Revista Cine

¡Hay visitas que matan!

Publicado el 06 septiembre 2010 por 39escalones

El hombre que vino a cenar: hay visitas que matan

Abrimos temporada y lo hacemos por todo lo alto, con esta excelente comedia filmada por William Keighley en 1942. Keighley es hoy un director prácticamente olvidado, pero en su día, y a pesar de una corta filmografía de apenas una docena de títulos, llegó a ser un importante cineasta dentro de Hollywood, especialmente en lo tocante al cine negro, con títulos como Contra el imperio del crimen (1935), Muero cada amanecer (1939), ambas con James Cagney, o La calle sin nombre (1948), con Richard Widmark, pero también en relación con el cine de aventuras: suyas son películas como El príncipe y el mendigo (1937), El señor de Ballantrae (1953) y el trabajo por el que, a la vez, más se le recuerda y más se le olvida, la codirección de Robin de los bosques (1938) junto a Michael Curtiz, todas ellas con Errol Flynn como protagonista.

El hombre que vino a cenar está basada en una exitosa obra de teatro de George S. Kaufman y cuenta la loca historia protagonizada por Sheridan Whiteside (Monty Woolley), célebre escritor, dramaturgo y crítico teatral y literario neoyorquino, que viaja junto a su secretaria, Maggie (Bette Davis) hasta Ohio para pronunciar una conferencia para una asociación cultural local promovida por algunas damas y caballeros de la alta burguesía y la buena sociedad. Whiteside es un tipo hosco, huraño y un puntito soberbio, preocupado únicamente por leer su texto, cobrar y largarse de allí lo antes posible, sobre todo, tan cerca de la Navidad y con el frío que sacude el medio-oeste. Considera que su genio está muy por encima de la necesidad de hacer 'bolos” por provincias, y desde luego no tiene en mucha estima al auditorio que va a encontrarse. Sus predicciones parecen confirmarse cuando es recibido en la estación por los Stanley, la pareja patrocinadora del evento. Sin embargo, todo cambia cuando, al llegar a casa de los Stanley para la cena, Whiteside resbala en el hielo de las escaleras del portal y se rompe la pierna (en una caída quizá más apta para que se rompiera otra cosa).

Obviamente, la conferencia se suspende, pero además Whiteside queda confinado en casa de los Stanley durante el tiempo que dura su recuperación y rehabilitación. Lejos de tratarse de un invitado tranquilo y agradecido, y más lejos todavía del obligado reposo que debe guardar para su dolencia, Whiteside se convierte en un tirano que desde el primer momento mediatiza, dirige y controla todo lo que ocurre dentro de la casa, incluso imponiéndose a sus propietarios ante los empleados del servicio. La vida de los Stanley da un giro, hasta el punto de sentirse extraños en su propia casa, cuando, bajo las directrices de Whiteside, que toma la casa como base de operaciones para el desempeño de sus abundantes tareas burocráticas y personales, todo va sumiéndose en el caos, crecen los malos ententidos y los equívocos, y ya nada parece ser lo que es. No faltan los personajes que, aprovechando la cercanía de una celebridad, insisten en que lea borradores de obras de teatro y novelas para intentar así ser `'descubiertos' por el gran crítico, aunque él hace bien poco aprecio de ellas. Whiteside está más preocupado por conseguir que la vida a su alrededor se concentre únicamente en lo que a él le interesa: él mismo y su trabajo. Egoísta, egocéntrico y autoritario, termina por inmiscuirse en la vida amorosa de todos los habitantes de la casa, empezando por su secretaria, enamoriscada de un periodista local, y terminando por los hijos de los Stanley, June y Richard, no precisamente por afán filantrópico, sino para conseguir que le dejen trabajar en paz o, llegado el caso, para conservar a sus órdenes a una secretaria eficaz y eficiente.

Como es natural en esta clase de comedias y en el Hollywood de los cuarenta, la situación, tras múltiples enredos, confusiones y alguna que otra lágrima de desesperación, termina reconduciéndose, e incluso el personaje del tipo desagradable, antipático, malhumorado y gritón pule poco a poco sus aristas para demostrar su humanidad y, en el fondo, su carácter hondamente sentimental. Al menos hasta el final, uno de esos que cierran el círculo, o más bien, en este caso, que lo abren de nuevo…

La película, devorada por el enorme personaje de Whiteside fenomenalmente interpretado por Woolley, fluye continuamente a un ritmo endiablado, con escenas rápidas de diálogos aún más rápidos cargados de ingenio, chispa, mordacidad y muy mala baba. Verdaderamente supone la parte más apreciable de la cinta; la cuestión romántica, como casi siempre, resulta excesivamente almibarada y cursi, aunque a continuación o con carácter previo nunca falta la escena en la que Whiteside monta un cisco o alguien mete la pata a su alrededor.

Típico producto de la América de los cuarenta, todavía con los ecos del crack del 29 a sus espaldas, la película posee el aroma de comedias de situación al estilo de La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940), aunque resulte inferior a ellas en argumento, reparto y risas. Pero el espíritu es el mismo: mansión y personajes al límite de la locura o de una cómica desesperación allí reunidos que divierten tanto como despiertan la compasión, unas relaciones caleidoscópicas construidas sobre ingeniosos diálogos y situaciones forzadas al límite y, por encima de todo, una Bette Davis que incluso en personajes menores está sobresaliente, y un Monty Woolley que, escayolado y sentado en su silla de ruedas, vociferando como un loco, se convierte en uno de los más celebrados gruñones cascarrabias de buen corazón paridos por el cine, justo por detrás del bueno de Spencer Tracy. Un divertimento inteligente y ácido que se deja ver con el placer y el encanto de las viejas historias que Hollywood ya no sabe hacer y que, en última instancia, nos recuerda el antiguo proverbio escocés:'las visitas son como el pescado; a los tres días huelen'.


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