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Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

Publicado el 08 enero 2014 por 39escalones

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios.

Por otra parte, el aspecto político está tratado de manera lamentable: los discursos de Surov durante las cenas y los vasos de vodka a fin de mostrar su deseo de abrirse a otros pueblos y a otras culturas, punteados por los disparos y por las tareas de represión de las tropas soviéticas, resultan panfletarios y demagógicos, mientras que la verdadera naturaleza dramática del conflicto es apuntada con un puñado de frases de elogio que los personajes dedican a la combatividad y la entrega de los patrióticos resistentes húngaros. Sin embargo, Litvak sí evita en parte la atribución maniquea de cualidades odiosas  a los personajes soviéticos: no sólo éstos, más allá del comportamiento general de su ejército y sus autoridades, no aparecen como ogros criminales y salvajes, sino que en la película hay cierto esfuerzo por humanizarles y comprenderles, como si pretendiera mostrarse una equivocación de principios más que una maldad absoluta. Especialmente memorable resulta en este aspecto la secuencia del baile, cuando soviéticos y extranjeros dejan correr el vodka, las canciones y las danzas, y comparten momentos de relajación y alegría, apartados todos de los convulsos sucesos derivados de la política y el enfrentamiento de bloques.

No obstante, ni estos momentos, ni la pasión y la fuerza interpretativa de Brynner (recordemos, ruso de origen, y que por tanto habla su idioma en la película sin necesidad de doblaje ni aprendizajes acelerados) ni la corrección de una gran actriz como Kerr, logran salvar el conjunto, cuyo desarrollo (de su planteamiento general tomaría sin duda buena nota Alfred Hitchcock para la huida de Paul Newman y Julie Andrews del bloque soviético en Cortina rasgada, Torn curtain, 1966) y desenlace no resultan del todo satisfactorios, componiendo una especie de mixtura entre Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y Tiempo de amar, tiempo de morir (A time to live and a time to die, Douglas Sirk, 1958), terminando de tirar por la borda los pocos momentos acertados del filme en aras de una conclusión autocomplaciente, falaz y más romántica que realista, vista la situación del país y la crudeza de la represión.

Estimable con cuentagotas, la cinta, por tanto, resulta insuficiente como tributo a los húngaros a los que pretende honrar, aunque sí guarda un merecido espacio para el escalofriante y desesperado mensaje de ayuda que los teletipos y las emisoras de Occidente comenzaron a recibir un día de noviembre de 1956 desde Budapest: ¡ya están aquí! ¡Nos atacan! ¡Ya no queda tiempo, no podemos hacer nada! ¡Ayudadnos, amigos! ¡Socorrednos!


Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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