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Hipócrates – Un planeta llamado Hospital

Publicado el 19 mayo 2015 por Maresssss @cineyear
Publicado en Noticias / por / el 19 mayo, 2015 a las 5:58 pm /

No he estudiado medicina, pero siempre me he visto rodeado, por alguna razón desconocida, de estudiantes de bata blanca y mucho tiempo que gastar entre hospitales. Dos amigas íntimas, una novia, alguna que otra historia y muchos amigos; lo suficiente para poder afirmar que he conocido, aunque fuese de refilón, el hacer, sentir y pensar de un proyecto de doctor o enfermera. Creo sinceramente que Hipócrates recoge con precisión de cirujano mucho de lo que comporta ser residente en un hospital, llegar de nuevas a ese universo de tonos fríos y blanquecinos, donde el microbio y el antiséptico se disputan cada palmo de espacio, literal y metafóricamente. Pero lejos de convertirlo en una guerra, una pugna incesante entre la salud y la enfermedad, hay en los hospitales una relación entre opuestos sinérgica y amistosa, arropada por la aceptación, funambulista entre la resignación y la impotencia por un lado, y el idealista deseo de salvar a todo el mundo de la mejor manera posible por otro. Ese impulso que responde a la vocación de servicio más genuina, y que estoy convencido de que reside en el corazón de todo aquél que haya nacido para ser médico.

Las particularidades de la vida en un hospital, lo relevante de las experiencias y la necesidad de integrar en el día a día sucesos banales y otros auténticamente trágicos, todo como parte de un mismo discurrir profesional. Todo ello y mucho más está en Hipócrates. La multiplicidad de modos de enfrentar, acercarse y abordar el dolor humano, cuando uno se sabe centinela de la vida de quien lo sufre, guardián de los que bien pueden ser los últimos designios de quien acabó en una cama de hospital.

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Plasmado con naturalidad, interpretado con verosimilitud y con un guión muy completo, que sabe bien cuándo tirar de uno u otro hilo argumental y cuándo recurrir a uno u otro personaje para mantener un buen ritmo, Hipócrates me parece una película redonda, deliciosa y constructiva. Un fantástico ejemplo de cómo la plasmación fiel de una realidad es más que suficiente para lograr una película atractiva y con gancho, si esa realidad es rica e interesante.

Hipócrates es un trozo de historia en que somos testigos de cómo un estudiante que, técnicamente, conoce todo lo que debe conocer para ejercer este oficio, descubre paulatinamente que ni se trata sólo de un oficio, ni basta con tales conocimientos. La madurez como médico aparece en la película ligada a la capacidad de asimilar un modo de vida concreto en que cada decisión es crucial, no porque haya que elegir, en el último momento, entre usar el desfibrilador o suturar la aorta en menos de diez segundos, no como Hollywood nos tiene acostumbrados, con su sobredimensión dramática tan innecesaria a veces, sino que lo es porque comprende una infinitud de posibilidades de actuación que determinan, a menor o mayor escala, el destino de un paciente. Y es que la vida de un médico está compuesta por una variedad de pequeñas decisiones que, a la vez, son parte de decisiones más grandes que, a la vez, constituyen el entramado de decisiones cuyas consecuencias inclinarán la balanza de un lado o de otro.

Exactamente como la vida de cualquiera. Sólo que, en el caso del médico, que la balanza se incline hacia uno u otro lado, en según qué casos, determina si un paciente vive, medio vive o muere. Y eso es interesante.

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Los personajes, construidos sobre realidades plausibles y corrientes, juegan una relación de equilibrio sorprendentemente clara, acudiendo el uno al otro cuando más se necesita, ya no sólo dentro de la propia historia, sino como agentes narradores. Cuando Benjamín, novato, empieza a convertirse en un pusilánime insoportable, el director sabe atraernos hacia otro sitio y continúa de la mano de su co-protagonista, Abdel, más maduro y experimentado, cuyos problemas pasan por otros lugares psicológicos distintos. Entonces, mientras entendemos mejor a éste, aquél se desatasca y continúa su huída hacia adelante, ganando fuerza él y, por tanto, ganando fuerza la trama.

Es lo que ocurre con las buenas tramas: no son, al final, sino la estela de buenos personajes.

Tanto Benjamín como Abdel son personas a las que uno entiende y que no permiten ni juicios rápidos ni sentencias morales facilonas. Buscan sus pequeños momentos de seguridad como ratones de laboratorio sometidos al estrés de ser la clave para ésta o aquella cura; sus ratos de pitillo y silencio cual descanso de biblioteca, con la diferencia de que aquí, escondidas entre historiales clínicos y procedimientos rutinarios, entre murmullos de maquinaria y bostezos de turno de guardia, hay vidas, y vidas ligadas a esas vidas, y luego la vida de uno mismo, también con sus otras vidas. Son pequeñas luces dentro del universo de constelaciones que es un hospital: un mundo aparte en que lo superfluo y lo limítrofe conviven mano a mano.

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Y salpicándolo todo, observándolo desde arriba, Hipócrates, que dista ya mucho de ser un juramento discursivo leído con solemnidad en un acto académico, símbolo de la deontología médica, y se materializa ahora, dejada atrás la teoría, en las realidades concretas y crudas, en los errores bienintencionados, las faltas de autoridad, la iniciativa insuficiente, la muerte del paciente, la angustia del familiar o la indignación ante la victoria de la norma sobre las decisiones humanas, fueran o no equivocadas. El juicio moral como instrumento sistémico o como resultado de la conmoción espontánea ante el sufrimiento ajeno, más cuando uno se sabe con potestad de hacer algo al respecto. El vértigo moral implícito en cada movimiento, ligado siempre a una consecuencia remota, no visible a simple vista.

Hipócrates es un auténtico simulador de la vida de un residente de medicina cualquiera, una semana cualquiera y en un hospital cualquiera, contada con una naturalidad y una gracia que no consigue cualquiera.

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