor el gran acto de Amor... Estamos ante un día de dolor expiatorio, un dolor sanador, un dolor que da vida, un dolor que resucita a los muertos en vida. Nunca entenderemos el sufrimiento que aflora en nuestra vida hasta que no abramos nuestro corazón al encuentro con Jesús, pues todo lo que Él pasó en el Via Crucis lo hizo para que le miraras y te unieras a Él en el momento de dolor. Nunca más volverás a estar solo, a sufrir en silencio, a no encontrar sentido a eso que estás viviendo. Mira a la Cruz, conoce a quien está clavado ahí por amor a ti, y deja que Él cargue con un pedazo de tu cruz, pero tú preséntasela y pide que te ayude a llevarla.

Puede que nos sea difícil entablar una amistad con Jesús, abandonarnos en sus manos. Puede que nunca hayamos tenido un encuentro cara a cara con Él, o corazón a corazón. Puede que todavía no haya llegado nuestro momento... En cualquier caso, Dios es Padre y cuida de cada uno de sus hijos, y ni tú ni yo íbamos a ser menos. En este Sábado Santo, los discípulos se sienten solos, desamparados, sin el Amigo, sin su guía y esperanza. Pero hay, en una austera casa, una presencia que calma al alma más agitada y acoge al más abandonado. Es la Virgen María, la Madre de Dios Hijo, de Jesús. De ese Jesús clavado en la cruz. ¿Qué dolor hay comparable a ver a un hijo clavado en la Cruz, muerto? Las madres, ¡qué sufrimientos les toca vivir! Y Ella estaba al pie de la Cruz. Estaba rezando, viendo y viviendo cada momento. Estaba acompañando fielmente a su Hijo. No se separó de Él. Y sigue a su lado. Jesús nos la dio como madre. ¡En este día de dolor, de desesperanza, de oscuridad, todavía hay una Luz! Es María, Nuestra Madre, lucero, guía y paz de nuestras almas. ¿Podremos perder la fe, esperanza y caridad teniendo a nuestro lado a tan tierna Madre?

Y llegará un día en que todos recuperemos la alegría en nuestros corazones, la paz en nuestras almas y la esperanza en nuestras vidas. Ese día es el Domingo de Resurrección, el que da sentido y razón a nuestra fe. Si se vive este hecho a distancia estas palabras no resuenan en nuestro interior. Es más, suenan a invención, a algo fantasioso. Pero, si nos hemos adentrado en este hecho que aconteció hace ya más de dos mil años, nos hemos encontrado cara a cara y corazón a corazón con Jesús, y hemos permitido que entrare en nuestra vida en todos los recovecos habidos y por haber, estas palabras resonarán con fuerza desde lo más profundo de nuestro ser y podremos testimoniar que Jesús salvó nuestras pobres vidas, sanó nuestras heridas y nos llenó el corazón de un amor puro y una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz, señal de ser una alegría profunda, despojada de superficialidad, limada por el sacrificio y la donación. Una alegría verdadera y que nada ni nadie podrá arrebatarnos, aun los tormentos, los pesares y caídas. Jesús, con Su resurrección nos levanta una vez y siempre.


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