Revista Opinión

Hasta aquí hemos llegado (II): Rodeada de traidores

Publicado el 24 julio 2015 por Eowyndecamelot
Mi rincón favorito para leer o pensar en mis idas de olla variadas, a la orilla del Ebro

Mi rincón favorito para leer o pensar en mis idas de olla variadas, a la orilla del Ebro

Tortosa, el caluroso verano de 1295

(viene de) Las callejuelas retorcidas de Tortosa me acogieron mientras escapaba de la ostentosa multitud (y de sus espectadores plebeyos) que se había congregado en la ciudad del Ebro para la celebración de las Cortes reales, pero los gallardetes, sedas y brocados, alfombras florales y vítores de la multitud (no dirigidos a mí, desde luego, los dioses paganos me libren) parecían perseguirme allá hacia donde fuera. Afortunadamente, la ciudad me abría progresivamente sus más intrincadas callejuelas para que yo pudiera escaparme, y me conducía, amable, a mi destino, que no era otro que el Portal llamado del Temple. Saludé amablemente a los guardias, ya acostumbrados a verme salir de la ciudad entre tercia y sexta, y me interné en el paisaje fluvial. Buscaba mi rincón favorito, un pequeño claro entre el fresco y suave bosque de ribera donde me gustaba sentarme a leer alguno de los volúmenes tomados de la biblioteca de la bulliciosa casa (propiedad de un noble amigo de las artes y, consecuentemente, también de Omar) donde nos hospedábamos o, sencillamente, a pensar. Una vez lo encontré, me tumbé sobre la hierba con mi morral ejerciendo las funciones de almohada, mientras contemplaba cómo el sol se derramaba en gotas de rocío luminoso que se filtraban través del techo arbolado. A través de aquel resplandor, al que los boatos de los cortesanos que se estaban dando cita en la ciudad aspiraban patéticamente a asemejarse, yo quería dilucidar qué era aquello que, especialmente en aquel día, mantenía mi corazón aprisionado dolorosamente en mi pecho y mi garganta seca y ahogada, y no precisamente por los rigores de aquel estío que parecía predecir el cambio climático del siglo XXI. No tardé mucho en averiguarlo.

-Por estas fechas hace un año –dije en voz alta, como si los chopos y los sauces pudieran escucharme-. De lo de Perugia.

Demasiado rápido se habían sucedido los meses. Como siempre en mi vida: el tiempo me transcurre a tal velocidad que apenas tengo tiempo a reflexionar qué de útil puedo hacer con el que me ha sido concedido (como decía Gandalf), con el resultado de que nunca hago nada con él que valga mínimamente la pena. En este caso, a pesar de que el sentimiento de fugacidad temporal podía haberme ahorrado sufrimiento, no le estaba nada agradecida, incluso teniendo en cuenta que gran parte del año me la había pasado en siglo XXI, falsamente esperanzada de que Guillaume podría haberse salvado, o tal vez justo por eso: todo había sido tan repentino, tantas cosas habían sucedido desde entonces, que aún no había sido capaz de encontrar un minuto para llorarle. Todavía me era imposible aceptar que no estaba vivo, todavía esperaba verle entrar por alguna puerta. Pero aquello no sucedía, y el dolor se renovaba y se repetía, como en un bucle infernal.

Y, por si fuera poca, las únicas personas que podían haberme consolado de su ausencia tampoco estaban. Yo las había abandonado, como Syriza al pueblo griego. Sí, yo también dije que estaba acorralada y que no existía otro camino. Pero los caminos alternativos se buscan. No, quizá no tenía que haberles apartado de mi lado. Al menos no de aquella manera, por mucho que creyera que era lo mejor para ellos… Tal vez a las personas cercanas no hay que apartarlas nunca, mira a Ada Colau, que no se separa de sus antiguos compañeros de curro ni de su pareja ni en el Ayuntamiento. Menos mal que también está haciendo bastantes cosas buenas…

Pero… un momento… ¿acaso no se habían dejado abandonar por mí con demasiada facilidad? No me pareció escuchar súplicas cuando me marché. Ni vi lágrimas de tristeza. Se limitaron a decirme adiós agitando el pañuelo, aunque por lo menos sus expresiones eran circunspectas. Lo aceptaron con facilidad, mientras yo, en mi fuero interno, rogaba porque a alguien se le ocurriera una alternativa que evitara que yo tuviera que marcharme. Pero evidentemente, nunca le importaré a nadie tanto como la mayoría de mis personas cercanas llegan a importarme a mí, nunca seré la reina de la fiesta, ya sabéis que mi carácter lo impide. Estaba llegando a la conclusión de que, siendo como soy y puesto que a estas alturas ya no voy a acambiar, lo mejor es dar por definitivamente finalizada mi etapa de simpatía y acercamiento a la Humanidad, que se inició cuando los templarios decidieron que tenía que dejar de trabajar sola para echarles una mano, ofreciéndose como mis compañeros. Todo era un engaño, todo es siempre un engaño, como la transición con el agente de la CIA Felipe, que ahora anda dando por culo en Venezuela, como el euro, todo una farsa para mantenernos sumisos y explotados, cornudos y contentos. Sí. Volvería a ser la solitaria que siempre había sido: así nunca tienes que preocuparte si aquellos a los que estimas son dignos de ello. Ni de si te decepcionan. Ni de si se mueren.

En fin. Me pasé una mano por la cabeza para alejar pensamientos incómodos, y giré sobre mi misma para abrir mi bolsa y atrapar el Satyricon de Petronio traducido a la lengua vulgar: no soy lo bastante culta para leer en latín, espero que nadie se sienta escandalizado por ello: no soy una intelectual, y no pasa nada, no creo necesario fingirlo ni creería necesario envanecerne en el caso de serlo (tampoco entiendo los twits de Errejón sin traducciones al cristiano, pero eso es algo que tengo en común con el propio emisor de gorjeos, así que no me preocupa en exceso). Enseguida mi sumergí en las correrías de los personajes, que me hicieron estallar en carcajadas en varias ocasiones, y sólo me interrumpí cuando sentí un rumor confuso, repetido dos o tres veces, como de un cuerpo en movimiento que apartaba unas ramas. Era delante de mí de donde procedía el ruido, tal cual si alguien se estuviera acercando desde la orilla del río. Rauda pero cautelosa me incorporé y eché mano a la daga que escondía en mi bota derecha, al tiempo que me ocultaba tras del tronco suficientemente ancho de un álamo, preparada a saltar sobre el que fuera si venía en mala lid. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando el sujeto en cuestión emergió del camino que venía de la muralla, no de la parte del río. Sorprendido y atemorizado, dio un salto hacia atrás cuando me vio saltar hacia él, hoja en ristre.

-¡Vade retro! –exclamó. Vaya, lo mismo él si conocía la lengua de la antigua Roma. Yo me detuve, más sorprendida por el latinajo que por el grito, y entonces me di cuenta que el personaje al que había estado a punto de ensartar como a una brocheta de cerdo era Ferran, que me miraba con los ojos desorbitados-. Eowyn, ¿qué se supone que estás haciendo?

Yo me rehíce y guardé el arma.

-Lo siento. Oí un ruido hacia el otro lado, y tú me sorprendiste por éste. Creo que tendré que revisarme el oído, lo mismo ya voy para vieja. Llegué a pensar que estaba rodeada de bandidos –o algo peor: no puedo olvidar que, aunque haya cambiado de vida y colgado la espada, aún andan por ahí varios enemigos que querrían arrancarme la cabeza y cosechar mi virtud (quizá no en ese orden) si es que algo de ella se puede encontrar todavía-. No pretendía asustarte… pero, por cierto, ¿qué haces aquí?

Él me miró con aprensión. Seguro que se hacía cábalas de la clase de vida que yo había llevado hasta entonces y que me impulsaba a reaccionar de maneras tan peregrinas, para él, claro, como aquélla. La expresión de su cara fue virando hacia una mueca claramente desaprobadora.

-Omar ha adelantado el ensayo de hoy y quiere estar seguro de que todos estaremos a la hora. Considera que nos encontramos muy verdes y quiere que hagamos un buen papel. Dice que hay posibilidades de que acabemos quedando enterrados por nuestro propio peso en gruesas y doradas monedas si así ocurre.

Suspiré, resignada.

-Este Omar siempre tan optimista. La realidad no es capaz de curarlo.

-Sea lo que sea, tú te vienes conmigo. Ahora –era obvio que no era el momento de una charla distendida.

-No sabía que hubieran implantado la Ley Mordaza medieval… ¡Ni que estuviera yo parando un desahucio, con lo buena chica que soy, sólo haciendo lo que la autoridad me permite! Bueno, ve tirando, ahora voy –se puso de brazos en jarras, furioso-. Bah, hombre, no seas así, deja que me acabe el capítulo, que está muy emocionante. Hay tanta intriga como la que producen los continuos cambios de chaqueta de Pablo Iglesias.

Naturalmente no entendió ni una palabra de lo que le decía, pero a pesar de todo estaba a punto de estallar. Lo miraba, divertida y también admiraba: aquel hombre estaba guapo hasta cuando su cabreo alcanzaba la zona de no retorno. No podía hacer nada contra ello, era así y punto. Afortunadamente, yo no era nada enamoradiza y necesitaba mucho más que una cara bonita y un gentil cuerpo para que alguien me atrajera, pero aún así me gustaba observarlo. Como el que se deleita con una obra de arte. Y lo hubiera seguido haciendo si el sonido que había oído al momento de llegar él no se hubiera repetido.

Cambié de actitud de inmediato, y me puse en guardia, aguzando el oído.

-No te muevas ni un milímetro –advertí. Él dio un pequeño respingo, y sus expresivos ojos, de un color azul tan nítido como las vistas del mar de Barcelona desde Montjuïc al mediodía, se abrieron repentinamente. Mi intuición, o mi experiencia de los largos años ejerciendo de mercenaria, me advertía que algo allí iba rematadamente mal. Atisbé hacia el río, entre las ramas y los juncos, y vi en aquel momento alguien que salió de la espesura, con aspecto de estar completamente perdido, ojeando hacia a ambos lados; sólo me lo imaginé, claro está, porque no pude ver su rostro, cubierto por la capucha de algo parecido a un hábito pardo andrajoso que no pertenecía a ninguna de las órdenes religiosas que yo conocía; en el cinturón llevaba una daga y una espada, lo que desde luego no era nada monástico. Aquella figura, que parecía la de un hombre no demasiado grande, me produjo una seria inquietud que no podía justificar racionalmente (y no sólo por sus inusuales armas en su pretendida condición eclesial) pero en la que, como en mis habituales presentimientos, había aprendido a creer. Ferran abrió la boca para decir algo.

-Cierra la boca –le dije sin ceremonias-. Y quédate detrás de mí –antes de que pudiera reaccionar, abrí lo que parecía un revoltijo de ropas enrolladas que tenía al lado del morral y saqué mi espada: no la larga de mano y media que suelo emplear (y que, aunque pesa y mide casi más que yo, me facilita utilizarla sin escudo y así puedo concentrarme sólo en un arma que me sirve tanto de ataque como de defensa. Es el último grito en tecnología medieval: algún día os diré cómo la conseguí), sino una más corta y más transportable, que utilizo normalmente acompañada de un pequeño escudo. Ferran dio un súbito paso atrás cuando la vio-. Silencio –volví a advertir yo, anticipando cualquier movimiento de mi acompañante. Ahora, ya armada, aunque no vestida para luchar pues solo llevaba una túnica de tela basta, sencilla pero cómoda y fresca, me encaré hacia el tipo, pero sin salir aún de mi escondite. Creo que debió de captar algún ruido, porque desenvainó su espada y miró hacia el macizo de árboles que nos ocultaba. Ferran intentó adelantarse, pero antes de que el sospechoso personaje pudiera verle, yo le hice retroceder con un codazo en el estómago que, además, tuvo la oportuna ventaja añadida de dejarle sin palabras. Mientras se retorcía en el suelo, el individuo debió de pensar que lo que buscaba no se hallaba en las inmediaciones, y se fue con su raro uniforme a otra parte. Cuando me cercioré de que se había alejado, me arrodillé junto a Ferran.

-Perdona. ¿Estás bien? No pretendía hacerte daño, pero ese hombre me daba muy mal espina. Estaba buscando algo y tuve miedo de que fuera a mí. No sería el único, por desgracia -quizá me haya pasado de cauta, pero odiaría que alguien sufriera por culpa de ese pasado que me persigue. Saqué una bota de mi bolsa y le remojé la cara con un pañuelo humedecido en el agua. Pareció sentirse mejor y me miró sin rencor, con los ojos brillantes y, me pareció, algo tristes.

-Pegas muy fuerte, muchacha. Y no entiendo por qué me has mantenido callado e inmóvil. Yo era el que tenía que haber tomado la iniciativa de haber habido algún peligro. Soy el hombre, ¿recuerdas? Es mi función.

-No digas estupideces –le espeté. A pesar de los machistas que son todos los hombres medievales, y los del siglo XXI, su reacción me pareció exagerada. Y si la sumaba al latinajo anterior cabía pensar que ¿no sería algún noble educado en las armas que había dejado a su familia por perseguir a Omar? Vaya, otro pijoflauta que quería enseñar a la clase obrera cómo se hace la revolución, lo que me faltaba-. No eres un guerrero ni tienes por qué serlo. Y no te pierdes nada, te lo aseguro.

-Tú tampoco ya –objetó él-. Lo has dejado.

Suspiré profundamente.

-Yo me he olvidado de mi vida anterior y sólo quiero estar con vosotros. Pero quizá mi vida anterior no se ha olvidado de mí. Supongo que he de dejar pasar algo más de tiempo para sentirme a salvo… -le tendí una mano para ayudarle a levantarse. Él me miraba con curiosidad.

-Realmente pareces sincera –dijo, en tono reflexivo-. Antes no estaba tan seguro de que eso fuera cierto. Tú nos aprecias. No estás aquí sólo por…

-¿… por?

-Por… Omar…

-Pues claro que estoy aquí por él. Es evidente. Le admiro, y he tenido la gran suerte de que él me aceptara en su compañía. Es un gran artista, un innovador, y esta especie de farsas que monta junto con cantantes, bailarines, instrumentistas, juglares, titiriteros, equilibristas y artistas varios, estoy segura de que están destinadas a perdurar en el tiempo, incluso aunque su nombre se pierda. Pero vosotros –a ver cómo decía aquello. Siempre me resultaba difícil hablar de mis sentimientos. Tal vez porque no los tengo-… también me… gustáis… me importáis… Sois… no sé cómo decirlo… grandes personas.

Miré hacia el suelo. No creía haber sido muy elocuente, pero al parecer a Ferran le bastó.

-¡Te he juzgado mal! –parecía tan asombrado y emocionado que casi gritó. Iba a decirle que bajara el volumen de su voz, que aquel curita misterioso aún podía estar por los alrededores, pero él lo hizo por su propia cuenta. Me cogió las manos-. Muy mal. Esas palabras que has dicho… creo que son encantadoras. Tú eres encantadora.

Aquello me sacó una gesto de incredulidad. No solían decirme cosas tan bonitas. En realidad, no lo hacían en absoluto. Los mayores halagos que me hacían los hombres, y las mujeres, eran, en el mejor de los casos, que era rápida en la lucha, escurridiza, en ocasiones letal. Y, con un poco de suerte, que no tenía un mal cuerpo (a pesar estaba demasiado flaca –para los estándares medievales, claro-, y bla, bla, bla). Me quedé algo descolocada, y sin darme cuenta levanté una mano para darle un amistoso pellizco en la mejilla; entonces él la apretó contra sus labios. Lo siguiente que pasó es que estábamos rodando por la hierba, después de habernos despojado mutuamente de nuestras escasas prendas veraniegas. Las cosas a veces van así, que queréis que os diga. No lo había planeado.

-Ahora no veo que haya tanta prisa –le dije cuando ya habíamos acabado, tendida a su lado bocabajo, apoyada en los codos. Él, con los brazos como almohada, miraba al cielo entre los ramajes mientras masticaba una hierbecilla.

-En realidad no la había. Sólo quería fastidiarte un poco. Y mantenerte controlada hasta la hora del ensayo, para que no te escaparas. Ya sabes lo nervioso que se pone Omar cuando se aproxima el día de las representaciones importantes.

Aquello me hizo pensar.

-Es de aquí a tres días –recordé-. Puede ser un momento decisivo.

-Lo sé –contestó él-. Tu primera actuación. Al menos ante un público tan ilustre

Sí, pensé, puede ser el final de muchas cosas. O tal vez otro trágico principio. O una continuación cruelmente recurrente.

-Anda, márchate –le empujé cordialmente-. Yo iré después. Es mejor que no nos vean llegar juntos –él me obedeció y recogió sus ropas dispersas antes de ponérselas. Me miraba elocuentemente mientras lo hacía-. Sé lo que intentando decirme –le señalé con el dedo-. Nadie ha de enterarse nunca de esto. Y Omar menos. Nosotros sabemos lo que significa, pero…

Sí. Yo había sacado mis conclusiones al respecto. Estaba claro que se había producido una corriente de simpatía entre los dos, momentánea. Pero, más allá de aquello, estaba segura de que por su parte lo que perseguía era desactivarme como posible rival amorosa, y por el mío… Y por el mío era acercarme, de la única manera en que podía, a cómo hubieran debido de funcionar las cosas si el mundo fuera justo. Para mí, Omar, en el poco tiempo que le conocí de niña, era como debería de haber sido mi padre si yo hubiera tenido uno. Que claro que lo tenía, no soy una pobre huerfanita, pero como si no lo tuviera. Un tipo que se queda sentado dejando que tu madre te haga la vida imposible con la connivencia del señor del castillo no es padre ni es nada. Aquel día de mi infancia, cuando le conocí, cuando ambos nos miramos y, de alguna manera, nos reconocimos, debí haberme marchado con Omar. Porque ahora, a pesar de todo lo que he avanzado, es demasiado tarde. Dicen que nunca es tarde. Pero no. Siempre es tarde. Siempre es tarde cuando dejas pasar el momento. Yo lo sé.

-… pero ellos podrían malinterpretarlo –continué, con contundencia-. No deben saberlo jamás.

Él entrecerró los ojos y torció los labios, dubitativo.

-Así lo pienso. Pero quisiera saber por qué crees tú lo mismo. Por qué piensas que es mejor que Omar no lo averigüe nunca.

-Lo sabes mejor que yo, Ferran –él pareció asustado. Me apresuré a calmarle-. No te apures, nada de eso significa nada para mí. En el lugar del que yo vengo es completamente natural. Aunque quizá no tanto como debería, pero eso es otro asunto. Vuestro secreto está a salvo conmigo. Ni la tortura me haría confesar.

Dio un paso hacia mí y se arrodilló a mi lado. Sonreía tiernamente mientras me tocaba la punta de la nariz con su dedo índice.

-Deseo que encuentres lo que buscas. Te lo mereces.

-Quizá no busque nada. O tal vez ya lo he encontrado y lo he perdido. O quizá no lo encuentre nunca, porque no hay nada que encontrar. Es igual…. Anda, vete, nos vemos después.

Tras una última sonrisa, él se alejó. Lo miré marcharse, pensando si era tan grande mi pérdida, mi imposibilidad o la hipotética traición que había sufrido como para enloquecer y querer conjurarla entre sus brazos, haciéndome poner en riesgo, aunque en un riesgo controlado, nuestra relación con Omar.

Y de repente, me di cuenta de lo sola que me sentía. De lo lejos que estaban mis amigos, los vivos y los muertos. De lo bien que me habían utilizado algunos para cumplir sus propósitos, que se basaban sin duda en escaparse del castillo del señor y encontrar otro empleo mejor remunerado. En lo rápido que me habían olvidado otros, más pendientes de sus obligaciones que la de la incondicional Eowyn, que aunque también trabajaba para su propio beneficio (no era tonta) y nunca traicionaría sus ideales, no por eso dejaba de estar menos dispuesta a viajar por medio mundo ayudando a sus amigos en sus absurdos problemas de templarios.

Y en lo muerto que estaba Guillaume.

Traiciones. Todos me han traicionado, de una manera u otra. Todos han sido Pablo Iglesias, que se vendió a los medios de comunicación, sin criticar los despidos en los mismos, y utilizó a sus amigos para acabar quitándoles el apoyo. Ya no le hablan en Syriza (aunque no sé si se pierde nada), nadie entiende su ambigua posición sobre Venezuela (después de todo el dinero que le sacó a ese país), votando incluso con el PP, y a sus antiguos compañeros de IU ahora los trata a patadas, e incluso algunos dicen que los desaloja e impide formar grupo parlamentario. Pero ¿a él qué le importa? Quiere ganar. La única pregunta que queda por responder es qué sentido tiene su victoria. Si no es acrecentar su ego sino hacer algo útil por la libertad y la igualdad, aliviar el sufrimiento de los explotados, entonces me callaré. Pero tengo que verlo. Como mis supuestos amigos templarios, con sus altas ínfulas de salvadores mundiales. ¿Verdaderamente su dedicación, su soledad, su muerte, la de los inocentes que han perecido en su locura, será útil? Todos han sido Raúl Romeva, que se erigió en eurodiputado con los votos de la izquierda para acabar, fuera de unos cuantos símbolos, apoyando políticas neoliberales y militaristas, y ahora aliándose con los que anteponen una supuesta soberanía nacional al bienestar de la clase trabajadora, naturalmente para seguir robando impunes. Todos han sido…

Eso sí, por lo menos la saludable sesión de sexo campestre que había disfrutado no me la quitaba nadie. Vaya con Ferran. Quién lo habría dicho, con aquella cara de mosquita muerta… Joder con el chaval, qué dominio de las manualidades…

Respirando hondo, me dispuse a acabar de vestirme para dirigirme a la ciudad. Estaba demasiada concentrada en estos pensamientos, y demasiado fuera del combate por el calor, el placer y el cansancio, que bajé momentáneamente la guardia. Y entonces sucedió. Las saetas empezaron a volar a mi alrededor, y apenas tuve tiempo para tirarme al suelo y esconderme reptando tras unos matorrales. La lluvia de flechas continuó un poco más, y yo no podía salir y pelear antes de saber dónde se hallaba agazapado mi enemigo, a riesgo de parar una de ellas con mi estimado corazón o con uno de mis apreciados ojos. No, ahora no, me dije. No puedo morir, ahora que quiero cambiar de vida. Ahora que voy a hacer lo que debería haber hecho hace mucho tiempo…

Los dioses nunca escuchan las plegarias. Sería muy difícil que lo hicieran: son ciegos, sordos y mudos. Inútiles y amorfos, como Azathot, e igual de inexistentes. Pero aquella vez sí lo hicieron, porque el ataque paró inmediatamente. Yo estaba tan cabreada que hubiera surgido de entre los hierbajos para enfrentarme a lo que sea, y así lo hice, aunque, no obstante, con rapidez por si se trataba de un trampa. Esgrimí la espada y me protegí al menos las partes más vitales con el pequeño escudo, desde detrás del árbol, mientras gritaba:

-¡Cobarde! ¡No te escondas detrás de tu arco! ¡Sal aquí y pelea si tienes huevos!

Pero las gónadas debían de estar ausentes en su anatomía, porque allí no se presentó ni su padre. Al contrario, el manto de silencio que se extendía por la orilla era tan pesado que yo intuí que el atacante se había marchado hacía ya al menos un par de minutos. Pero lo que estaba muy claro en que aquello no había sido casual: nadie se pone a asaetar indiscriminadamente a inocentes muchachas que se están vistiéndose tranquilamente en la orilla del río después de hacer la caidita de Roma, cual si fueran psicópatas medievales obsesionado por la castidad femenina: en todo caso se ocultan para hacer de mirones o intentan conseguir por la fuerza lo que ellas acaban de compartir de buen grado con sus compañeros (que alguien intente conseguir eso de mí y ya verá lo que se lleva, por cierto). La única respuesta es que alguien sabía a ciencia cierta que yo estaría allí. Y eso suponía, obviamente, que otra persona se lo había dicho.

Que alguien me había traicionado.

Sí. Todos han sido traidores. Traidores maquiavélicos, traidores codiciosos o traidores cobardes y/o inútiles, como Tsipras. Y yo iba a sufrir tanto como el pueblo griego (o como el europeo tras la aplicación del TTIP) si no hacía algo contundente, y pronto. Si todos no hacemos algo contundente de una vez, y pronto.

Entonces comencé a sentir dolor en diversas partes del cuerpo. Tenía varios cortes: había sido demasiado rápida, o el otro demasiado poco efectivo, para que alguna de las flechas me atravesara, pero otras me habían rozado. Tenía arañazos importantes en el brazo y el muslo izquierdo, y el hombro derecho. Y lo peor era que nadie podía enterarse. Conocía lo suficientemente a Omar para saber que no me dejaría actuar si yo no estaba en perfectas condiciones físicas. Y yo tenía que actuar. Había venido hasta allí para hacerlo, y no dejaría que nada me lo impidiera. Era demasiado crucial.  Era decisivo.

Desde aquel momento, mi prioridad sería ocultar mis heridas a los demás. No podía permitir que me descubrieran.

Y, naturalmente, seguir, al menos unos días más, viva.


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