Atraviesan las fronteras, las lindes del mundo, los hijos de un dios menor. Desterrados de un reino devastado por la protervia de pueblos hermanos, avanzan sus osamentas entecas hacia el acicate de una nueva vida que aleje para siempre la mecha corrosiva de la intolerancia aberrante y el supino extremismo. Los parias del desierto y los campos baldíos, fantasmas agonizantes y cenceños, sin mayor patrimonio que sus vidas misérrimas, buscan con desespero una mano tendida que les devuelva la chispa de la ilusión y la alegría, pues lo han perdido todo, y su pasado más reciente se asemeja en negrura de azabache al futuro que se cierne más allá de los confines de la tierra malhadada que dejan atrás.
Acogidos entre nosotros como hermanos bien hallados, les regalamos un minuto de alborozo cuando les recibimos bondadosos, con los brazos abiertos y la solidaridad como blasón de nuestras magnánimas intenciones. Pero tras el alba llega la noche y se quedan solos, con sus incertidumbres y miedos, preguntándose acaso si la noche estrellada que contemplan no será en realidad una noche eterna; el telón de fondo de una pesadilla que jamás acabará.
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