Revista En Femenino

Hablar con los hijos para derribar los muros que levantamos entre ellos y nosotros

Por Mapilar @pilarcasota

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En algún momento aprendimos que callar, no nombrar algo, lo hacía desaparecer. Quizá fueron esos secretos conocidos que nos obligaron a guardar. O los momentos de sufrimiento colectivo que después nadie quiso señalar para evitar remover heridas. Así que decidimos que lo mejor era guardar silencio después de conflictos, faltas de respeto, poder ejercido con violencias, palabras hirientes y ausencias impuestas.

Es una de las máximas que seguimos muchos padres con nuestros hijos: cuando ha pasado la tormenta, cuando las aguas vuelven a su cauce y parece que está todo olvidado… un suspiro de alivio y la convicción de que el cariño de los niños sigue intacto, de que en la próxima ocasión lo haremos mejor.

Nuestra experiencia de infancia parece que nos sirve de guía en estas situaciones: todo lo sucedido entre las paredes de nuestro hogar y una relación paterno-filial excelente nos avalan. ¿O no tan excelente? Escuchando a padres, acompañando a través del coaching su proceso de cambio, invariablemente tras las dificultades de comunicación con los niños hay experiencias dolorosas con sus propios progenitores, experiencias que siguen abiertas, incomprendidas, silenciadas.

Son experiencias que no fueron nombradas explícitamente ni por los adultos ni por los entonces niños y que invariablemente están en el fondo de la falta de comunicación actual, de sentimientos encontrados respecto a sus propios padres, que generan sentimientos de culpa, resentimientos no resueltos y, en definitiva, relaciones insatisfactorias.

La creencia de que aquello de lo que no se habla se resuelve por sí mismo, que es peor remover asuntos dolorosos que mantenerlos ocultos, el miedo a ser rechazados si cuestionamos o expresamos nuestro sufrimiento, ser mal interpretados por “echar en cara” cosas del pasado, el temor a perder el respeto de nuestros hijos si nos mostramos “débiles” pidiendo perdón o reconociendo errores… está en el trasfondo de nuestra actitud.

Pero hay varias razones básicas para hablar de todo eso que sucede entre nuestros hijos y nosotros y que tanto nos desagrada:

  • Desmontar el patrón de relaciones y reacciones: al verbalizar las conductas y los sentimientos involucrados sacamos a la luz eso que nos cuesta tanto mirar de frente y nos ayuda a comprender. Al mismo tiempo es más posible comprometernos a cambiar y tener éxito que si solamente nos prometemos “no lo haré más, es la última vez” sin profundizar en los caminos que nos llevan hasta ese comportamiento o esas palabras.
  • Ayudar a los niños a transitar por las experiencias y sentimientos poniéndoles nombre: Los niños tienden a sentirse torpes, incapaces y culpables de todo aquello que son acusados y también de lo que no entienden, ya la explicación que encuentran para darle sentido es que ellos son los causantes de tanto malestar. Una culpa que no sirve como límite moral o ético, sino una culpa que bloquea porque su origen está en su incapacidad para comportarse como exigimos o esperamos de ellos.
  • Mostrarnos tal como somos, ofrecer disculpas y reparar nos sitúa en nuestro lugar, nos ayuda a sumir la responsabilidad de lo que hacemos, decimos, sentimos y pensamos. Como efecto inmediato transforma la relación con los hijos en algo confiable, en el que no hay uno (adulto) que lo sabe todo y siempre acierta y otro (niño) que “tiene que aprender”. Somos dos iguales en una relación, que se equivocan a veces y conversan sobre ello y se ponen de acuerdo para convivir mejor.

En ocasiones nos acercamos a una actitud semejante a la disculpa, aunque a menudo termina convirtiéndose en un “pero es que mira lo que hiciste tú, por eso me enfadé tanto y te grité”. Es decir, culpabilizamos de nuevo al niño y convertimos una ocasión excelente para restaurar la relación en un motivo más de alejamiento, gracias al chantaje emocional que ejercemos sin piedad.

Podemos empezar por reconocer de forma sencilla que nos equivocamos, que fuimos injustos, o que estábamos tan agotados y tensos que perdimos el control. El primer paso para romper los silencios con los que alejamos a nuestros hijos de nosotros. El primer paso para aceptar conscientemente, mirando a nuestras limitaciones a la cara, que lo hacemos lo mejor que sabemos con los recursos que tenemos. Y que podemos hacerlo mejor. Somos de esa generación que creció tratando de no cometer errores, que recibía críticas con las equivocaciones, una generación que se mantiene en los límites de lo correcto, lo aceptable, que tiene dificultades para salirse del molde. Que tiene un nivel de autoexigencia altísimo y una autoestima dañada.

Pensamos que al asumir los errores o la sencilla realidad sufriremos enormemente, pero podemos darnos permiso para reconocer “sí, me equivoqué, te acusé sin pruebas” “perdí los nervios y te grité sin motivo” “yo empecé la discusión cuando fui sarcástica con tu manera de expresarte” “estaba tan cansada que cualquier ruido me molestaba y tú estabas correteando y cantando en voz alta a mi lado” “estoy tan enfadada porque no me sale mi proyecto profesional como quiero que salto con cualquier contrariedad”, esas son las cosas “terribles” que solemos hacer.

Los niños serán capaces de comprender mucho más allá de nuestras limitadas expectativas sobre su amor y empatía. Siempre que asumamos nuestra responsabilidad en lugar de cargarles con nuestros asuntos pendientes. Siempre que seamos sinceros, siempre que continuemos creciendo para ser personas más libres y respetuosas.


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