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Historia de un profesional: Fernando Delgado (Primera parte)

Publicado el 18 julio 2009 por Burgomaestre

Hace sólo unas pocas fechas despedíamos al actor Fernando Delgado desde este rincón internáutico con motivo de su fallecimiento. Es ahora el momento de celebrar la gloria de su carrera profesional, un legado que reside en nuestra memoria, que le franquea el paso a la inmortalidad e inmuniza a su figura contra el olvido.

Fernando Delgado: un actor, un trabajador, un profesional

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Con ser muy notables sus méritos artísticos, a los ojos de este burgomaestre, el legado más valioso y aleccionador de la trayectoria de Fernando Delgado reside en su profesionalidad, en su actitud vital frente a su oficio, alejada por completo de mitificaciones y zarandajas. En el revelador programa televisivo a él dedicado de la serie “El actor y sus personajes”, Fernando Delgado se presentaba a su público como una persona que “nació actor”, como otros nacen “niño o niña”. “Niño también”, añadía con su voz másvaronil, “pero principalmente, actor”. Y explicaba que ya era actor en las entrañas de su madre, Julia Delgado Caro. De tal suerte, para él, lo más natural era estar sobre el escenario, su ambiente cotidiano, el medio en que respiró su niñez y su vida toda. Profesionalmente, Fernando Delgado concebía, al contrario del común de los mortales, los trabajos rutinarios como los más emocionantes, mientras que actuar sobre el tablado le parecía tan habitual como inevitable. “Para mí lo emocionante habría sido entrar a trabajar en un despacho, o en un tribunal de cuentas… Ser jefe de negociado, o recaudador de impuestos... pero esto del teatro…” Y se encogía de hombros.

Iniciándose en el arte de la interpretación de la mano de su madre en los mejores teatros madrileños, y tras algunas cortas intervenciones cinematográficas, Fernando Delgado encontró la estabilidad profesional en la recién nacida televisión española, donde ocupó un puesto central en su departamento de espacios dramáticos, como actor estajanovista primero y como realizador, después. Su estatus dentro de la profesión lo entendía promovido por el nuevo medio, el televisivo, que había roto los rígidos esquemas del escalafón actoral que él había conocido desde la infancia.A la figuras prestigiosas y totémicas que él recordaba de sus años mozos, tales como Enrique Borrás, Rafael Rivelles o Rafael Calvo, que acaparaban todos los grandes papeles clásicos, habían venido a suceder actores que como el propio Fernando podían acceder a esos roles señeros saltándose las barreras establecidas por el escalafón. Aunque eso sí, como él recordaba en el programa antes citado: “Deprisa, deprisa… Sin tiempo para estudiar, para asumir los personajes. Podías hacer un Macbeth o un Otelo, pero tenías que cazarlos al vuelo….” Con un sano distanciamiento, Fernando Delgado veía aquellos años de vorágine laboral en el ente televisivo como una sucesión de papeles que debía memorizar a velocidad de vértigo, sin más motivación que la pecuniaria. Por un magro estipendio, el actor entraba y salía de los personajes de las más variadas obras literarias, no sólo dramáticas, sino también de la narrativa, pues incorporaba papeles en adaptaciones televisivas tanto de obras de teatro, como de novelas, mediante la fórmula del serial. Asumiendo el

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grado de desfachatez necesario para acometer el ingente volumen de producción de espacios dramáticos con la que Televisión Española atiborraba su programación, Fernando Delgado aseguraba haber acometido su parte sin sentir la menor ilusión por hacer la mayoría de los papeles que le tocaron en suerte, admitiendo que sólo unos pocos le habían ilusionado algo. Celebraba irónicamente que las “Novelas” hubieran desaparecido prácticamente todas, y se preguntaba por lo que Dostoyevski, Maupassant o Daudet (al que, por cierto, un crítico de un rotativo barcelonés propuso para un premio al mejor guionista de televisión) harían de poder ver lo que con sus narraciones habían hecho en Televisión Española. Sin darse ninguna importancia, Fernando Delgado rememoraba los tiempos de mayor actividad (década de los sesenta y primera mitad de los setenta) como años de desarrollar un esfuerzo incesante memorizando papeles, robándole horas al sueño, a cambio de una remuneración modestísima. A la popularidad cosechada, con excelente humor, Fernando Delgado la relativizaba dirigiéndose al espectador y pidiéndole que no le confundiera con “Pablo Sanz, Paco Morán, María Luisa Merlo...”, y añadiendo que, de lo que no estaba tan seguro era “de no ser Jesús Puente”.

Trabajador por obligación (“hay que comer”, alegaba), Fernando Delgado era un gran profesional y de las anécdotas que quería recordar se desprende que esa profesionalidad era el fundamento por el que regía su criterio. Así, cuando contaba que había sido vetado en Televisión por mostrarse “demasiado apasionado en las escenas amorosas”, el actor no acentuaba la denuncia en la discutible “autoridad moral” de la estúpida censura, sino en que se le castigara “por realizar su trabajo, por hacer aquello que le exigía su obligación”. Del mismo modo, era la falta de profesionalidad lo que le dolía más de la vez en que les impusieron a un actorcete guapito, joven e inexperto “enchufado” por un directivo, quien, a pesar de demostrar palmariamente ser un completo desastre (“Se trabucaba, se bloqueaba, se equivocaba, me llamaba “mamá”…”), hacía papeles de protagonista a los quince días del desastroso debut y hasta se alzó con la representación de los actores de TVE en una visita a la BBC.

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Hombre tranquilo, cachazudo, sereno, Fernando Delgado dominaba la escena sin esfuerzo, administrando sabiamente las pausas tanto para el decir como para el gesto. Emitía una poderosa voz (idónea para el drama y algo menos para lo cómico) que acompañaba de una perfecta dicción. La mirada, algo líquida (quizá por causa del sueño perdido), refulgía transparente con reflejos de ira, de temor o de pesar con la inmediatez de una herramienta perfectamente engrasada.Fernando Delgado fue un actor total, pero aún más que eso, fue un trabajador, un profesional de la interpretación que merece por ello el mayor de los reconocimientos. Como recordaba en el programa antes citado, del cual proceden los entrecomillados de esta introducción, la generación de Fernando Delgado fue una generación de actores de difícil encaje. En sus inicios, se encontraron apartados de los “elegidos”, de los dioses de la escena, a cuyo olimpo no podían acceder. Con la llegada de la televisión, consiguieron, sí, ingente cantidad de trabajo y que sus rostros estuvieran en todos los hogares, pero el prestigio de sus mayores les estuvo vedado. Con la llegada de la transición democrática, quedaron rápidamente arrinconados, asociados sus nombres a un teatro, a un estilo caduco relacionado con el finiquitado régimen dictatorial, obligados a dar paso a lo que el propio Fernando Delgado consideraba cierto “amateurismo” protegido. A lo que él, con sorna no exenta de amargura preguntaba: “¿Y qué hay de nosotros, los profesionales?”

Del Teatro de la Zarzuela al Español, haciéndose actor

Como dijimos ya en la reciente entrada motivada por el fallecimiento del actor, Fernando Martínez Delgado nació en Porcuna (Jaen) el 28 de junio de 1930, durante una gira de sus padres, los actores Luis Martínez Tovar y Julia Delgado Caro. No es de extrañar, por tanto, que la verdadera patria de Fernando fuera el teatro ni que sus raíces las echara en un escenario. De sus padres, Fernando evidenciaba haber heredado, por la parte paterna, del malagueño don Luis, las hechuras de hombre desgarbado, que parecía más alto y grande de lo que era, una alopecia muy temprana, y una serenidad flemática que lindaba con la cachaza. Podemos comprobar

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estos extremos observando actuar a Luis Martínez Tovar en el film de 1934 de Florián Rey, “La hermana San Sulpicio”, donde hacía el papel del conde de Padul junto, precisamente, a Rosita Lacasa, pareja entonces de nuestro recientemente glosado Jesús Tordesillas. De la parte materna, de la mujer nacida en Guayaquil el 2 de octubre de 1893 (y que fallecería en España en 1975) Fernando Delgado heredó las peculiares facciones de doña Julia, ojos, nariz y boca singulares que conferían a sus rostros una personalidad única.

Aunque siendo un bebé de seis meses ya apareció en escena en alguna ocasión, en brazos de su madre, el debut de Fernando Delgado cabe situarlo en 1937, en el Teatro de la Zarzuela del Madrid sitiado por las tropas del bando franquista, representando nada menos que la versión de la cervantina “Numancia”(1585) que escribió Rafael Alberti y que dirigió María Teresa León. Allí, entre los innovadores decorados diseñados por Santiago Ontañón, Fernando Delgado representó su primer papel, de niño, naturalmente, de la mano de su madre, Julia Delgado Caro, en esta representación de la defensa de la soriana ciudad contra el asedio de los invasores romanos, que acentuaba el paralelismo con el sitio que Madrid sufría contra otros “romanos”, los italianos aliados del general Franco.

Fernando Delgado estudió y completó el bachillerato mientras continuaba fogueándose en el arte de la

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interpretación sobre el terreno de la verdad. Aunque no por disponer del magisterio de la práctica eludió la obligación de prepararse estudiando declamación en el Conservatorio de Madrid. Su experiencia en el escenario y en la vida en general se desarrollan de manera simultánea e indisoluble. Como constatación de la culminación de sus esfuerzos en ambos terrenos, obtiene el carnet profesional de artista número 535 y el DNI número 14959. A este numérico refrendo, Fernando Delgado llegó mientras actuaba en el escenario del Teatro Español, integrando, pese a su juventud, el reparto de su compañía titular. A los diez años, interviene en la representación de “La primera legión”, de Emmet Lavary según la versión de Álvaro Cunqueiro, en montaje dirigido por José Franco quien asimismo protagonizaba la obra, que se estrenó el 3 de diciembre de 1940. Sin haber cumplido todavía los doce años, el 11 de febrero de 1942, el pequeño Fernandito ya participa en la representación de nada menos que el “Macbeth” shakespeariano de la mano de su madre, Julia Delgado Caro, bajo la dirección de Cayetano Luca de Tena, que cumplirá tal función en el Español durante la década siguiente. En el reparto de esta función encontramos nombres tan destacados como
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los de Mercedes Prendes, Vicente Soler, José Bruguera, José Franco, Félix Navarro, Rafael Gil Marcos, José Villasante o Luis Durán. Fernando Delgado, acreditado todavía como Fernando M. Delgado (reservando aún al “martínez” paterno el modesto lugar de una inicial), será de los pocos que repetirán su rol en la función benéfica de la obra que se celebraría el 18 de junio de 1943, en la que encontramos variaciones significativas en el reparto, tales como las presencias de Mario Berriatúa, Ana María Noé, Domingo Almendros, o Conrado San Martín. En la monumental representación de la “Antígona” según versión de José María Pemán que se estrenó en el Español el 12 de mayo de 1945, Fernando Delgado será uno de los miembros de un ilustre y extensísimo reparto del que entresacaremos los nombres más populares, tales como los de José María Seoane, Mercedes Prendes, Julia Delgado Caro, Conrado San Martín, Adriano Domínguez, José Villasante, Antonio Almorós, Jacinto Martín, Serafín García Vázquez, Carmen Bernardos, Mercedes Borque, Charo Soriano (acreditada como María Rosario Soriano) o el posteriormente director de espacios dramáticos en Televisión Española, Domingo Almendros. Un año más tarde, con un cartel encabezado por Manuel Dicenta y una adolescente Aurora Bautista, el 2 de mayo de 1946, se estrena en idéntico escenario y con, recordemos, el mismo director escénico, “La conjuración de Fiesco”, de Friedrich Schiller, según versión de Eduardo Marquina, en cuyo reparto repiten los habituales Antonio Almorós, Adriano Domínguez, Manuel Kayser, Carmen Bernardos, Conrado San Martín y Asunción Sancho, entre otros. Antes de terminar 1946,
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también con Manuel Dicenta como protagonista, se estrena el “Ricardo III” de Shakespeare, según versión de Nicolás González Ruiz, que nuevamente vuelve a reunir en el escenario a Fernando Delgado con su madre, doña Julia, amén de volver a significar otra oportunidad para la joven Aurora Bautista de labrarse un lugar en la leyenda, al lado de grandes compañeros como Mercedes Prendes o los anteriormente citados, que repiten presencia en el drama histórico del poeta de Avon. Del mismo inmortal autor, y con José Rivero, Enrique Guitart y Mereces Prendes en los principales papeles, se estrenó en el Español “El mercader de Venecia” el 6 de diciembre de 1947, de manera que cuando Fernando Delgado subió al escenario el 28 de abril de 1949 a representar un papel en el “Hamlet” que protagonizó Guillermo Marín, ya sumaba, con 19 años recién cumplidos, el cuarto Shakespeare en su carrera, en un Teatro Nacional, y trabajando con los mejores profesionales posibles (Emilio Burgos, como escenógrafo y Manuel Parada haciéndose cargo de la música). Entre los dos últimos “shakespeares”, a lo largo de 1948, Fernando Delgado había actuado en un “molière”, “El burgués gentilhombre”, en versión de José López Rubio y con Aurora Bautista y Enrique Guitart (además de la habitual presencia de su madre, Julia Delgado Caro y el resto de la compañía); el estreno de la obra “Los sombreros de tres picos”, de Álvaro de la Iglesia y Claudio de la Torre, con la compañía y una sustitución (junto con Adriano Domínguez y Asunción Sancho) en “Marea baja” de Peter Blackmore. Sin embargo, será el estreno del 14 de octubre de 1949 el más sonado y decisivo de todos los que llevaba hasta la fecha: el de “Historia de una escalera”, de Antonio Buero Vallejo.

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Desde el final de la Guerra Civil, tal vez fuera el de “Historia de una escalera” el estreno teatral más relevante de cuantos se habían producido. Y habrían de pasar bastantes años para que se produjera otro que tuviera parecida repercusión, tal fue la sensación que causó esta obra (de un autor novel, además) que se alzó con el premio Lope de Vega de 1949. “Historia de una escalera” significó una revisión del teatro que era posible hacer en aquel momento en España, una mirada crítica y humanística hacia la realidad social que se vivía en el país. Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 29 de septiembre de 1916, Madrid, 28 de abril del 2000), excombatiente en el bando legal de la contienda civil que en 1939 estuvo condenado a muerte por el bando vencedor durante ocho meses hasta ver conmutada por una condena a treinta años, la cual irá cumpliendo sucesivamente en distintos penales, hasta que se verá rebajada obteniendo la libertad condicional en 1946, la cual estuvo aparejada con su destierro de Madrid. Abandona entonces su primera inclinación por la pintura para dedicarse a escribir. Presenta dos obras al premio Lope de Vega en 1949, “En la ardiente oscuridad” e “Historia de una escalera”, ganándolo con la segunda y estrenándola en el Teatro Español, como decíamos, el 14 de octubre de 1949. Se muestra en la obra la evolución de una escalera de vecindad más patente en la apariencia que en el fondo, a través de los años. En el primer acto se nos presentan a los habitantes del inmueble y su complicada situación económica (con un excepción, la del adinerado don Manuel (encarnado por Manuel Kayser). A través de la poco deseable visita del cobrador de la luz (José Capilla), conocemos a doña Paca (Julia Delgado Caro), a doña Generosa (Adela
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Carboné), a Elvira (María Jesús Valdés), a doña Asunción (Consuelo Muñoz), a Pepe (Adriano Domínguez) y a su novia Rosa (Pilar Sala), a Trini (Esperanza Grasés), a don Urbano (Alberto Bové) y a Fernando (Gabriel Llopart), quien confiesa a Carmina (Elena Salvador) su amor por ella. En el segundo acto, transcurridos diez años,algunos personajes (don Urbano, don Manuel, Asunción) han fallecido, mientras que Fernando y Carmina se han casado, pero no entre sí, sino con otras parejas. La de Fernando es Elvira, con la que ha tenido un bebé, mientras que Carmina se emparejó con Urbano y también ha tenido un retoño, una hija. Seguimos los avatares de todos los personajes, sus angustias y sus rencores. En el tercer acto, que se inicia al cabo de veinte años, se constatan ciertas relativas mejoras en las vidas de los inquilinos de la escalera, al menos, en lo que se refiere al confort. Sin embargo, el fondo de su frustración vital parece pervivir a pesar del tiempo que pasa y de los cambios producidos. Unos nuevos Fernando (Fernando Delgado) y Carmina (Asunción Sancho), a pesar de la oposición de sus padres, que reavivan sus viejos rencores, inician un nuevo amor. En este final esperanzador cobraba gran importancia la figura del papel de Fernando Delgado el cual, no sólo compartía nombre con su personaje (lo que pudo no ser del todo casual), sino que al tener en el momento de interpretarlo la misma edad que él (cosa no precisamente habitual) lograba una identificación plenamente convincente. Las mismas ansias por hacerse un nombre, por prosperar, por elevarse por encima de la mediocridad que pugnaban por expresarse en boca del Fernando-personaje debían bullir igualmente en el corazón del Fernando-actor.A los dos meses del estreno de “Historia de una escalera”, Fernando Delgado, junto a otros compañeros, alumnos de la Clase de Declamación del Conservatorio, como Marisa de Leza, Encarnita Plana, Félix Ochoa y Simón Ramírez, estrenará “Las palabras en la arena”, obra en un acto de Buero Vallejo que, de alguna manera, ampliaba su presentación ante el público y la crítica. Con dirección de Anita Martos, esta obra de Buero, estrenada de manera simultánea al de “Historia de una escalera” había obtenido el premio concedido por la tertulia del café Lisboa de la Asociación de Amigos de los Quintero.

Tras el díptico formado por las primeros estrenos del llamado a ser un clásico vivo, Antonio Buero Vallejo, a Fernando Delgado le correspondió papel en los repartos de “El villano en su rincón”, de Lope de Vega (estrenada el 18 e abril de 1950), “Don Juan Tenorio”, de José Zorrilla (estrenada, el 28 de octubre de 1950),

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“El gran minué”, de Víctor Ruiz Iriarte (estrenada el 8 de diciembre de 1950), “Como era en un principio”, de Jorge y José de la Cueva (estrenada el 11 de mayo de 1951), “La verbena de la Paloma”, de Ricardo de la Vega y Tomás Bretón (estrenada el 28 de mayo de 1951) y “Agua, azucarillos y aguardiente”, de Miguel Ramos Carrión y Federico Chueca, estrenada el 30 de mayo de 1951). Estando las dos últimas incluidas dentro del ciclo de “Madrid en la zarzuela” y todas dirigidas por Cayetano Luca de Tena. Destaquemos que en las dos funciones de zarzuela participaron los muy cinematográficos y muy madrileños Antonio Riquelme y Manuel Requena, y que tanto “El gran minué”, como el “Don Juan Tenorio” de 1950, como “El villano en su rincón”, las protagonizó Guillermo Marín, quien contó con las gratas réplicas de Elena Salvador (en las dos primeras) y de María Jesús Valdés (en las dos últimas), amén de las siempre sólidas presencias de Gabriel Llopart, manuel Kayser, Alberto Bové, o Julia Delgado Caro respaldándole. El protagonismo de “Como era en un principio” recayó en Rafael Bardem, aunque Guillermo Marín dispuso en ella de un papel de similar importancia. Acabado el ciclo de Cayetano Luca de Tena al frente del Español, Fernando Delgado actuó también bajo la dirección de Luis Fernando de Igoa en el “Don Juan Tenorio” estrenado en 1952 que protagonizaron José MaríaSeoane y María Jesús Valdés y en la adaptación que Rafael Sánchez Mazas hizo de “El abanico”, de Carlo Goldoni, que se estrenó el 29 de noviembre del mismo año. Con Modesto Higueras como director y con una escenografía de Pierre Schild, el 17 de abril de 1953 se estrenó en el Español “Murió hace quince años”, de José Antonio Giménez Arnau, protagonizada por José María Seoane, María Jesús Valdés y Adolfo Marsillach. Para entonces, Fernando Delgado ya ha participado en una película (que no ha logrado estrenarse) y, por primera vez (aunque no será de manera definitiva), se acredita sin la “M” en medio del nombre. Cuenta tan sólo 23 años y ya atesora una experiencia teatral de...23 años.

“Breves encuentros” con el cine (1952-1962)

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Los nombres de dos cineastas marcan la trayectoria fílmica de Fernando Delgado previa a su dedicación prácticamente exclusiva a la televisión. Una trayectoria que no se puede considerar ni larga ni destacada, que no brindó grandes oportunidades al actor para ganarse un puesto relevante en la filmografía española y que, como decimos, está marcada por dos directores por encima del resto: Pedro Lazaga y Joaquín Luis Romero-Marchent. Ambos realizadores, entusiastas teóricos del medio (crítico cinematográfico el primero, hijo del fundador y director de la revista “Radiocinema” el segundo), que hicieron bandera de su vocación cinéfila, cuyas biografías se caracterizan por su reconocido valor (la condición de divisionario de Lazaga lo acredita, por un lado, así como el fidedigno testimonio de Miguel Gila, que retrata en sus memorias a Romero-Marchent como a un hombre decidido, capaz de “achantar” al bravucón más fiero en un momento, por otro), dieron sus mejores obras en los primeros años de sus respectivas carreras, lo que resulta especialmente remarcable en el caso de Pedro Lazaga quien, en cuanto “traicionó” su primera intención creadora, rebajando su propio nivel de auto-exigencia, obtuvo un rápido y continuado éxito comercial, mientras que Joaquín Romero-Marchent, aunque abandonó en parte sus primeros postulados, no llegó a apartarse tanto de su línea original. En cualquier caso, como veremos, la incidencia de las actuaciones de Fernando Delgado en el signo de las películas de estos dos cineastas fue mínima, con la única excepción del film de Joaquín Luis Romero Marchent, “El hombre del paraguas blanco”, en el que sí dispuso Fernando Delgado de un papel digno de tal denominación. El rol de mayor responsabilidad que desempeñó el actor en este periodo de su carrera hemos de buscarlo en un film de Jesús Franco, “La mano del hombre muerto” (1962), asignación que bien pudo tener su origen siete años atrás, cuando el director ejercía labores de ayudantía en la película inaugural de la serie de “El Coyote” que dirigió Joaquín Luis Romero-Marchent en 1955, donde el actor disponía de un pequeño papel incidental, o un año después, cuando Jesús Franco desempeñaba similares funciones en el film firmado por Leon Klimowsky “Miedo”, donde nuevamente Fernando Delgado contaba con una pequeña intervención. Destacable es, asimismo, la presencia del actor en uno de los mejores films de toda la historia de la cinematografía española, el “Plácido” berlanguiano.

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La primera actuación de Fernando Delgado para el cine debe encontrarse en el film “Patio andaluz”, producción de 1952 que hubo de esperar hasta el 15 de diciembre de 1958 para ser estrenada. Protagonizada por Ana Mariscal (en el papel de Alegría) y Rafael Albaicín (como el diestro José Reyes), con José Luis Ozores (en el rol del mozo de estoques Curro), y Rafael Luis Calvo (haciendo de Rafael, marqués de Lucena, rival de José Reyes por el amor de Alegría, Rafael,) esta producción Unión Films rodada en Sevilla, llena de tipismo andaluz, estaba firmada, tanto en su dirección como en su guión, por Jorge Griñán, que no volvería a dirigir ninguna otra película, y contaba con el debut en el cine de una jovencísima Laura Valenzuela (como Rocío, hermana de Alegría de quien se enamora Curro) como máximo aliciente, y con la presencia de la no menos juvenil “bailaora“ Mari Luz Galicia (que el mismo año de esta producción intervenía también en “Duende y misterio del flamenco”, de Edgar Neville), que iniciaba así su relación profesional y personal con el productor Eduardo Manzanos. La participación en “Patio andaluz” de Fernando Delgado, acreditado todavía como “Fernando M. Delgado”, se limitaba a cumplir con una función apenas mayor que la de figurante, acreditado como “amigo de José Reyes”, tarea en la que le acompañaba otro joven actor, Antonio Ozores.
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Con mucha más puntualidad y muchísimo más éxito se estrenó “La patrulla”, uno de los films más justamente prestigiosos de Pedro Lazaga, premiado en el festival de San Sebastán en su edición de 1954 con los galardones al mejor director y a la mejor actriz (Marisa de Leza). Cuenta el guión de “La patrulla” (firmado por José María Sánchez Silva y Rafael García Serrano) la historia de un grupo de cuatro combatientes de la Guerra Civil del bando rebelde, formado por Enrique (Conrado San Martín), Vicente (José María Rodero), el cabo Matías (Julio Peña) y Paulino (Antonio Almorós) que, tras hacerse una fotografía en las afueras de Madrid el 28 de marzo de 1939, poco antes de entrar en la capital, se prometen reunirse en el mismo lugar diez años después. Dos de ellos, los solteros Enrique y Vicente, al ir a dar la noticia a su familia de la muerte de un joven voluntario, se enamoran de la hermana del malogrado muchacho, Lucía (Marisa de Leza). Matías, el mayor de los cuatro, regresa a casa, donde le esperan su mujer, Victoria (Mercedes Serrano) y su hijo, Matías júnior, un mozalbete al que da vida Vicente Parra. El cuarto miembro de la patrulla, Paulino, pronto se dispersa en el mundo del hampa, del tráfico ilegal de medicamentos, corrompido por el delincuente “El Señorito” (Tomás Blanco). Pasa el tiempo. Paulino da con sus huesos en prisión,y mientras Vicente se establece como periodista, Enrique se alista en la División Azul para combatir en la 2ª Guerra Mundial, en el Frente Ruso. A su lado, se encuentra el capitán Silvio Fernández (Fernando Delgado) a cuyas órdenes ya estuvo durante la Guerra Civil, y también nuevos compañeros de armas, como el joven Matías júnior, que se ha colado en el tren militar con destino al frente, sin permiso paterno, o

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como el aragonés Calatayud (Germán Cobos), el andaluz “Miedoso” (Julio Riscal) o el cinéfilo “Soñador” (Adriano Domínguez), un más que probable trasunto del propio Pedro Lazaga. Pronto, en una maniobra de combate en las nevadas estepas rusas, fallece heroicamente el joven Matías Serrano y en la misma acción (aunque fuera de cámara), cae también el capitán Silvio. El resto de los hombres son hechos prisioneros. Asistimos entonces a las crudas condiciones de vida del cautiverio de los divisionarios, el cual, como sabemos, se prolongó bastantes años más allá de la conclusión de la contienda. En ese interín, “El Soñador” muere en un intento de fuga y Enrique, que había resultado herido en un combate, ha perdido un brazo. Finalmente Enrique consigue fugarse y volver a España y se reúne con Matías, con su madre (Carmen Sanchez) y con Lucía, que se ha hecho novia de Vicente cuando los dos daban a Enrique por muerto. Ante el regreso del amigo al que creía difunto, Vicente hace mutis tomando una corresponsalía en el extranjero, lo que comunica por carta a Lucía. Es el 28 de marzo de 1949: Al punto de reunión, transcurrido el plazo fijado, no pueden presentarse ni Paulino
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(encarcelado), ni Matías (que está al cuidado de su mujer, nuevamente embarazada), ni Vicente, que se ha quitado de en medio en favor de su rival y amigo Enrique, el único que acude a la cita, trastornado por su crudo aterrizaje tras su peripecia rusa y con la incerteza a cuestas sobre su futuro. Entonces aparece Lucía con la noticia de que Vicente se ha ido y de que ya ningún obstáculo se interpone entre ellos y su amor.La contribución de Fernando Delgado a “La patrulla”, como el capitán Silvio Fernández, a pesar de su brevedad, no es desdeñable, confiriendo la necesaria credibilidad a las pocas líneas de diálogo de que dispone, en las que, básicamente, se dedica a dar órdenes. En una escena en la que, recién concluida la Guerra Civil, los compañeros se reúnen para salir en una sala de fiestas, saca a bailar a una tal Charo (Josefina Rivero) el “Tiro-Liro”, lo que hace muy desgarbada pero simpáticamente. A continuación, en el cambio de pareja, inicia unos pasos de la famosa “Bésame mucho” con Mari (Pilar Sirvent). De su muerte, escamoteada por una elipsis, da constancia una tosca cruz de madera con una sencilla inscripción con su nombre y rematada con un casco de acero.

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En la coproducción hispano mexicana de 1954 dirigida por Joaquín Luis Romero Marchent, “El Coyote”, Fernando Delgado (sin figurar por ello en los títulos de crédito) era el matón Mr. Brooks, un yanqui poco recomendable, aficionado a quitarle las mujeres a los “peladitos” mexicanos, a quien “El Coyote” se encarga de poner en su sitio. Es la suya una intervención puramente anecdótica (quizá añadida para que la película alcanzara el metraje mínimo para ser considerada un “largo”) en una trama típica del héroe de José Mallorquí, en la que la pareja de actores mexicanos formada por Abel Salazar y Gloria Marín encarnan al protagonista y a su enamorada Leonor de Acevedo, respectivamente. El film, un proyecto que databa de cuatro años atrás del que se había excluido voluntariamente el director que inicialmente se había postulado por los productores, el mexicano Fernando Soler, recayó en las manos de Joaquín Luis Romero Marchent por iniciativa de Eduardo Manzano, el empresario de la parte española. Se inició así la andadura del mayor de los hermanos Romero Marchent por el género western con raíces hispanas, ofreciendo al público la primera adaptación de las andanzas del mítico “Coyote” de José Mallorquí. Como valioso escudero, Romero Marchent contó con Jesús Franco, que realizó funciones múltiples en la consecución del film. Además de adaptar y dialogar el guión de Pedro Chamorro, cumplió labores de ayudantía en la dirección y, por cubrir todos los ámbitos, hasta escribió las letras
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de las canciones que compusieron Odón Alonso (que firmaba el “score” del film) y el guitarrista Manuel Bribiesca, letras que incluían rimas tan originales como “Míreme señor, sin gesto de furor, pues soy una infeliz”, o “Guá, guá, guá, mis besos son sabrosos; guá, guá, guá, mis besos son golosos”, o, en la misma canción: “... pues el beso es cosa fina, que conmueve y que conmina”. A los indudables méritos visuales del film, rodado en exteriores localizados en el pueblo de Titulcia (Madrid) y en espléndidos interiores captados en los estudios Sevilla Films con exquisito gusto de intención impresionista magníficamente apoyado en la brillante fotografía de Ricardo Torres, había que sumar una más que solvente galería de actores. Así, Santiago Rivero se hace cargo del villano capitán Potts, José Calvo de su abyecto sicario Sullivan, Manuel Monroy, del rol de Green, el representante del gobierno de los EEUU en la convulsa California, y Carlos Otero, en su papel de Roberto Artigas, es uno de los luchadores resistentes a la tiranía yanqui, injustamente condenado a morir ahorcado en una parodia de juicio, lo que motivará la intervención de “El Coyote” para rescatarlo del cadalso. En el siempre agradecido papel de don César Echagüe, el padre del héroe, encontramos a Rafael Bardem (en relación a lo
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cual digamos, anecdóticamente, que este rol lo heredará Jesús Tordesillas, quien como vimos en su día, también dejó a su vez, años más tarde, otro papel en herencia a don Rafael, el del criado de Alfonso XII, Cipriano). En cometidos auxiliares, encontramos a José María Prada, como tabernero, a Xan Das Bolas, como mexicano traicionero (él denuncia a Leonor de Acevedo, la amada del Coyote, al malvado Potts), y a Antonio García Quijada (a quien reencontraremos a continuación, en “Fulano y mengano”) y a Julio Goróstegui, como el señor Acevedo, entre otros buenos secundarios, en papeles, prácticamente, “de bulto”. La película, que se rodó sin solución de continuidad con su secuela “La venganza del Coyote”, en 1954, se estrenó el 5 de mayo de 1955 en los cines Rex y Beatriz de Madrid, y en septiembre del mismo año, en los cines Bosque, Capitol y Metropol de Barcelona. Por aquel entonces se producía el rodaje del film de Pedro Lazaga, producido por Santos Alcocer, sobre un guión del propio director escrito en colaboración con José Luis Dibildos, titulado “La vida es maravillosa”, cuyo estreno se produjo el 20 de febrero de 1956 y que, además de un pequeño papel, contenía para Fernando Delgado, haciendo honor a su título, la presencia de la que había de ser su esposa al año siguiente, Mari Carmen Valero, que interpretaba, asimismo, un papel incidental en el film y que sería asistente de montaje en una película producida en 1956, “Pasión en el mar”, de Arturo Ruiz Castillo. Cabe conjeturar que Fernando Delgado la conociera durante el rodaje de “La vida es maravillosa” porque, aunque no comparte con ella ninguna escena, la localización, en Benicarló, sí que es la misma en sus respectivas intervenciones.

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“La vida es maravillosa” cuenta la historia de Eugenio Jalón (Germán Cobos), uningenuo vendedor de novelitas en su puesto en Segorbe (Castellón) que un día decide viajar a Barcelona para reunirse con su hermana Julia (Elena Espejo), a la que hace tiempo no ve, y que dejó el pueblo para triunfar en la gran ciudad como artista. El viaje es una completa calamidad, en el transcurso del cual unos desaprensivos le roban el equipaje y la cartera. Un tal señor Gómez (Emilio Rodríguez), le hace perder primero un tren para quedarse con sus cosas y después, un sinvergüenza que se gana su confianza ayudándole en la estación de Benicarló (Antonio Almorós), le saca una comida gratis (en el establecimiento que atiende, precisamente, Fernando Delgado, que actúa con la voz prestada) y le roba la cartera. El doble golpe se ve algo mitigado después cuando, tras actuar heroicamente en el salvamento de una niña que se ahoga, exponiendo su vida, recibe las atenciones de la familia, especialmente, de la hermana mayor de la accidentada, Mercedes (Ángela Caballero), de la que Eugenio se enamorará. Tras este placentero paréntesis, se comprobará que las decepciones del bueno de Eugenio no han hecho más que empezar cuando, ayudado por su amigo, el vendedor ambulante Nicolás González (Antonio Prieto), llegue a Barcelona y localice (no sin dificultades) a su hermana Julia. No sólo no ha triunfado en el mundo del espectáculo, sino que ocupa un poco digno lugar en la “trouppe” del popular Molino, dedicándose más al alterne que al arte escénico. Afortunadamente, Eugenio consigue convencer a su hermana para que deja tan pecaminosa vida y se vuelva con él al Segorbe y antes de retornar al hogar, tiene ocasión de llevar a su hermana a casa de Mercedes, donde será cariñosamente acogida por toda la
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familia. Por cierto que, de las cinco hermanas de Mercedes, dos son hermanas a su vez, en la vida real, María José Valero y Mari Carmen Valero, la segunda de las cuales, como hemos dicho, se casará con Fernando Delgado en 1957 y traerá al mundo en 1958 a los mellizos Fernando y Alberto y, cuatro años después, a Julia María, los tres hijos de Fernando Delgado. El matrimonio, en cualquier caso, no perduraría y la unión se rompió algunos años después. Volviendo a lo estrictamente cinematográfico, digamos que “La vida es maravillosa” forma parte de la primera y más interesante etapa de la carrera de Pedro Lazaga. Confiando en un elenco artístico que ya había empleado en gran parte en “La patrulla” (Antonio Almorós, Julio Riscal (que hace un repartidor de periódicos en Segorbe, amigo de Eugenio), el propio Fernando Delgado y Germán Cobos, que actuará en films rodados consecutiva y celéricamente por Pedro Lazaga, como “Torrepartida” o (nuevamente junto a Antonio Prieto) “Cuerda de presos”, ambos títulos, de 1956, o “Roberto el diablo”, de 1957, que también incluye la participación de Fernando Delgado), Pedro Lazaga firma uno de sus trabajos más personales, como corresponde a estos años en los que el entusiasmo por narrar con imágenes todavía no ha dado paso a la práctica de la dirección cinematográfica más alimenticia y adocenada. Rescatable en su totalidad para este burgomaestre, el film puede resultar ideológicamente ingenuo y moralmente pacato, pero lo que nadie puede discutir es que está rodado con gusto e inmejorable ritmo narrativo y que, además, incluye una actuación de Manuel Alexandre tan memorable como divertida y brillante, como pintoresco peregrino que aparece en la casa de Mercedes y se pone “como el quico” ante el asombro general.

Si “La vida es maravillosa” se estrenó a continuación de ser producida, en febrero de 1956, menos fortuna tuvo “Cuerda de presos”, la siguiente película de Pedro Lazaga que, pese a su notable calidad, hubo de esperar hasta

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el 29 de marzo de 1962 para proyectarse al fin en el cine Imperial de Madrid, casi seis años después de haberse completado su rodaje. En el film se relataba, según la novela original de Tomás Salvador, la peripecia de dos números de la Guardia Civil, el joven Silvestre Abui (Germán Cobos, que actúa con la voz prestada)y el veterano Antonio Pedroso (Antonio Prieto)a los que su sargento (Aníbal Vela) les comunica que tienen que dar escolta a un preso en su traslado a pie desde la comandancia de Murias de Paredes, en la provincia de León, hasta Vitoria, en cumplimiento de la orden dictada por del gobernador provincial datada el 28 de septiembre de 1879. El preso es Juan Díaz de Garallo y Argandoña, por mal nombre “El Zurrumbón” (Fernando Sancho), a quien la prensa de la época apodó “El Sacamantecas”, un perturbado asesino de mujeres, tosco, analfabeto, influido por una enfermiza religiosidad (había sido monaguillo en su infancia), trasunto ibérico y rural del urbano y británico Jack “El Destripador”. Película, pues, itinerante y costumbrista, “Cuerda de presos“ describe con igual maestría tipos humanos y paisajes. En una de las primeras etapas de la conducción del preso, Silvestre y Antonio se detienen en una casa cuartel en la que les recibe con poco entusiasmo y mal disimulada envidia un cabo a quien da vida Fernando Delgado (acreditado como F. Martínez Delgado, denominación que, por cierto, muy poco podría hacer por impulsar la carrera artística de nadie), en una caracterización (mostacho incluido), que recuerda mucho la del anterior personaje uniformado en otro film de Lazaga, el capitán Silvio de “La patrulla”. Como corresponde a una historia de sus características, “Cuerda de presos” se articula a través de una consecución de episodios que se suceden a lo largo del recorrido. El trío formado por los dos guardas y el preso pasan, a través de fatigas y con nevadas incluidas, por diversas poblaciones, tales como Sahagún, Guardo, Poza
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de la Sal y Pancorvo, participando en fiestas locales, como las que se celebran en honor de San Froilán, y entrando en contacto con personajes como el alcalde Alegría (Rafael López Somoza), padre de veinte hijas, diecisiete de ellas por casar, o como el Magencio (Antonio Almorós, un fijo en los repartos de esta etapa de Lazaga), un pobre colono que piensa que vienen a desahuciarle de su pobre propiedad y les recibe escopeta en mano. Los intentos de fuga y las animaladas del Garallo se suceden también, siendo decisiva, en la última de sus intentonas de escape, la intervención de los sargentos Morales (Arturo Fernández) y Cocolina (Santiago Rivero). Finalmente, tras recibir la orden de hacer el último tramo en tren, para gran alivio de Antonio, que está destrozado, el preso es entregado a su fatal destino y el joven Silvestre, más sabio al término de la misión, emprende el regreso a su puesto con la ilusión renovada por reencontrarse con su novia, Camino (María Rey). El film, que estrenado, como hemos dicho, mal y tarde, ejemplifica el mejor cine de su director y, justamente, al que daría la espalda en el futuro, contiene abundantes muestras de buen gusto narrativo y se aprecia como ofrenda de amor al medio fílmico. En lo humano, la calidez de algunos personajes, como el de Antonio Prieto (que habitualmente, quizá mediatizado por su físico, solía hacerse cargo de personajes “atravesados”), que constantemente recuerda dichos y sentencias de su abuelo, “Cuerda de presos” resulta hoy tan interesante como en lo estrictamente cinematográfico.

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Cuatro títulos más, producidos igualmente en 1956, cuentan con Fernando Delgado en el reparto. “Miedo”, el primero en estrenarse, lo hizo el 7 de mayo de su mismo año de producción en los cines Pompeya y Palace de Madrid, siendo dirigido por León Klimowsky sobre un guión definitivo firmado por Jesús Franco y el director del film sobre una historia y un tratamiento previo de la misma originales de Alfonso Paso. Se trata de un más que aceptable y modesto “thriller”, influido por los mejores clásicos del cine negro norteamerico (con Robert Siodmak, referente de Jesús Franco, a la cabeza, en opinión del crítico e historiador del cine Carlos Aguilar) que relata el intento del ingeniero Carlos de robar la caja fuerte de la empresa de electricidad en la que trabaja, coaccionado por un grupo de malhechores liderados por Arturo (Rolf Wanka), un médico expulsado del ejercicio de la profesión por suministrar drogas prohibidas, el cual se apoyará en la debilidad de Carlos, su adicción a la morfina. El dominio ejercido por el mal galeno lo reforzará aún más haciendo que un sicario suyo secuestre a la hija del ingeniero para obligarle a que sabotee una presa en construcción destinada a alimentar una central hidroeléctrica. No falta en el film la figura de la “femme fatale”, la bailarina Anita (Lida Baarova) que será quien arrastre a Carlos y lo ponga en manos de Arturo. Finalmente, tanto Carlos como Anita logran redimirse sacrificándose en un climático final en el que los malvados perecen y la hija del protagonista se salva de las garras del asesino a sueldo, así como el pueblo destinado a ser tragado por la voladura de la presa. Al villano de “Miedo”, Rolf Wanka, casualmente, lo volvemos a encontrar ocupando un lugar destacado en el siguiente film al que nos referiremos, “Todos somos necesarios”, de José Antonio Nieves Conde. Estrenado el 10 de septiembre en el cine Avenida de Madrid, se trata de una película que, acorde con el nuevo rumbo que a la cinematografía se le pretendía dar en la década de los cincuenta y que el mismo Nieves Conde había inaugurado con “Surcos”, se muestra preocupada por mostrar tanto la psicología de los personajes, como la realidad social que la determina. Nos referimos a ella en la entrada dedicada a José Sepúlveda y, por si no se considera oportuno
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volver sobre lo dicho entonces, recordemos aquí que cuenta el regreso a la libertad de tres exconvictos, Julián (Alberto Closas), Iniesta (Folco Lulli) y Nicolás (Ferdinand Antón) que viajan en un tren que sufre una avalancha de nieve que lo detiene en medio de una noche heladora. Un niño que viaja en el convoy tiene que ser operado de urgencia, cosa de lo que se encarga Julián, que vuelve así a recobrar la fe en sí mismo y en la vida, mientras que el primario Iniesta (Bartolomé Iniesta Álvarez, alias “El Nene”, por dar su nombre completo) ha emprendido un camino heroico a través de la ventisca, en busca de auxilio. Al final, el fornido hombretón encuentra la muerte, pero su sacrificio no habrá sido en vano. La variopinta mezcla humana que conforma el pasaje nos será mostrada entretanto, describiendo de tal modo la consabida gama de reacciones en situaciones extremas, saliendo a la luz los prejuicios de unos y las bondades ocultas de otros. Entre el extensísimo elenco de “Todos somos necesarios”, en la parte española (el film es una coproducción con Italia), encontramos a profesionales que alcanzarán altas cotas de popularidad en un futuro próximo tales como Manuel Alexandre, Rafaela Aparicio o Pepe Rubio haciéndose cargo de papeles insignificantes, al lado de veteranos y sólidos secundarios como José Franco, Manuel de Juan o José Marco Davó, además del otrora galán de ceja almidonada y voz exquisita, Rafael Durán, en un papel acorde con su nuevo estatus de maduro característico. “Todos somos necesarios”
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cosechó en el festival de San Sebastián de 1956 los premios a la mejor película española, al mejor director español, al mejor guión y al mejor actor en la persona de Alberto Closas. Fernando Delgado, modestamente, contribuyó al éxito del film con su incorporación de un camarero del tren el cual tiene tan sólo un par de intervenciones, siendo la más larga de las cuales aquella que le permite aportar un anestésico en la improvisada operación quirúrgica que salvará la vida del niño enfermo, pues ha observado que un pasajero toma láudano y, ni corto ni perezoso, se hará con él. En cuanto a su actuación en “Miedo”, hemos de confesar que desconocemos en qué consiste pues no hemos podido ver la película. A juzgar exclusivamente por el lugar que ocupa su nombre en el reparto, sólo podemos aventurar que no es, tampoco, demasiado destacable. La tercera película producida en 1956 que nos toca comentar no es otra que “Saeta rubia”, primer film que protagonizara el fenómeno futbolístico de todos los tiempos, Alfredo Di Stéfano en España, que dirigió Javier Setó sobre un guión de José María Arozamena y Antonio Mas Guindal, que contaba cómo el astro del balompié se ocupaba de unos pilluelos que le robaban la cartera (entre los que destacamos la presencia de Carlos Romero-Marchent, en una de sus primeras actuaciones para el cine), dándoles una nueva oportunidad a partir de la práctica del deporte del que
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era una especie de semi-dios. El film suscita las lógicas simpatías entre los aficionados al llamado “Deporte rey” y ya tuvimos que referirnos a él en la entrada dedicada a Valeriano Andrés, que tiene una pequeña intervención como locutor. El papel de Fernando Delgado en “Saeta rubia” es incluso más breve, como sacerdote (de una orden de frailes) que casa a una pareja de ancianos (a los que la pandilla de chavales protagonista conoce como “los abuelos”) y que ofrece, a la concurrencia menuda, un modestísimo convite: “un chocolatito” que él mismo ha preparado. Además de esta pequeña aparición en pantalla, Fernando Delgado cumplía la misión de poner su voz a la actuación de Jacinto Quincoces, futbolista metido a actor, que hacía el papel de padre alcoholizado de uno de los muchachos. En cuanto a la caracterización de Fernando Delgado, como veremos, no será esta la última vez que vista hábitos para el cine. Por último, ya estrenada en enero de 1957 en el cine Lope de Vega de Madrid, “Roberto el diablo” es una nueva colaboración en un film de Pedro Lazaga, otra vez con el amigo de éste, Germán Cobos, como protagonista. En esta ocasión se trata de una producción Hispanomexicana Films realizada sobre un guión de Antonio Guzmán Merino, habitual colaborador de Antonio del Amo y especializado, por lo común, en historias al servicio de alguna estrella de la copla. Como en el caso de “Miedo”, desconocemos cual fue el cometido encomendado a Fernando Delgado en esta historia en la que el protagonista, Roberto (Germán Cobos) se mete en un buen lío al gastarse el dinero destinado a completar sus estudios de Derecho en obsequiar a su novia (María Mahor) y verse obligado por su padre (Roberto Rey) a ejecer la abogacía. La cinta es sin duda una de las más desconocidas de la filmografía de su director y es probablemente una de las que le decidieron a buscar en lo sucesivo la comercialidad a cualquier precio.

El año 1957 supuso para Fernando Delgado, además del ingreso en la condición de casado, el acceso al nuevo

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medio de la televisión, iniciándose su participación en programas de Televisión Española. En lo cinematográfico, que es el tema de este epígrafe en que nos encontramos, significó su primera participación en una “comedia del desarrollismo”, un subgénero que daba en ese momento sus primeros pasos, y en una producción de uno de sus principales artífices, José Luis Dibildos. Nos referimos a “Muchachas de azul” segunda presentación de “Ágata Films” que fue dirigida por Pedro Lazaga sobre argumento y guión del equipo formado por Noel Clarasó y José Luis Dibildos. Se trata de una comedia coral protagonizada por un grupo de dependientas de Galerías Preciados que, al estilo de las protagonistas del éxito hollywoodiense “Cómo casarse con un millonario” (Jean Negulesco, 1953), ponen sus voluntades, cada una a su modo, a trabajar en busca de marido. Ya hablamos de esta película en la entrada dedicada a Mario Berriatúa, por lo que nos extenderemos lo justo para recordar que sus protagonistas femeninas eran las esculturales Analía Gadé (como Ana) y Vicky Lagos (en el papel de Olga), además de la delicada Licia Calderón (como Lolita) y la algo insulsa aunque bonita Lucía Prado (que tenía el papel de Pilar). A la primera se le emparejaba (¡naturalmente!) con Fernando Fernán-Gómez (un compañero de trabajo llamado Juan, siempre mal aconsejado por su amigote Álvaro, a quien daba vida José Luis López Vázquez); a la segunda, con Tony Leblanc (el taxista Pepe), a la tercera, con Antonio Ozores (el estudiante de medicina Julio, amigo de Jaime, otro pretendiente, a quien
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encarnaba Mario Berriatúa), y a la cuarta, con Leo Anchóriz (como Carlos).Intervenciones destacables las había para Luisa Sala, que tantas veces trabajará en televisión con nuestro protagonista de hoy, como criada en la pensión de los padres de Ana; para el inevitable Xan das Bolas, para Aníbal Vela (en su sempiterno rol identificado con la autoridad, el de jefe de personal de Galerías Preciados) y para Erasmo Pascual, como el depauperado padre de Olga, y para Ángel Álvarez y José María Gavilán, en el chocante rol de payasos de circo. La misión de Fernando Delgado se limita a la de hacer de un piropeador callejero llamado Paco. El objeto de sus atenciones no puede ser más idóneo, pues se trata de la adorable Analía Gadé. En la tarea de requebrar a la guapa argentina, Fernando Delgado cuenta con la colaboración de José María Tasso y con la resistencia de Juan (Fernando Fernán-Gómez), amén de la reprensión de otro viandante, el aristocrático Carlos Díaz de Mendoza.

Producida igualmente en 1957, “Compadece al delincuente” (también conocida como “Volver a vivir”), fue la última película que estrenó su director, Eusebio Fernández Ardavín, si bien hubo de esperar hasta el 9 de

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septiembre de 1960 para que tal hecho sucediera y únicamente en Barcelona, concretamente en el cine Pelayo situado en la calle del mismo nombre. Sobre una historia y guión de Jorge Griñán (el director de, recordemos, la primera película en la que actuó Fernando Delgado, “Patio andaluz”), “Compadece al delincuente” (también conocida como “Volver a vivir”) contaba con un extenso reparto en el que destacaban Rafael Romero Marchent, Conchita Bautista, Mary Martín, Rafael Luis Calvo, Antonio Riquelme y su hijo Juan Antonio, Salvador Soler Marí, Josefina Bejarano, Francisco Bernal y Santiago Rivero, además de los casi omnipresentes Joaquín Bergía, Marcelino Ornat, Rufino Inglés, Emilio Rodríguez, Juan Vázquez y los Aníbal Vela (padre e hijo) en papeles de menor entidad. La película, rodada en formato scope en Madrid, es una de las más desconocidas de la ya de por sí poco apreciada filmografía de su director (todo un veterano nacido en Madrid hace ahora 111 años, que falleció en Albacete el 9 de enero de 1965 tras haber dirigido 32 películas entre 1917 y 1959), y, para ser sincero, desconozco tanto su argumento como la función que Fernando Delgado podría desempeñar en ella.

La filmografía de Joaquín Luis Romero Marchent presenta dos vertientes bien diferenciadas, igualmente merecedoras de consideración. Por la más conocida popularmente, y la que más títulos produjo, a Joaquín Luis Romero Marchent se le puede considerar el padre del western español “con raíz hispana”. Es la segunda vertiente la que constituye el tríptico de comedias humanistas, costumbristas y tiernas formado por “El hombre que viajaba despacito” (1957), “El hombre del paraguas blanco” (1958), y “Fulano y mengano” (1959). Como ya hemos visto, Fernando Delgado intervino en la primera de las películas del director perteneciente a la categoría descrita en primer lugar (“El Coyote”, estrenada en 1955), y reincidirá en el género cuando intervenga en “La venganza del Zorro” (1962). De las tres películas que forman el segundo apartado, Fernando Delgado contará con un papel destacado en la segunda y otro anecdótico en la tercera.

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“El hombre del paraguas blanco” no habría existido, probablemente, de no haberse producido antes “Bienvenido Míster Marshall” (1953) o, sobre todo, “Calabuch” (1956), films con los que guarda alguna aparente semejanza por cuanto como ellos se trata, fundamentalmente, de retratar el paisaje humano de un pueblo, valiéndose para ello de un reparto coincidente en buena medida con el de sus antecesoras. Fernando Delgado, aunque no precisa hablar demasiado, cuenta en el film con un papel relevante, pues no en vano se trata de dar vida al personaje del título, el misterioso y barbadobuhonero, que parece venir de ninguna parte con su carro cargado de maravillas rematado con un paraguas blanco. En este film estrenado el 1 de mayo de 1958 se nos da cuenta de la tradicional rivalidad entre dos pueblos vecinos, Torre Alta y Torre Baja, por la categoría y esplendor de los fuegos artificiales con los que cada año ponen fin a las fiestas patronales. En el presente, las fuerzas vivas de Torre Baja están preocupadas porque a un ínfimo presupuesto para su propio castillo pirotécnico se suman los informes desasosegantes del Mauricio (Antonio Ozores), el espía que han enviado a Torre Alta, que certifican que los del pueblo rival sí disponen de un muy cuantioso arsenal. Así, el alcalde, Juan Calvo, el boticario Ángel Álvarez, el médico José Ramón Giner, “El Traca” (Félix Fernández), el encargado de montar el castillo de los fuegos artificiales, los alguaciles Francisco Bernal y Xan Das Bolas, y el carpintero “El Pega” (Antonio Riquelme) ven con desesperación acercarse el momento en que serán ridiculizados por los vecinos de Torre Alta. Tratan de recurrir a Daniel, un muchacho bueno y trabajador (José Luis Ozores), que es novio de Esperanza (Lorella de Luca), la hija mayor del
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terrateniente de Torre Baja, don Antonio (Luigi Pavese), para que le pida dinero a su futuro suegro, pero a Daniel no le parece bien y se niega. Busca, en cambio, una manera de conseguir dinero y monta un espectáculo taurino haciéndose pasar por torero ante un grupo de turistas (un episodio que recuerda inevitablemente a “Calabuch”), pero fracasa y no consigue recaudar nada. Accede entonces a pedir dinero a don Antonio, pero éste se lo niega. Cuando todo parece perdido, aparece “el hombre del paraguas blanco” (Fernando Delgado), un buhonero que milagrosamente lleva su carro lleno de material pirotécnico el cual les ofrece a cambio de nada. Nace la euforia entre los vecinos de Torre Baja, pero cuando todo parece estar dispuesto para dar el golpe definitivo surge la fatalidad en forma de cigüeña que ha quedado atrapada por una pata en la torre del campanario. Una niña muy querida por todo el pueblo, Nieves, la hija menor de don Antonio, que está afectada de una parálisis que la tiene postrada en el lecho, sufre terriblemente por causa del ave y del bebé que ella supone lleva en su pico. Urge liberar a la cigüeña por lo que es imperativo decidir en qué se usan las únicas escaleras disponibles: en montar el castillo de fuegos artificiales o en soltar a la cigüeña. Se impone la segunda opción a pesar de que ello conlleva el fracaso en el consurso
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pirotécnico. El esfuerzo parece en un primer momento baldío pues no se consigue devolver la libertad a la zancuda, sin embargo, nace un niño en aquel mismo momento, Nieves lo ve y se cura milagrosamente de su parálisis. Entonces, el buhonero abre su paraguas blanco y en el acto se desencadena una torrencial lluvia que hace imposible la exhibición de los fuegos artificiales del Torre Alta. Todos estos acontecimientos desatan una feliz locura colectiva en Torre Baja. El buhonero se marcha, y con ello finaliza esta coproducción con Italia cuyo argumento es obra del propio Joaquín Luis Romero Marchent y de José Luis Ozores. Fernando Delgado ha dejado en ella, sin aparente esfuerzo, la impronta de un personaje sereno y enigmático, identificable con un benigno peregrino, un plácido mesías o un amistoso profeta. La película, que como galería de característicos es un verdadero festín para el aficionado al cine, coquetea con la sensiblería, pero se salva de caer en ella, en gran medida, por la formidable dimensión de sus intérpretes. Digamos, a este respecto, que Joaquín Romero Marchent reserva para su hermano pequeño, Carlos (a quien venimos de ver en “Saeta rubia”), uno de sus primeros papeles, como hijo del alcalde, Juan Calvo.

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En contraposición a “El hombre del paraguas blanco”, “Fulano y mengano”, que se estrenó en la madrileña sala Candilejas de Madrid el 19 de octubre de 1959, es una historia eminentemente urbana, rodada en Segovia y en las zonas más deprimidas de Madrid (el rodaje de su predecesora se verificó en Santa Pola y Revillente, en Alicante). Y a diferencia del film protagonizado por José Luis Ozores (que de hecho, es de producción posterior), el guión (obra del propio director y de Jesús Franco) no fue escrito directamente para la pantalla, sino que adaptaba una novela de José Suárez Carreño. Curiosamente, ya nos ocupamos del film en una entrada de este weblog, cuando todavía estaba dedicado a los tebeos Bruguera, pues una de sus secuencias aparecía “adaptada” en una historieta de “Manolón, conductor de camión”, de Raf. La historia de “Fulano y mengano”, que recuerda un tanto las historias de Wenceslao Fernández Flórez sobre hombres honrados que tratan de ser delincuentes, nos relata la injusta encarcelación de Eudosio (Pepe Isbert), acusado de robar una maleta. En prisión conoce a Carlos (Juanjo Menéndez), otro inocente entre rejas. Ambos sufren por su condición de honrados la discriminación del resto de la población reclusa. Puestos en libertad, los dos amigos se buscan la vida como pueden. Carlos, amargado, anhela hacer
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pagar a la sociedad por la injusticia que han sufrido y propone dedicarse al robo, pero sus intentos fracasan uno tras otro. Pobres de solemnidad, deambulan por las calles sin oficio ni beneficio. Hasta recogen una limosna que reciben sin haberla pedido: “Soy un pobre. Me lo ha dicho un señor que me ha dado un duro”, dice Eudosio. “Ahora que somos pobres, podremos defendernos”, añade. Al fin encuentran un lugar donde pernoctar. Damián (Manuel Arbó), un modestísimo artesano, es propietario de una casa medio en ruinas y, como se le ha ido un realquilado, les ofrece la habitación libre. Aunque no pueden pagar de momento, Damián, que es buena persona, les acepta “al fiado”. Siguen los intentos por conseguir dinero de Eudosio y Carlos, y en uno de ellos se produce la brevísima intervención de Fernando Delgado. Eudosio, a instancias de Carlos, durante un trayecto en el “metro”, trata de descuidar un monedero de un bolso, pero la señora dueña del bolso cree que intenta propasarse y le riñe en voz alta. Fernando Delgado, que es otro pasajero del vagón, comenta en primer plano, con una sonrisa zumbona: “Tiene buen gusto”. En estas llega a casa de Damián su hija Esperanza (Julita Martínez) para cuidar de su padre, que está cada vez peor de una enfermedad crónica que no se puede tratar por falta de dinero. Su encanto y buen corazón afectan a Eudosio y a Carlos, aunque el segundo, empecinado en su amargura, trata de negarlo rechazando, por ejemplo, la comida que ella les ofrece.Al fin, el orgullo herido de Carlos se alivia un tanto cuando él y su compinche
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obtiene algún rédito de sus acciones delictivas. Atracan a un viandante quien, por suerte para los asaltantes, tiene tanto miedo y está tan delicado que prácticamente les entrega el dinero voluntariamente. Los dos aspirantes a ladrones celebran con una opípara comilona el éxito de sus fechorías y llegan a casa alegres y ahítos. Pero allí se encuentran con un panorama desolador. Damián está muy grave, necesita medicinas urgentemente y son muy caras. Eudosio convence al reticente Carlos de emplear el dinero que tienen en comprarlas. No obstante, Damián está tan grave que no consigue salvarse. Esperanza, tras un primer amago de volver a su pueblo, accede a quedarse con sus nuevos amigos. Tras la rápida evaporación de su primer botín, Eudosio y Carlos renuevan sus esfuerzos para buscar trabajo y lo encuentran en “Casa Domínguez”, una camisería regentada por Vicente (Rafael Bardem), a quien ayuda su hijo Paco (Rafael Romero Marchent), como vendedores ambulantes de corbatas. Pronto Paco trata de entablar relaciones con Esperanza, postulándose como un partido mucho mejor que el pobretón de Carlos. Simultáneamente, Eudosio y Carlos se han reencontrado con “El Anguila” (Antonio García Quijada), un delincuente con el que coincidieron en la cárcel y que entonces no les saludaba, pero que ahora le consigue a Esperanza, como un favor, un trabajo en el guardarropa de un “night club”. Allí la encuentra Paco, que insiste en salir con ella. “El Anguila” roba en el night club quince mil pesetas aprovechando la presencia de la nueva empleada como pantalla, sobre la que recaen las sospechas de la policía (Emilio Rodríguez, en su papel más habitual, el mismo que desempeñaba en la vida profesional antes de dedicarse a actuar). Cuando Esperanza tiene problemas con la ley, Paco se evapora, demasiado preocupado por salvaguardar su posición como para apoyar a la chica que dice amar mientras que, por el contrario, Carlos y Eudosio luchan denodadamente por entregar a la justicia al verdadero ladrón y por librar a Esperanza de la presión policial. Una persecución en tono bufo completa el metraje de “Fulano y mengano” justo antes de producirse el ansiado final feliz, en el que Carlos, reconciliado con el mundo, y Esperanza quedan juntos, “El Anguila” detenido y Eudosio, un buen hombre con voluntad de serlo, plenamente satisfecho.

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Mucha mayor es la relevancia del papel que interpreta Fernando Delgado en “Las dos y media y...veneno”, primer film dirigido por Mariano Ozores, estrenado en Madrid el 10 de diciembre de 1959,en el que nuestro protagonista de hoy tiene que encarnar a Marcos, el hermano y compinche de Ramón (Fernando Rey), el “cerebro” del dúo de sinvergüenzas que tratan de obtener el dinero de la herencia que le corresponde a su hermana Begoña (Elisa Montés) simulando la muerte del tío Senén Alcázares (Félix Fernández). Quintín Palmerola (José Luis Ozores), que trabaja en la gasolinera de su tío Juan (Valeriano Andrés) acaba de recibir de su futuro suegro (y sin mediar en ello su consentimiento) el traspaso de una funeraria, para que pueda prosperar e instalarse por su cuenta, y el primer cliente que tendrá es el falso difunto al que antes aludíamos. Como le impresiona su nuevo negocio y necesita a algo parecido a un galeno, Quintín recava la colaboración de su amigo, el veterinario Justo
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Rendrueles (Antonio Ozores), que acepta encantado pues está enamorado de Begoña (lo que nos parece muy adecuado pues Elisa Montes, la actriz que daba vida al personaje era, a la sazón, la reciente esposa de Antonio Ozores). Ante la poca disposición del tío Senén a hacer su papel de muerto, Ramón y Marcos se deciden a “cargárselo” de verdad administrándole veneno disuelto en un vaso de leche. En el chalet donde transcurre la acción (en el que además de los citados, también acude la novia de Quintín, Paloma (Tere del Río, que , por cierto, acababa de ser también novia de José Luis Ozores en “El gafe”, estrenada 3 días antes), se suceden los enredos, idas y venidas, apariciones y sustos con más apariencia de comedia que con situaciones cómicas auténticas. Finalmente, como era de prever, Ramón y Marcos terminan en manos de la policía. Justo y Begoña, comprometidos, y Quintín y Paloma desembarazados del fúnebre negocio que les habían adjudicado. Esta película, de la que ya hablamos en la entrada dedicada a Valeriano Andrés, cuenta con unos simpáticos títulos de crédito cantados como mayor aliciente y desaprovecha con bastante inconsciencia los buenos oficios de sus
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actores. El rodaje, según dijimos entonces, se desarrolló en un clima muy familiar y grato en un chalet de la Costa Brava. Tengamos en cuenta que, además de los tres hermanos Ozores y la esposa de Antonio, Elisa, también participaba en el film una juvenil Terele Pávez (hermana de Elisa Montés), en una divertida secuencia incidental que se desarrollaba en la sala de espera de la consulta del veterinario Justo y que protagonizaba la encantadora Isabel de Pomés, que daba vida a una mujer irresistiblemente charlatana.

Algo hablamos en este weblog de “091, policía al habla” (José María Forqué, 1960) y de “Tres de la Cruz Roja” (Fernando Palacios, 1961), las dos siguientes películas que constan en la carrera de Fernando Delgado, cuando le dedicamos su entrada correspondiente al gran Manolo Gómez Bur. Ambas, además de compartir la inclusión en sus repartos respectivos del trío de actores formado por el citado Gómez Bur, más Tony Leblanc y José Luis López Vázquez, contaron con guiones escritos por Pedro Masó y Vicente Coello (con la colaboración de Forqué y de Antonio Vich en el título policíaco). Si la primera describe, valiéndose para ello de un reparto extenso y solidísimo, el transcurso de una noche repleta de incidentes dramáticos, trágicos y cómicos, en el quehacer de un inspector de policía obsesionado por la muerte en accidente de su pequeña hija, la segunda narra la iniciativa de tres amigos de ingresar en el cuerpo de la Cruz Roja con la pretensión de valerse de ello para asistir gratuitamente a los partidos de fútbol del Santiago Bernabéu en su calidad de camilleros.

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A lo dicho en su día sobre “091, policía al habla”, nos apetece añadir ahora que el film nos ofrece la oportunidad de contemplar a una jovencísima María Luisa Merlo, a la que el mismo Forqué había hecho debutar (con una nariz un poquito más grande) en “De espaldas a la puerta” (otro film policíaco inmediatamente anterior en el que José Luis López Vázquez prácticamente repetía el mismo rol que habría de representar en “091, policía al habla”). El episodio por ella protagonizado resultaba emotivo y conmovedor, relator de un caso en el que una chica ingenua se encuentra en trance de sufrir abusos por parte de un embaucador sin escrúpulos que le hace creer que le abrirá camino como bailarina. La intervención del inspector Andrés Martín (Adolfo Marsillach) no se limita al hecho de detener al violador (en grado de tentativa), sino que además, antes de entregarle a su hija, también advierte al padre de la muchacha (encarnado por Antonio Casas) de que no emplee más la violencia con ella o pagará las consecuencias. Otro episodio, que incurre ya en el terreno trágico, cuenta la juerga que se corren tres amigos (Luis Peña, en el papel de “Julio”, Manuel Alexandre, como “Luciano” y Ángel de Andrés, en el rol de “Manolo”) con unas chicas, a pesar de que dos de ellos son casados (los dos primeros), con catastrófico final en forma de accidente mortal de tráfico en el que Manolo y Charo (Mara Laso), una de las chicas, pierden la vida. Otros dos episodios cuentan, respectivamente, con el protagonismo de las hermanas Gutiérrez Caba. El que
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empareja a Irene con Agustín González, que les muestra como nerviosos padres primerizos, es apenas una viñeta inserta en el segmento protagonizado por Tony Leblanc y Manolo Gómez Bur. El que tiene a Julia como primera actriz, que figura casada con Francisco Arenzana, describe un caso en el que la policía acude para socorrer con la urgencia debida a un niño enfermo, hijo de la pareja, que habita con sus padres una modestísima vivienda del extrarradio. La intervención de Fernando Delgado, tan breve como la de sus compañeros de televisión Pablo Sanz, Antonio Ferrandis, Mary Paz Pondal o los citados Irene Gutiérrez Caba y Agustín González, está inscrita en el argumento que protagonizan Tony Leblanc y Manolo Gómez Bur, que dan vida, respectivamente a “El Charles” y “El Bicho”, dos simpáticos caraduras, choricillos de poca monta, que roban un pequeño utilitario con forma de huevo, un Isetta, y una media docena de melones, con la sana intención de pasar una noche divertida con unas chicas. En el portaequipajes del Isetta encuentran, además, un muestrario de relojes que, al descubrir su valor al tratar de vendérselos a un perista (José Orjas), les pone de los nervios. Devuelto el Isetta a su lugar de estacionamiento, transcurrida la movidita noche, Fernando Delgado, en el papel de dominguero al que acompaña su mujer (Ana María Ventura), la cual acarrea dos criaturitas, descubre con alivio que nadie ha tocado el valioso muestrario que había dejado descuidadamente en el interior del vehículo.

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Tan accesoria y breve como su intervención en “091, policía al habla”, es con la que contribuye Fernando Delgado a “Tres de la Cruz Roja”, haciendo el anecdótico papel del capellán que secunda al oficial (Jesús Puente) al tomar juramento a los nuevos miembros del meritorio cuerpo. Retomando hábitos parecidos a los que vistiera en “Saeta rubia”, nuestro protagonista de hoy se limita a, una vez han jurado los flamantes voluntarios de la Cruz Roja su fidelidad a las nobles tareas propias de la institución, declamar aquello de “Si así lo hiciéreis, Dios y vuestros conciudadanos os lo premien, y si no, os lo demanden”.

“Plácido” está considerada como una de las mejores películas de la historia del cine español. Para algunos críticos se trata, directamente, de la mejor. FernandoDelgado, si bien que no en un papel de la máxima responsabilidad, podía exhibir con orgullo su nombre incluido en el reparto de la película, un film en el que confluian los genios combinados de diversos guionistas con el mejor momento del director valenciano.Primera experiencia del genial Berlanga con el no menos genial Rafael Azcona,

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que estuvo al principio y al final del proceso de escritura del guión, “Plácido” contó, en la fase intermedia de elaboración del texto previo al rodaje, con la contribución de José Luis Colina, un colaborador habitual de los proyectos berlanguianos una vez superada la fase de infuencia de Juan Antonio Bardem. Lo que, desde el punto de vista ideológico no deja de resultar remarcable, toda vez que Bardem y Colina eran políticamente antitéticos. Sea como fuere, el caso es que la suma de los talentos combinados de Berlanga, Azcona, José Luis Font y José Luis Colina (a quien Berlanga conocía desde los años cuarente y a quien catalogaba de “fascista” pese a lo cual, a diferencia del propio Berlanga, no se alistó a la División Azul –Berlanga lo hizo, según sus declaraciones, para tratar de ayudar a su padre, encarcelado por el Régimen), más un reparto exuberante y excepcional, dio como resultado un clásico universal e imperecedero sobradamente conocido. Film radiografista de la condición humana, de su ridiculez y de su rebelde dignidad, de su gallardía en la humildad y de su vulgaridad en la opulencia, “Plácido” contiene tantos momentos memorables como los que componen la totalidad del film. Intérpretes y personajes, en simbiosis perfecta, convencen y deslumbran al espectador, que cree estar asistiendo al espectáculo de la vida en una versión inequívocamente fascinante.

El argumento de “Plácido” es tan conocido que huelga la exposición detallada del mismo. Las damas de una ciudad de provincias, secundando la campaña “Siente a un pobre a su mesa”, organizan una cabalgata y una subasta de estrellas del espectáculo, actos patrocinados por una marca de ollas. Celebrados ambos, asistimos a

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las cenas de los pobres de un asilo en las casas de las familias acomodadas que los acogen en compañía de las “estrellitas” del espectáculo “ganadas” en subasta,y a los apuros de Plácido, el conductor del motocarro de la cabalgata para pagar la letra del vehículo, próxima a su vencimiento. Describir el reparto, además de proporcionar el placer de revivir la película, basta para dar una dimensión de su grandeza. Grandes figuras del olimpo de los actores característicos, como Luis Ciges (quien había sido compañero de Luis García Berlanga en la División Azul), o Félix Fernández o Julia Caba Alba confieren una credibilidad pasmosa a sus personajes episódicos de desfavorecidos, lo mismo que en papeles de mayor protagonismo (y sólo ligeramente más desahogados económicamente) consiguen Manuel Alexandre, José Luis López Vázquez o el mismo Cassen, que logró con su interpretación del papel principal sorprender y convencer.Por lo que toca a Fernando Delgado, es el suyo el rol de representante de los artistas para la subasta, que no se presenta, en la estación donde le esperan los organizadores, con las rutilantes estrellas que se esperaban. No lleva, por ejemplo, a Carmen Sevilla, como la concurrencia pensaba, sino que, en cambio, se presenta con un par de actrices jóvenes, un galancete que tiene la virtud de tontear con Martita (Mari Carmen Yepes), la hija del distinguido matrimonio Galán (Amelia de la Torre y Xavier Vivé), sin parar mientes en que se trata de la novia del esforzado Gabino Quintanilla (José Luis López Vázquez), el coordinador de los actos, y aporta también a su propia novia. El representante le quita importancia a las ausencias y le suelta a Olmedo, el locutor (Roberto Llamas) que habrá de retransmitir tanto
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la subasta, como alguna de las cenas: “¡Qué más da! ¡Las chicas están preciosas!”. Su única preocupación radica en el cobro de las dietas para sus artistas, que reclama insistentemente a Quintanilla primero y a Zapater (José María Caffarel), el patrocinador de todos los actos, ejecutivo de las ollas “Cocinex”, después. “Plácido”, además de ser una cumbre de la cinematografía hispana, supuso, anecdóticamente, la reunión en su reparto de Fernando Delgado con su madre, doña Julia, con la que tantas veces había compartido escenario, tras haber figurado en sendas fugaces intervenciones en “Fulano y mengano” un lustro antes. En el film de Berlanga no comparten plano, pero al menos sus papeles tienen mayor entidad que la de los respectivos del film de Romero Marchent. A doña Julia le tocó encarnar a doña María, la señora de Helguera, anfitriona de un mendigo, el Pascual, que tiene la desgracia de morirse en el transcurso de la cena, para desesperación de su pareja, la pobre Concreta (Julia Caba Alba). Tratando de dominar los nervios que le produce la contrariedad, agravados por la actitud poco colaboradora de su marido, el “rojillo” Matías (José Franco) y el compromiso de que se presenten los Galán en su casa, doña María se aturulla disponiéndolo todo y peleándose con su criada Antonia (Amparo Gómez Ramos). Pide consejo a su yerno (Agustín González) y recurre al auxilo profesional de un vecino dentista, don Poli (José María Gavilán).

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Siete años después de haber participado con su fugaz presencia en “El Coyote”, Fernando Delgado vuelve a ingresar en el “universo western” de Joaquín Luis Romero Marchent en “La venganza del Zorro”. Del anterior film a este, ha cambiado la identidad del héroe elegido como protagonista, aunque, evidentemente, se trata de dos versiones del mismo mito, el justiciero enmascarado de doble personalidad. En relación al film de 1955, también se ha aumentado el presupuesto, a pesar de que lo produce Eduardo Manzanos en solitario (sin contar con el apoyo mexicano del anterior film, que era una coproducción) con la utilización del color como muestra más notable de esta mejora y también con la inclusión del propio José Mallorquí en el equipo de guionistas y la de actores extranjeros de probada eficacia, tales como el gran Howard Vernon (con quien volverá a trabajar muy pronto Fernando Delgado en una próxima película) y el sobrio Paul Piaget. El protagonista, el norteamericano Frank Latimore, no supera la consideración de pasable en su encarnación del mítico Zorro y resulta bastante más idóneo para encarnar la identidad “civil” del héroe californiano, don José de la Torre. La contribución de Fernando Delgado en esta entretenida cinta de aventuras
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le hace vestir nuevamente una caracterización clerical en el rol del padre Francisco, que muere asesinado por los ladinos yanquis, motivando la anunciada venganza del justiciero enmascarado. El resto del reparto lo formaba el elenco habitual en las producciones de Eduardo Manzanos, como comentamos ya en la correspondiente entrega de la entrada dedicada a Jesús Tordesillas, con las jóvenes y guapas Mari Luz Galicia, María Silva, el apuesto Rafael Romero Marchent y los característicos Antonio Molino Rojo, Fernando Sancho, Xan Das Bolas, Manuel Alexandre, Ángel Álvarez y José Marco Davó.

“La mano de un hombre muerto” se inicia, al gusto de su director, el controvertido y más que prolífico Jesús Franco, con una sucesión de imágenes de carácter onírico destinadas a crear una atmósfera determinada, que predisponga al espectador a ponerse en la situación idónea que el género de terror requiere. Es un arranque prometedor que, por desgracia, no se ve refrendado por el desarrollo posterior del film. El guión de “La mano de un hombre muerto”, firmado por el propio Jesús Franco, Juan Cobos, Pío Ballesteros y Gonzalo S. de Erice, adaptaba un relato de David Khunne y René Sebille (seudónimo doble del propio Jesús Franco) y relataba los hechos criminales que acaecían en Holfen, una población centro europea en la que una serie de jóvenes eran violentadas y asesinadas. La responsabilidad de tales actos recaía, según la creencia popular, en la persona del difunto barón Von Klaus, un aristócrata propietario de un castillo rodeado de ciénagas a quien sus desmanes en la persona de una muchacha le había granjeado la maldición del padre de su víctima, la cual le obligaba a vagar por los pantanos eternamente. Su ansia de matar, según se cree en la región, persistía con su espíritu y se apoderaba de

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sus descendientes que se veían obligados a continuar con la macabra tendencia criminal de su antepasado, el sádico barón Von Klaus. Dentro de este marco mítico, la acción de “La mano del hombre muerto” nos introduce (tras asistir a las mencionadas imágenes oníricas iniciales) en la mansión de los Von Klaus, en Holfen. La anciana Elisa Von Klaus (María Francés), que se haya moribunda en su lecho, despierta de la pesadilla que hemos presenciado, en la que hemos visto alguna mujer torturada y asesinada, una misteriosa figura con el rostro cubierto y unas manos aporreando un teclado, entre otras muchas visiones ominosas. Junto a la anciana está su hermano Max, que ante las preguntas de la enferma, asegura que su hijo Ludwig está en camino y llegará pronto a su presencia. Pasamos después a la taberna que regenta Lida (Ana Castor, acreditada para la ocasión como Anne Astor) a donde llegan dos perdularios que forman una curiosa pareja, el líder y más locuaz Hansel (Serafín García Vázquez, doblado por Valeriano Andrés) y el subalterno Theo (Manuel Alexandre, con su propia voz), que son amigos de la dueña y que por ello suelen acudir allí a gorronear. Los vagabundos entablan conversación con el doctor Kalman (Ángel Menéndez), un psicólogo que está en el pueblo desde hace tres meses escribiendo un libro sobre temas esotéricos, causa que motiva que Hansel y Theo le detallen el alcance de la leyenda local. Aseguran que en aquel momento se dan las circunstancias para que los crímenes del hombre muerto se repitan,
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porque se han visto las señales que siempre los preceden: que sopla el viento del sur, los gatos monteses que bajan al pueblo, la luna que se esconde tres veces y que se oyen gemidos procedentes del bosque. A la mañana siguiente, corroborando sus sospechas, Hansel y Theo encuentran el cadáver de una joven. La acción cambia entonces a la ciudad, donde conocemos a Karl Steiner (Fernando Delgado), un reportero a quien su jefe de redacción (Joaquín Pamplona) le encarga que acuda a Holfen a investigar el caso de los crímenes. Le explica que al asesinato de una chica se suma la desaparición de otra y que se cree que se puedan producir más muertes, reproduciéndose pasadas olas de crímenes en la población. Karl, que se ha conducido como un tipo relajado y se nos ha presentado como un mujeriego irredento, acepta el caso al tiempo que coge un fajo de billetes. Mientras, a la mansión de los Von Klaus llega el joven Ludwig (Hugo Blanco),acompañado de su prometida Karin (Paula Martel). La agonizante Elisa le da a su hijo la llave de lo que llama “la cueva”, un lóbrego sótano donde el abuelo Von Klaus se entregaba a sus más depravadas e inconfesables prácticas, no sin antes advertirle contra su tío Max (“el vivo retrato de nuestro padre”) y de hacerle prometer que se marchará con su novia y se apartará de la influencia de su difunto abuelo, “un terrible asesino”. Asistimos entonces a la llegada de Karl a Holfen y a su toma de contacto con el comisario “Boro” (de Borowski, a quien da vida Georges Rollin, doblado por Rafael de Penagos) con el que mantiene una evidente confianza, para seguir estrechamente el desarrollo de las pesquisas policiales. Se inician las investigaciones y pese a que sobre ellos recaen las primeras
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sospechas, tanto Ludwig como Max son descartados por contar ambos con coartadas para la noche del crimen. El primero viajaba por carretera con su novia, mientras que el segundo estaba junto a su hermana Elisa. Como primer resultado de la investigación, se establece que el arma del crimen fue un puñal antiguo de hoja ondulada, de procedencia árabe. Se produce entonces la muerte de la madre de Ludwig, el cual no tarda mucho en bajar a la cueva de su abuelo y en empezar a impregnarse de sus diabólicas enseñanzas (que tuvo buen cuidado en dejar por escrito en un libro dispuesto al efecto en un atril. Por cierto que la “voz en off” que representa a la del difunto Von Klaus vuelve a ser la de Valeriano Andrés). La vida en el castillo familiar no le sienta demasiado bien a Karin, que sufre de pesadillas. Le inquieta el tío de su prometido, Max, que es el vivo retrato del abuelo Von Klaus,y su propio novio, pianista como el temible antepasado, tampoco la tranquiliza demasiado. Se produce un nuevo crimen en Holfen. Una cantante a la que pretendía el doctor Kalman (pero al que da esquinazo) es asesinada en el hotel con el cuchillo de hoja ondulada por el amante (de manos enguantadas, a quien no vemos el rostro) con el que iba a reunirse. El comisario Boro dispone que nadie salga del establecimiento (lo que le causa un problema con su esposa al italiano Lavarti –José Luis Coll-, que estaba allí “de incógnito”). Por algunas indagaciones, en las que tiene mucho que ver una incursión de Karl en el castillo de los Von Klaus, se identifica a Max Von Klaus como el hombre que se alojaba con nombre supuesto en el hotel la noche del crimen, por lo que es detenido, acusado de asesinato. Después resulta que su presencia allí bajo un nombre falso estaba justificada por un clandestino encuentro amoroso con Lida, que acude a la policía para deshacer el equívoco. Lida es víctima de un ataque frustrado del asesino, tras el cual éste es perseguido por Karl, Hansel, Theo y varios lugareños con
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antorchas por las calles del pueblo hasta que, al llegar al cementerio de Holfen, sólo el periodista se atreve a continuar la persecución que le lleva ante el panteón de los Von Klaus. Max es liberado por la mañana y pronto recibe la visita de Karl, que quiere disculparse por haber sido responsable de su encarcelamiento. El reportero es informado por Max y Karin de la fascinación que Ludwig siente por su nefasto abuelo. Poco después, por si nos quedaba alguna duda, ya presenciamos cómo Ludwig cloroformiza a Margaret (la macizorra Gladis Rojo), camarera en la taberna de Lida, y se la lleva a su guarida, donde la asesinará. Cuando todos, reunidos en el local de Lida, lloran la ausencia de la camarera, a la mente de Karl acude una idea. Va a ver a Karin y en medio minuto destroza la coartada de Ludwig por el sencillo procedimiento de preguntarle a la chica por la noche del primer asesinato. El relato de Karin no concuerda con la declaración del joven Von Klaus y ella comprende que Ludwig es el asesino. Se pone en manos de Karl, que le pide que consiga que su novio se ausente del castillo para que él entre y consiga pruebas de la culpabilidad de Ludwig. El periodista explora los subterráneos del edificio y encuentra el cuerpo torturado (y se supone que sin vida) de una mujer.Es sorprendido por un criado que trata de detenerle, pero se zafa de él. Mientras, Max, desde la torre observatorio del castillo, descubre que Ludwig está llevando a Karin a los pantanos, al punto en donde el abuelo Von Klaus encontró la muerte bajo sus
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cenagosas aguas, y comprende que va a matar a Karin. Da la voz de alarma al tiempo que Karl se recupera de la pelea que ha sostenido y se dirige también hacia las ciénagas. Finalmente, como era previsible, Ludwig encuentra una muerte idéntica a la de su funesto antepasado, mientras Karin queda, rescatada, en los protectores brazos de Karl. “La mano de un hombre muerto” trató de reeditar la buena acogida de “Gritos en la noche”, el anterior film del género que dirigió Jesús Franco, pero (y esta es una opinión compartida por este burgomaestre con el propio director) mientras que aquella era una película que se beneficiaba de la robusta figura de Orloff, ésta desaprovechaba escrupulosamente la impresionante presencia del mismo actor que encarnara aquel personaje, Howard Vernon, que en “La mano del hombre muerto” se limita a cumplir la función de “jugar al despiste” con el espectador, ofreciendo su evidente perfil de villano como fácil señuelo para las sospechas menos avispadas. Por otra parte, la factura del film es tan razonablemente buena como la de su precedente y algunos momentos, exquisitamente fotografiados por Godofredo Pacheco, como las distintas acechanzas nocturnas del asesino, o los paseos de Ludwig por el bosque circundante del castillo Von Klaus, agobiado por la influencia de su abuelo, que le impulsa a matar, está a la altura de cualquier clásico del género. Con una banda sonora muy relevante, basada en el sonido insistente del piano y original del propio Jesús Franco, y perjudicada, como la práctica totalidad de la considerable obra de Jesús Franco, por algunas pinceladas de humor chusco, “La mano de un hombre muerto” contenía actuaciones muy competentes, como las de Georges Rollin, Howard Vernon o el propio Fernando Delgado, que hace un periodista típicamente inquisitivo, mucho más resolutivo y dinámico que la policía y bastante simpático. Muy bien caracterizado, con peluquín y un bonito sombrero, hasta recuerda un poco a Peter Cushing cuando, hacia el final del film, explora muy a lo “Van Helsing”, es decir, con medidísima morosidad las catacumbas de la mansión Von Klaus.

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Fin de la primera parte

Dejamos a Fernando Delgado en 1962, ya instalado en el seno de Televisión Española, con una carrera teatral a la espalda tan larga como su propia existencia y con unas breves incursiones en el cine que han culminado con una colaboración en un film excepcional, “Plácido” (que, recordemos, estuvo nominado al Óscar y a la Palma de Oro de Cannes, además de alzarse con los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos a la mejor película y al mejor director, y los premios Sant Jordi en las categorías de Mejor Película Española, Mejor Director Español y Mejor Actor Español para José Luis López Vázquez) y un primer papel con categoría de protagonista en “La mano de un hombre muerto”. Pero Fernando Delgado todavía no es popular. En la próxima entrega de este estudio nos adentraremos en el periodo central y más característico de la carrera profesional de Fernando Delgado, sus dos décadas largas actuando incesantemente para la pequeña pantalla. Entonces alcanzará el reconocimiento popular masivo, cuando llegue simultáneamente a millones de hogares a través de la pequeña pantalla. Situación que, con su inteligente distanciamiento, el propio actor determinaba dos circunstancias: que tanto estudiar papeles para “Estudio Uno” le hacía ir

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siempre mal de sueño (“Vivo con al permanente obsesión de dormir. Me despierto y quiero siempre dormir”, le confiaba a Manuel Román en una entrevista), y que la popularidad no encontraba un reflejo proporcional en su cuenta corriente (“Bien está la popularidad, pero echo mano de mi cartilla de ahorros y tengo en el banco veinte mil pesetas...”).

Continuaremos la segunda parte de esta entrada con su regreso, en los años setenta, en plena madurez, al cine, con sus destacadas intervenciones en films de Carlos Saura, Antonio Fraguas y Pilar Miró y, por último, trazaremos un esbozo de su etapa final en los tres medios expresivos que cultivó (teatro, televisión y cine), cuando ya se había adentrado en la edad (que no en el espíritu) de la ancianidad.


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